miércoles, 29 de marzo de 2017

Sacramentum Caritatis: Exhortación apostólica postsinodal sobre la Eucaristía fuente y culmen de la vida y de la misión de la Iglesia (22 de febrero de 2007) | Benedicto XVI

Sacramentum Caritatis: Exhortación apostólica postsinodal sobre la Eucaristía fuente y culmen de la vida y de la misión de la Iglesia (22 de febrero de 2007) | Benedicto XVI




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EXHORTACIÓN APOSTÓLICA POSTSINODAL
SACRAMENTUM CARITATIS
DEL SANTO PADRE
BENEDICTO XVI
AL EPISCOPADO, AL CLERO,
A LAS PERSONAS CONSAGRADAS
Y A LOS FIELES LAICOS
SOBRE LA EUCARISTÍA
FUENTE Y CULMEN DE LA VIDA
Y DE LA MISIÓN DE LA IGLESIA

ÍNDICE

Alimento de la verdad
Desarrollo del rito eucarístico
Sínodo de los Obispos y Año de la Eucaristía
Objeto de la presente Exhortación
PRIMERA PARTE
EUCARISTÍA, MISTERIO QUE SE HA DE CREER

El pan que baja del cielo
Don gratuito de la Santísima Trinidad

La nueva y eterna alianza en la sangre del Cordero
Institución de la Eucaristía
Figura transit in veritatem

Jesús y el Espíritu Santo
Espíritu Santo y Celebración eucarística

Eucaristía, principio causal de la Iglesia
Eucaristía y comunión eclesial
Sacramentalidad de la Iglesia

Eucaristía, plenitud de la iniciación cristiana
Orden de los sacramentos de la iniciación
Iniciación, comunidad eclesial y familia

Su relación intrínseca
Algunas observaciones pastorales

In persona Christi capitis
Eucaristía y celibato sacerdotal
Escasez de clero y pastoral vocacional
Gratitud y esperanza

Eucaristía, sacramento esponsal
Eucaristía y unidad del matrimonio
Eucaristía e indisolubilidad del matrimonio

Eucaristía: don al hombre en camino
El banquete escatológico
Oración por los difuntos
SEGUNDA PARTE
EUCARISTÍA, MISTERIO QUE SE HA DE CELEBRAR
Lex orandi y lex credendi
Belleza y liturgia

Christus totus in capite et in corpore
Eucaristía y Cristo resucitado

El Obispo, liturgo por excelencia
Respeto de los libros litúrgicos y de la riqueza de los signos
El arte al servicio de la celebración
El canto litúrgico

Unidad intrínseca de la acción litúrgica
Liturgia de la Palabra
Homilía
Presentación de las ofrendas
Plegaria eucarística
Rito de la paz
Distribución y recepción de la eucaristía
Despedida: « Ite, missa est »

Auténtica participación
Participación y ministerio sacerdotal
Celebración eucarística e inculturación
Condiciones personales para una « actuosa participatio »
Participación de los cristianos no católicos
Participación a través de los medios de comunicación social
«Actuosa participatio» de los enfermos
Atención a los presos
Los emigrantes y su participación en la Eucaristía
Las grandes concelebraciones
Lengua latina
Celebraciones eucarísticas en pequeños grupos

Catequesis mistagógica
Veneración de la Eucaristía

Relación intrínseca entre celebración y adoración
Práctica de la adoración eucarística
Formas de devoción eucarística
Lugar del sagrario en la iglesia
TERCERA PARTE
EUCARISTÍA, MISTERIO QUE SE HA DE VIVIR

El culto espiritual – logiké latreía (Rm 12,1)
Eficacia integradora del culto eucarístico
«Iuxta dominicam viventes» – Vivir según el domingo
Vivir el precepto dominical
Sentido del descanso y del trabajo
Asambleas dominicales en ausencia de sacerdote
Una forma eucarística de la existencia cristiana, la pertenencia eclesial
Espiritualidad y cultura eucarística
Eucaristía y evangelización de las culturas
Eucaristía y fieles laicos
Eucaristía y espiritualidad sacerdotal
Eucaristía y vida consagrada
Eucaristía y transformación moral
Coherencia eucarística

Eucaristía y misión
Eucaristía y testimonio
Jesucristo, único Salvador
Libertad de culto
Eucaristía: pan partido para la vida del mundo
Implicaciones sociales del Misterio eucarístico
El alimento de la verdad y la indigencia del hombre
Doctrina social de la Iglesia
Santificación del mundo y salvaguardia de la creación [
Utilidad de un Compendio eucarístico



1.Sacramento de la caridad,[1]
la Santísima Eucaristía es el don que Jesucristo hace de sí mismo,
revelándonos el amor infinito de Dios por cada hombre. En este admirable
Sacramento se manifiesta el amor « más grande », aquel que impulsa a «
dar la vida por los propios amigos » (cf. Jn 15,13). En efecto, Jesús « los amó hasta el extremo » (Jn
13,1). Con esta expresión, el evangelista presenta el gesto de infinita
humildad de Jesús: antes de morir por nosotros en la cruz, ciñéndose
una toalla, lava los pies a sus discípulos. Del mismo modo, en el
Sacramento eucarístico Jesús sigue amándonos « hasta el extremo », hasta
el don de su cuerpo y de su sangre. ¡Qué emoción debió embargar el
corazón de los Apóstoles ante los gestos y palabras del Señor durante
aquella Cena! ¡Qué admiración ha de suscitar también en nuestro corazón
el Misterio eucarístico!
Alimento de la verdad
2. En el Sacramento del altar, el Señor viene al encuentro del hombre, creado a imagen y semejanza de Dios (cf. Gn
1,27), acompañándole en su camino. En efecto, en este Sacramento el
Señor se hace comida para el hombre hambriento de verdad y libertad.
Puesto que sólo la verdad nos hace auténticamente libres (cf. Jn
8,36), Cristo se convierte para nosotros en alimento de la Verdad. San
Agustín, con un penetrante conocimiento de la realidad humana, puso de
relieve cómo el hombre se mueve espontáneamente, y no por coacción,
cuando se encuentra ante algo que lo atrae y le despierta el deseo. Así
pues, al preguntarse sobre lo que puede mover al hombre por encima de
todo y en lo más íntimo, el santo obispo exclama: « ¿Ama algo el alma
con más ardor que la verdad? ».[2]
En efecto, todo hombre lleva en sí mismo el deseo indeleble de la
verdad última y definitiva. Por eso, el Señor Jesús, « el camino, la
verdad y la vida » (Jn 14,6), se dirige al corazón anhelante del
hombre, que se siente peregrino y sediento, al corazón que suspira por
la fuente de la vida, al corazón que mendiga la Verdad. En efecto,
Jesucristo es la Verdad en Persona, que atrae el mundo hacia sí. « Jesús
es la estrella polar de la libertad humana: sin él pierde su
orientación, puesto que sin el conocimiento de la verdad, la libertad se
desnaturaliza, se aísla y se reduce a arbitrio estéril. Con él, la
libertad se reencuentra ».[3] En particular, Jesús nos enseña en el sacramento de la Eucaristía la verdad del amor,
que es la esencia misma de Dios. Ésta es la verdad evangélica que
interesa a cada hombre y a todo el hombre. Por eso la Iglesia, cuyo
centro vital es la Eucaristía, se compromete constantemente a anunciar a
todos, « a tiempo y a destiempo » (2 Tm 4,2) que Dios es amor.[4]
Precisamente porque Cristo se ha hecho por nosotros alimento de la
Verdad, la Iglesia se dirige al hombre, invitándolo a acoger libremente
el don de Dios.
Desarrollo del rito eucarístico
3. Al observar la historia bimilenaria de la Iglesia de
Dios, guiada por la sabia acción del Espíritu Santo, admiramos llenos de
gratitud cómo se han desarrollado ordenadamente en el tiempo las formas
rituales con que conmemoramos el acontecimiento de nuestra salvación.
Desde las diversas modalidades de los primeros siglos, que resplandecen
aún en los ritos de las antiguas Iglesias de Oriente, hasta la difusión
del rito romano; desde las indicaciones claras del Concilio de Trento y
del Misal de san Pío V hasta la renovación litúrgica establecida por el
Concilio Vaticano II: en cada etapa de la historia de la Iglesia, la
celebración eucarística, como fuente y culmen de su vida y misión,
resplandece en el rito litúrgico con toda su riqueza multiforme. La XI
Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos, celebrada del 2 al
23 de octubre de 2005 en el Vaticano, ha manifestado un profundo
agradecimiento a Dios por esta historia, reconociendo en ella la guía
del Espíritu Santo. En particular, los Padres sinodales han constatado y
reafirmado el influjo benéfico que ha tenido para la vida de la Iglesia
la reforma litúrgica puesta en marcha a partir del Concilio Ecuménico
Vaticano II.[5]
El Sínodo de los Obispos ha tenido la posibilidad de valorar cómo ha
sido su recepción después de la cumbre conciliar. Los juicios positivos
han sido muy numerosos. Se han constatado también las dificultades y
algunos abusos cometidos, pero que no oscurecen el valor y la validez de
la renovación litúrgica, la cual tiene aún riquezas no descubiertas del
todo. En concreto, se trata de leer los cambios indicados por el
Concilio dentro de la unidad que caracteriza el desarrollo histórico del
rito mismo, sin introducir rupturas artificiosas.[6]
Sínodo de los Obispos y Año de la Eucaristía
4. Además, se ha de poner de relieve la relación del
reciente Sínodo de los Obispos sobre la Eucaristía con lo ocurrido en
los últimos años en la vida de la Iglesia. Ante todo, hemos de pensar en
el Gran Jubileo de 2000, con el cual mi querido Predecesor, el Siervo
de Dios Juan Pablo II, ha introducido la Iglesia en el tercer milenio
cristiano. El Año Jubilar se ha caracterizado indudablemente por un
fuerte sentido eucarístico. No se puede olvidar que el Sínodo de los
Obispos ha estado precedido, y en cierto sentido también preparado, por
el Año de la Eucaristía, establecido con gran amplitud de miras por Juan
Pablo II para toda la Iglesia. Dicho Año, iniciado con el Congreso
Eucarístico Internacional de Guadalajara (México), en octubre de 2004,
se concluyó el 23 de octubre de 2005, al final de la XI Asamblea
Sinodal, con la canonización de cinco Beatos que se han distinguido
especialmente por la piedad eucarística: el Obispo Józef Bilczewski, los
presbíteros Cayetano Catanoso, Segismundo Gorazdowski, Alberto Hurtado
Cruchaga y el religioso capuchino Félix de Nicosia. Gracias a las
enseñanzas expuestas por Juan Pablo II en la Carta apostólica Mane nobiscum Domine,[7] y a las valiosas sugerencias de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos,[8]
las diócesis y las diversas entidades eclesiales han emprendido
numerosas iniciativas para despertar y acrecentar en los creyentes la fe
eucarística, para mejorar la dignidad de las celebraciones y promover
la adoración eucarística, así como para animar una solidaridad efectiva
que, partiendo de la Eucaristía, llegara a los pobres. Finalmente, es
necesario mencionar la importancia de la última Encíclica de mi venerado
Predecesor, Ecclesia de Eucharistia,[9]
con la que nos ha dejado una segura referencia magisterial sobre la
doctrina eucarística y un último testimonio del lugar central que este
divino Sacramento tenía en su vida.
Objeto de la presente Exhortación
5. Esta Exhortación apostólica postsinodal se propone
retomar la riqueza multiforme de reflexiones y propuestas surgidas en la
reciente Asamblea General del Sínodo de los Obispos —desde los Lineamenta hasta las Propositiones, incluyendo el Instrumentum laboris, las Relationes ante et post disceptationem, las intervenciones de los Padres sinodales, de los auditores
y de los hermanos delegados—, con la intención de explicitar algunas
líneas fundamentales de acción orientadas a suscitar en la Iglesia nuevo
impulso y fervor por la Eucaristía. Consciente del vasto patrimonio
doctrinal y disciplinar acumulado a través de los siglos sobre este
Sacramento,[10] en el presente documento deseo sobre todo recomendar, teniendo en cuenta el voto de los Padres sinodales,[11] que el pueblo cristiano profundice en la relación entre el Misterio eucarístico, el acto litúrgico y el nuevo culto espiritual que se deriva de la Eucaristía como sacramento de la caridad. En esta perspectiva, deseo relacionar la presente Exhortación con mi primera Carta encíclica Deus caritas est,
en la que he hablado varias veces del sacramento de la Eucaristía para
subrayar su relación con el amor cristiano, tanto respecto a Dios como
al prójimo: « el Dios encarnado nos atrae a todos hacia sí. Se entiende,
pues, que el agapé se haya convertido también en un nombre de la Eucaristía: en ella el agapé de Dios nos llega corporalmente para seguir actuando en nosotros y por nosotros ».[12]
PRIMERA PARTE
EUCARISTÍA,
MISTERIO QUE SE HA DE CREER
«Éste es el trabajo que Dios quiere:
que creáis en el que él ha enviado» (Jn 6,29)

6. « Este es el Misterio de la fe ». Con esta
expresión, pronunciada inmediatamente después de las palabras de la
consagración, el sacerdote proclama el misterio celebrado y manifiesta
su admiración ante la conversión sustancial del pan y el vino en el
cuerpo y la sangre del Señor Jesús, una realidad que supera toda
comprensión humana. En efecto, la Eucaristía es « misterio de la fe »
por excelencia: « es el compendio y la suma de nuestra fe ».[13]
La fe de la Iglesia es esencialmente fe eucarística y se alimenta de
modo particular en la mesa de la Eucaristía. La fe y los sacramentos son
dos aspectos complementarios de la vida eclesial. La fe que suscita el
anuncio de la Palabra de Dios se alimenta y crece en el encuentro de
gracia con el Señor resucitado que se produce en los sacramentos: « La
fe se expresa en el rito y el rito refuerza y fortalece la fe ».[14]
Por eso, el Sacramento del altar está siempre en el centro de la vida
eclesial; « gracias a la Eucaristía, la Iglesia renace siempre de nuevo
».[15]
Cuanto más viva es la fe eucarística en el Pueblo de Dios, tanto más
profunda es su participación en la vida eclesial a través de la adhesión
consciente a la misión que Cristo ha confiado a sus discípulos. La
historia misma de la Iglesia es testigo de ello. Toda gran reforma está
vinculada de algún modo al redescubrimiento de la fe en la presencia
eucarística del Señor en medio de su pueblo.
El pan que baja del cielo
7. La primera realidad de la fe eucarística es el
misterio mismo de Dios, el amor trinitario. En el diálogo de Jesús con
Nicodemo encontramos una expresión iluminadora a este respecto: « Tanto
amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que no perezca
ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios
no mandó a su hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el
mundo se salve por él » (Jn 3,16-17). Estas palabras muestran la
raíz última del don de Dios. En la Eucaristía, Jesús no da « algo »,
sino a sí mismo; ofrece su cuerpo y derrama su sangre. Entrega así toda
su vida, manifestando la fuente originaria de este amor divino. Él es el
Hijo eterno que el Padre ha entregado por nosotros. En el Evangelio
escuchamos también a Jesús que, después de haber dado de comer a la
multitud con la multiplicación de los panes y los peces, dice a sus
interlocutores que lo habían seguido hasta la sinagoga de Cafarnaúm: «
Es mi Padre el que os da el verdadero pan del cielo. Porque el pan de
Dios es el que baja del cielo y da la vida al mundo » (Jn
6,32-33); y llega a identificarse él mismo, la propia carne y la propia
sangre, con ese pan: « Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo: el
que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi
carne, para la vida del mundo » (Jn 6,51). Jesús se manifiesta así como el Pan de vida, que el Padre eterno da a los hombres.
Don gratuito de la Santísima Trinidad
8. En la Eucaristía se revela el designio de amor que guía toda la historia de la salvación (cf. Ef 1,10; 3,8-11). En ella, el Deus Trinitas, que en sí mismo es amor (cf. 1 Jn
4,7-8), se une plenamente a nuestra condición humana. En el pan y en el
vino, bajo cuya apariencia Cristo se nos entrega en la cena pascual
(cf. Lc 22,14-20; 1 Co 11,23-26), nos llega toda la vida
divina y se comparte con nosotros en la forma del Sacramento. Dios es
comunión perfecta de amor entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
Ya en la creación, el hombre fue llamado a compartir en cierta medida el
aliento vital de Dios (cf. Gn 2,7). Pero es en Cristo muerto y resucitado, y en la efusión del Espíritu Santo que se nos da sin medida (cf. Jn 3,34), donde nos convertimos en verdaderos partícipes de la intimidad divina.[16] Jesucristo, pues, « que, en virtud del Espíritu eterno, se ha ofrecido a Dios como sacrificio sin mancha » (Hb 9,14),
nos comunica la misma vida divina en el don eucarístico. Se trata de un
don absolutamente gratuito, que se debe sólo a las promesas de Dios,
cumplidas por encima de toda medida. La Iglesia, con obediencia fiel,
acoge, celebra y adora este don. El « misterio de la fe » es misterio
del amor trinitario, en el cual, por gracia, estamos llamados a
participar. Por tanto, también nosotros hemos de exclamar con san
Agustín: « Ves la Trinidad si ves el amor ».[17]
Eucaristía: Jesús,
el verdadero Cordero inmolado
La nueva y eterna alianza en la sangre del Cordero
9. La misión para la que Jesús vino a nosotros llega a
su cumplimiento en el Misterio pascual. Desde lo alto de la cruz, donde
atrae todo hacia sí (cf. Jn 12,32), antes de « entregar el espíritu » dice: « Todo está cumplido » (Jn 19,30). En el misterio de su obediencia hasta la muerte, y una muerte de cruz (cf. Flp
2,8), se ha cumplido la nueva y eterna alianza. La libertad de Dios y
la libertad del hombre se han encontrado definitivamente en su carne
crucificada, en un pacto indisoluble y válido para siempre. También el
pecado del hombre ha sido expiado una vez por todas por el Hijo de Dios
(cf. Hb 7,27; 1 Jn 2,2; 4,10). Como he tenido ya
oportunidad de decir: « En su muerte en la cruz se realiza ese ponerse
Dios contra sí mismo, al entregarse para dar nueva vida al hombre y
salvarlo: esto es el amor en su forma más radical ».[18]
En el Misterio pascual se ha realizado verdaderamente nuestra
liberación del mal y de la muerte. En la institución de la Eucaristía,
Jesús mismo habló de la « nueva y eterna alianza », estipulada en su
sangre derramada (cf. Mt 26,28; Mc 14,24; Lc
22,20). Esta meta última de su misión era ya bastante evidente al
comienzo de su vida pública. En efecto, cuando a orillas del Jordán Juan
Bautista ve venir a Jesús, exclama: « Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo » (Jn
1,19). Es significativo que la misma expresión se repita cada vez que
celebramos la santa Misa, con la invitación del sacerdote para acercarse
a comulgar: « Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Dichosos los invitados a la cena del Señor ». Jesús es el verdadero cordero
pascual que se ha ofrecido espontáneamente a sí mismo en sacrificio por
nosotros, realizando así la nueva y eterna alianza. La Eucaristía
contiene en sí esta novedad radical, que se nos propone de nuevo en cada
celebración.[19]
Institución de la Eucaristía
10. De este modo llegamos a reflexionar sobre la
institución de la Eucaristía en la última Cena. Sucedió en el contexto
de una cena ritual con la que se conmemoraba el acontecimiento
fundamental del pueblo de Israel: la liberación de la esclavitud de
Egipto. Esta cena ritual, relacionada con la inmolación de los corderos (Ex
12,1- 28.43-51), era conmemoración del pasado, pero, al mismo tiempo,
también memoria profética, es decir, anuncio de una liberación futura.
En efecto, el pueblo había experimentado que aquella liberación no había
sido definitiva, puesto que su historia estaba todavía demasiado
marcada por la esclavitud y el pecado. El memorial de la antigua
liberación se abría así a la súplica y a la esperanza de una salvación
más profunda, radical, universal y definitiva. Éste es el contexto en el
cual Jesús introduce la novedad de su don. En la oración de alabanza,
la Berakah, da gracias al Padre no sólo por los grandes
acontecimientos de la historia pasada, sino también por la propia «
exaltación ». Al instituir el sacramento de la Eucaristía, Jesús
anticipa e implica el Sacrificio de la cruz y la victoria de la
resurrección. Al mismo tiempo, se revela como el verdadero cordero inmolado, previsto en el designio del Padre desde la creación del mundo, como se lee en la primera Carta de San Pedro (cf.
1,18-20). Situando en este contexto su don, Jesús manifiesta el sentido
salvador de su muerte y resurrección, misterio que se convierte en el
factor renovador de la historia y de todo el cosmos. En efecto, la
institución de la Eucaristía muestra cómo aquella muerte, de por sí
violenta y absurda, se ha transformado en Jesús en un supremo acto de
amor y de liberación definitiva del mal para la humanidad.
Figura transit in veritatem
11. De este modo Jesús inserta su novum radical
dentro de la antigua cena sacrificial judía. Para nosotros los
cristianos, ya no es necesario repetir aquella cena. Como dicen con
precisión los Padres, figura transit in veritatem: lo que
anunciaba realidades futuras, ahora ha dado paso a la verdad misma. El
antiguo rito ya se ha cumplido y ha sido superado definitivamente por el
don de amor del Hijo de Dios encarnado. El alimento de la verdad,
Cristo inmolado por nosotros, dat... figuris terminum.[20] Con el mandato « Haced esto en conmemoración mía » (cf. Lc 22,19; 1 Co
11,25), nos pide corresponder a su don y representarlo
sacramentalmente. Por tanto, el Señor expresa con estas palabras, por
decirlo así, la esperanza de que su Iglesia, nacida de su sacrificio,
acoja este don, desarrollando bajo la guía del Espíritu Santo la forma
litúrgica del Sacramento. En efecto, el memorial de su total entrega no
consiste en la simple repetición de la última Cena, sino propiamente en
la Eucaristía, es decir, en la novedad radical del culto cristiano.
Jesús nos ha encomendado así la tarea de participar en su « hora ». « La
Eucaristía nos adentra en el acto oblativo de Jesús. No recibimos
solamente de modo pasivo el Logos encarnado, sino que nos implicamos en la dinámica de su entrega ».[21]) Él « nos atrae hacia sí ».[22]
La conversión sustancial del pan y del vino en su cuerpo y en su sangre
introduce en la creación el principio de un cambio radical, como una
forma de « fisión nuclear », por usar una imagen bien conocida hoy por
nosotros, que se produce en lo más íntimo del ser; un cambio destinado a
suscitar un proceso de transformación de la realidad, cuyo término
último será la transfiguración del mundo entero, el momento en que Dios
será todo para todos (cf. 1 Co 15,28).
Jesús y el Espíritu Santo
12. Con su palabra, y con el pan y el vino, el Señor
mismo nos ha ofrecido los elementos esenciales del culto nuevo. La
Iglesia, su Esposa, está llamada a celebrar día tras día el banquete
eucarístico en conmemoración suya. Introduce así el sacrificio redentor
de su Esposo en la historia de los hombres y lo hace presente
sacramentalmente en todas las culturas. Este gran misterio se celebra en
las formas litúrgicas que la Iglesia, guiada por el Espíritu Santo,
desarrolla en el tiempo y en los diversos lugares.[23]
A este propósito es necesario despertar en nosotros la conciencia del
papel decisivo que desempeña el Espíritu Santo en el desarrollo de la
forma litúrgica y en la profundización de los divinos misterios. El
Paráclito, primer don para los creyentes,[24] que actúa ya en la creación (cf. Gn
1,2), está plenamente presente en toda la vida del Verbo encarnado; en
efecto, Jesucristo fue concebido por la Virgen María por obra del
Espíritu Santo (cf. Mt 1,18; Lc 1,35); al comienzo de su misión pública, a orillas del Jordán, lo ve bajar sobre sí en forma de paloma (cf. Mt 3,16 y par.); en este mismo Espíritu actúa, habla y se llena de gozo (cf. Lc 10,21), y por Él se ofrece a sí mismo (cf. Hb
9,14). En los llamados « discursos de despedida » recopilados por Juan,
Jesús establece una clara relación entre el don de su vida en el
misterio pascual y el don del Espíritu a los suyos (cf. Jn 16,7). Una vez resucitado, llevando en su carne las señales de la pasión, Él infunde el Espíritu (cf. Jn 20,22), haciendo a los suyos partícipes de su propia misión (cf. Jn 20,21). Será el Espíritu quien enseñe después a los discípulos todas las cosas y les recuerde todo lo que Cristo ha dicho (cf. Jn 14,26), porque corresponde a Él, como Espíritu de la verdad (cf. Jn 15,26), guiarlos hasta la verdad completa (cf. Jn 16,13). En el relato de los Hechos,
el Espíritu desciende sobre los Apóstoles reunidos en oración con María
el día de Pentecostés (cf. 2,1-4), y los anima a la misión de anunciar a
todos los pueblos la buena noticia. Por tanto, Cristo mismo, en virtud
de la acción del Espíritu, está presente y operante en su Iglesia, desde
su centro vital que es la Eucaristía.
Espíritu Santo y Celebración eucarística
13. En este horizonte se comprende el papel decisivo del
Espíritu Santo en la Celebración eucarística y, en particular, en lo
que se refiere a la transustanciación. Todo ello está bien documentado
en los Padres de la Iglesia. San Cirilo de Jerusalén, en sus Catequesis,
recuerda que nosotros « invocamos a Dios misericordioso para que mande
su Santo Espíritu sobre las ofrendas que están ante nosotros, para que
Él convierta el pan en cuerpo de Cristo y el vino en sangre de Cristo.
Lo que toca el Espíritu Santo es santificado y transformado totalmente
».[25] También san Juan Crisóstomo hace notar que el sacerdote invoca el Espíritu Santo cuando celebra el Sacrificio[26]:
como Elías —dice—, el ministro invoca el Espíritu Santo para que, «
descendiendo la gracia sobre la víctima, se enciendan por ella las almas
de todos ».[27]
Es muy necesario para la vida espiritual de los fieles que tomen más
clara conciencia de la riqueza de la anáfora: junto con las palabras
pronunciadas por Cristo en la última Cena, contiene la epíclesis, como
invocación al Padre para que haga descender el don del Espíritu a fin de
que el pan y el vino se conviertan en el cuerpo y la sangre de
Jesucristo, y para que « toda la comunidad sea cada vez más cuerpo de
Cristo ».[28]
El Espíritu, que invoca el celebrante sobre los dones del pan y el vino
puestos sobre el altar, es el mismo que reúne a los fieles « en un sólo
cuerpo », haciendo de ellos una oferta espiritual agradable al Padre.[29]
Eucaristía, principio causal de la Iglesia
14. Por el Sacramento eucarístico Jesús incorpora a los
fieles a su propia « hora »; de este modo nos muestra la unión que ha
querido establecer entre Él y nosotros, entre su persona y la Iglesia.
En efecto, Cristo mismo, en el sacrificio de la cruz, ha engendrado a la
Iglesia como su esposa y su cuerpo. Los Padres de la Iglesia han
meditado mucho sobre la relación entre el origen de Eva del costado de
Adán mientras dormía (cf. Gn 2,21-23) y de la nueva Eva, la
Iglesia, del costado abierto de Cristo, sumido en el sueño de la muerte:
del costado traspasado, dice Juan, salió sangre y agua (cf. Jn 19,34), símbolo de los sacramentos.[30] Contemplar « al que atravesaron » (Jn
19,37) nos lleva a considerar la unión causal entre el sacrificio de
Cristo, la Eucaristía y la Iglesia. En efecto, la Iglesia « vive de la
Eucaristía ».[31]
Ya que en ella se hace presente el sacrificio redentor de Cristo, se
tiene que reconocer ante todo que « hay un influjo causal de la
Eucaristía en los orígenes mismos de la Iglesia ».[32]
La Eucaristía es Cristo que se nos entrega, edificándonos continuamente
como su cuerpo. Por tanto, en la sugestiva correlación entre la
Eucaristía que edifica la Iglesia y la Iglesia que hace a su vez la
Eucaristía,[33]
la primera afirmación expresa la causa primaria: la Iglesia puede
celebrar y adorar el misterio de Cristo presente en la Eucaristía
precisamente porque el mismo Cristo se ha entregado antes a ella en el
sacrificio de la Cruz. La posibilidad que tiene la Iglesia de « hacer »
la Eucaristía tiene su raíz en la donación que Cristo le ha hecho de sí
mismo. Descubrimos también aquí un aspecto elocuente de la fórmula de
san Juan: « Él nos ha amado primero » (1Jn 4,19). Así, también
nosotros confesamos en cada celebración la primacía del don de Cristo.
En definitiva, el influjo causal de la Eucaristía en el origen de la
Iglesia revela la precedencia no sólo cronológica sino también
ontológica del habernos « amado primero ». Él es quien eternamente nos
ama primero.
Eucaristía y comunión eclesial
15. La Eucaristía es, pues, constitutiva del ser y del
actuar de la Iglesia. Por eso la antigüedad cristiana designó con las
mismas palabras Corpus Christi el Cuerpo nacido de la Virgen María, el Cuerpo eucarístico y el Cuerpo eclesial de Cristo.[34]
Este dato, muy presente en la tradición, ayuda a aumentar en nosotros
la conciencia de que no se puede separar a Cristo de la Iglesia. El
Señor Jesús, ofreciéndose a sí mismo en sacrificio por nosotros, anunció
eficazmente en su donación el misterio de la Iglesia. Es significativo
que en la segunda plegaria eucarística, al invocar al Paráclito, se
formule de este modo la oración por la unidad de la Iglesia: « que el Espíritu Santo congregue en la unidad a cuantos participamos del Cuerpo y Sangre de Cristo ». Este pasaje permite comprender bien que la res del
Sacramento eucarístico incluye la unidad de los fieles en la comunión
eclesial. La Eucaristía se muestra así en las raíces de la Iglesia como
misterio de comunión.[35]
Ya en su Encíclica Ecclesia de Eucharistia, el siervo de Dios Juan Pablo II llamó la atención sobre la relación entre Eucaristía y communio. Se refirió al memorial de Cristo como la « suprema manifestación sacramental de la comunión en la Iglesia ».[36]
La unidad de la comunión eclesial se revela concretamente en las
comunidades cristianas y se renueva en el acto eucarístico que las une y
las diferencia en Iglesias particulares, « in quibus et ex quibus una et unica Ecclesia catholica exsistit ».[37]
Precisamente la realidad de la única Eucaristía que se celebra en cada
diócesis en torno al propio Obispo nos permite comprender cómo las
mismas Iglesias particulares subsisten in y ex Ecclesia.
En efecto, « la unicidad e indivisibilidad del Cuerpo eucarístico del
Señor implica la unicidad de su Cuerpo místico, que es la Iglesia una e
indivisible. Desde el centro eucarístico surge la necesaria apertura de
cada comunidad celebrante, de cada Iglesia particular: del dejarse
atraer por los brazos abiertos del Señor se sigue la inserción en su
Cuerpo, único e indiviso ».[38] Por este motivo, en la celebración de la Eucaristía cada fiel se encuentra en su Iglesia,
es decir, en la Iglesia de Cristo. En esta perspectiva eucarística,
comprendida adecuadamente, la comunión eclesial se revela una realidad
católica por su propia naturaleza.[39]
Subrayar esta raíz eucarística de la comunión eclesial puede contribuir
también eficazmente al diálogo ecuménico con las Iglesias y con las
Comunidades eclesiales que no están en plena comunión con la Sede de
Pedro. En efecto, la Eucaristía establece objetivamente un fuerte
vínculo de unidad entre la Iglesia católica y las Iglesias ortodoxas que
han conservado la auténtica e íntegra naturaleza del misterio de la
Eucaristía. Al mismo tiempo, el relieve dado al carácter eclesial de la
Eucaristía puede convertirse también en elemento privilegiado en el
diálogo con las Comunidades nacidas de la Reforma.[40]
Sacramentalidad de la Iglesia
16. El Concilio Vaticano II recordó que « los demás
sacramentos, como también todos los ministerios eclesiales y las obras
de apostolado, están unidos a la Eucaristía y a ella se ordenan. La
sagrada Eucaristía, en efecto, contiene todo el bien espiritual de la
Iglesia, es decir, Cristo mismo, nuestra Pascua y Pan vivo que, por su
carne vivificada y vivificante por el Espíritu Santo, da vida a los
hombres.. Así, los hombres son invitados y llevados a ofrecerse a sí
mismos, sus trabajos y todas las cosas creadas junto con Cristo ».[41]
Esta relación íntima de la Eucaristía con los otros sacramentos y con
la existencia cristiana se comprende en su raíz cuando se contempla el
misterio de la Iglesia como sacramento.[42]
A este propósito, el Concilio Vaticano II afirma que « La Iglesia es en
Cristo como un sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con
Dios y de la unidad de todo el género humano ».[43] Ella, como dice san Cipriano, en cuanto « pueblo convocado por el unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo »,[44] es sacramento de la comunión trinitaria.
El hecho de que la Iglesia sea « sacramento universal de salvación »[45]
muestra cómo la « economía » sacramental determina en último término el
modo cómo Cristo, único Salvador, mediante el Espíritu llega a nuestra
existencia en sus circunstancias específicas. La Iglesia se recibe y al mismo tiempo se expresa
en los siete sacramentos, mediante los cuales la gracia de Dios influye
concretamente en los fieles para que toda su vida, redimida por Cristo,
se convierta en culto agradable a Dios. En esta perspectiva, deseo
subrayar aquí algunos elementos, señalados por los Padres sinodales, que
pueden ayudar a comprender la relación de todos los sacramentos con el
misterio eucarístico.
Eucaristía, plenitud de la iniciación cristiana
17. Puesto que la Eucaristía es verdaderamente fuente y
culmen de la vida y de la misión de la Iglesia, el camino de iniciación
cristiana tiene como punto de referencia la posibilidad de acceder a
este sacramento. A este respecto, como han dicho los Padres sinodales,
hemos de preguntarnos si en nuestras comunidades cristianas se percibe
de manera suficiente el estrecho vínculo que hay entre el Bautismo, la
Confirmación y la Eucaristía.[46]
En efecto, nunca debemos olvidar que somos bautizados y confirmados en
orden a la Eucaristía. Esto requiere el esfuerzo de favorecer en la
acción pastoral una comprensión más unitaria del proceso de iniciación
cristiana. El sacramento del Bautismo, mediante el cual nos configuramos
con Cristo,[47]
nos incorporamos a la Iglesia y nos convertimos en hijos de Dios, es la
puerta para todos los sacramentos. Con él se nos integra en el único
Cuerpo de Cristo (cf. 1 Co 12,13), pueblo sacerdotal. Sin
embargo, la participación en el Sacrificio eucarístico perfecciona en
nosotros lo que nos ha sido dado en el Bautismo. Los dones del Espíritu
se dan también para la edificación del Cuerpo de Cristo (cf. 1 Co 12) y para un mayor testimonio evangélico en el mundo.[48]
Así pues, la santísima Eucaristía lleva la iniciación cristiana a su
plenitud y es como el centro y el fin de toda la vida sacramental.[49]
Orden de los sacramentos de la iniciación
18. A este respeto es necesario prestar atención al tema
del orden de los Sacramentos de la iniciación. En la Iglesia hay
tradiciones diferentes. Esta diversidad se manifiesta claramente en las
costumbres eclesiales de Oriente,[50] y en la misma praxis occidental por lo que se refiere a la iniciación de los adultos,[51] a diferencia de la de los niños.[52]
Sin embargo, no se trata propiamente de diferencias de orden dogmático,
sino de carácter pastoral. Concretamente, es necesario verificar qué
praxis puede efectivamente ayudar mejor a los fieles a poner de relieve
el sacramento de la Eucaristía como aquello a lo que tiende toda la
iniciación. En estrecha colaboración con los competentes Dicasterios de
la Curia Romana, las Conferencias Episcopales han de verificar la
eficacia de los actuales procesos de iniciación, para ayudar cada vez
más al cristiano a madurar con la acción educadora de nuestras
comunidades, y a asumir en su vida una impronta auténticamente
eucarística, que le haga capaz de dar razón de su propia esperanza de
modo adecuado en nuestra época (cf. 1 P 3,15).
Iniciación, comunidad eclesial y familia
19. Se ha de tener siempre presente que toda la
iniciación cristiana es un camino de conversión, que se debe recorrer
con la ayuda de Dios y en constante referencia a la comunidad eclesial,
ya sea cuando es el adulto mismo quien solicita entrar en la Iglesia,
como ocurre en los lugares de primera evangelización y en muchas zonas
secularizadas, o bien cuando son los padres los que piden los
Sacramentos para sus hijos. A este respecto, deseo llamar la atención de
modo especial sobre la relación que hay entre iniciación cristiana y
familia. En la acción pastoral se tiene que asociar siempre la familia
cristiana al itinerario de iniciación. Recibir el Bautismo, la
Confirmación y acercarse por primera vez a la Eucaristía, son momentos
decisivos no sólo para la persona que los recibe sino también para toda
la familia, la cual ha de ser ayudada en su tarea educativa por la
comunidad eclesial, con la participación de sus diversos miembros.[53]
Quisiera subrayar aquí la importancia de la primera Comunión. Para
muchos fieles este día queda grabado en la memoria, con razón, como el
primer momento en que, aunque de modo todavía inicial, se percibe la
importancia del encuentro personal con Jesús. La pastoral parroquial
debe valorar adecuadamente esta ocasión tan significativa.
Su relación intrínseca
20. Los Padres sinodales han afirmado que el amor a la
Eucaristía lleva también a apreciar cada vez más el sacramento de la
Reconciliación.[54]
Debido a la relación entre estos sacramentos, una auténtica catequesis
sobre el sentido de la Eucaristía no puede separarse de la propuesta de
un camino penitencial (cf. 1 Co 11,27-29). Efectivamente, como se
constata en la actualidad, los fieles se encuentran inmersos en una
cultura que tiende a borrar el sentido del pecado,[55]
favoreciendo una actitud superficial que lleva a olvidar la necesidad
de estar en gracia de Dios para acercarse dignamente a la Comunión
sacramental.[56]
En realidad, perder la conciencia de pecado comporta siempre también
una cierta superficialidad en la forma de comprender el amor mismo de
Dios. Ayuda mucho a los fieles recordar aquellos elementos que, dentro
del rito de la santa Misa, expresan la conciencia del propio pecado y al
mismo tiempo la misericordia de Dios.[57]
Además, la relación entre la Eucaristía y la Reconciliación nos
recuerda que el pecado nunca es algo exclusivamente individual; siempre
comporta también una herida para la comunión eclesial, en la que estamos
insertados por el Bautismo. Por esto la Reconciliación, como dijeron
los Padres de la Iglesia, es laboriosus quidam baptismus,[58]
subrayando de esta manera que el resultado del camino de conversión
supone el restablecimiento de la plena comunión eclesial, expresada al
acercarse de nuevo a la Eucaristía.[59]
Algunas observaciones pastorales
21. El Sínodo ha recordado que es cometido pastoral del
Obispo promover en su propia diócesis una firme recuperación de la
pedagogía de la conversión que nace de la Eucaristía, y fomentar entre
los fieles la confesión frecuente. Todos los sacerdotes deben dedicarse
con generosidad, empeño y competencia a la administración del sacramento
de la Reconciliación.[60]
A este propósito, se debe procurar que los confesionarios de nuestras
iglesias estén bien visibles y sean expresión del significado de este
Sacramento. Pido a los Pastores que vigilen atentamente sobre la
celebración del sacramento de la Reconciliación, limitando la praxis de
la absolución general exclusivamente a los casos previstos,[61] siendo la celebración personal la única forma ordinaria.[62] Frente a la necesidad de redescubrir el perdón sacramental, debe haber siempre un Penitenciario [63] en todas las diócesis. En fin, una praxis equilibrada y profunda de la indulgencia,
obtenida para sí o para los difuntos, puede ser una ayuda válida para
una nueva toma de conciencia de la relación entre Eucaristía y
Reconciliación. Con la indulgencia se gana « la remisión ante Dios de la
pena temporal por los pecados, ya perdonados en lo referente a la culpa
».[64]
El recurso a las indulgencias nos ayuda a comprender que sólo con
nuestras fuerzas no podremos reparar el mal realizado y que los pecados
de cada uno dañan a toda la comunidad; por otra parte, la práctica de la
indulgencia, que, además de la doctrina de los méritos infinitos de
Cristo, implica la de la comunión de los santos, enseña « la íntima
unión con que estamos vinculados a Cristo, y la gran importancia que
tiene para los demás la vida sobrenatural de cada uno ».[65]
Esta práctica de la indulgencia puede ayudar eficazmente a los fieles
en el camino de conversión y a descubrir el carácter central de la
Eucaristía en la vida cristiana, ya que las condiciones que prevé su
misma forma incluye el acercarse a la confesión y a la comunión
sacramental.
22. Jesús no solamente envió a sus discípulos a curar a los enfermos (cf. Mt 10,8; Lc 9,2; 10,9), sino que instituyó también para ellos un sacramento específico: la Unción de los enfermos.[66] La Carta de Santiago atestigua ya la existencia de este gesto sacramental en la primera comunidad cristiana (cf. St
5,14-16). Si la Eucaristía muestra cómo los sufrimientos y la muerte de
Cristo se han transformado en amor, la Unción de los enfermos, por su
parte, asocia al que sufre al ofrecimiento que Cristo ha hecho de sí
para la salvación de todos, de tal manera que él también pueda, en el
misterio de la comunión de los santos, participar en la redención del
mundo. La relación entre estos sacramentos se manifiesta, además, en el
momento en que se agrava la enfermedad: « A los que van a dejar esta
vida, la Iglesia ofrece, además de la Unción de los enfermos, la
Eucaristía como viático ».[67]
En el momento de pasar al Padre, la comunión con el Cuerpo y la Sangre
de Cristo se manifiesta como semilla de vida eterna y potencia de
resurrección: « El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna,
y yo lo resucitaré en el último día » (Jn 6,54). Puesto que el santo Viático abre al enfermo la plenitud del misterio pascual, es necesario asegurarle su recepción.[68])
La atención y el cuidado pastoral de los enfermos redunda sin duda en
beneficio espiritual de toda la comunidad, sabiendo que lo que hayamos
hecho al más pequeño se lo hemos hecho a Jesús mismo (cf. Mt 25,40).
In persona Christi capitis
23. La relación intrínseca entre Eucaristía y sacramento
del Orden se desprende de las mismas palabras de Jesús en el Cenáculo: «
haced esto en conmemoración mía » (Lc 22,19). En efecto, la víspera de su muerte, Jesús instituyó la Eucaristía y fundó al mismo tiempo el sacerdocio de la nueva Alianza. Él es sacerdote, víctima y altar: mediador entre Dios Padre y el pueblo (cf. Hb 5,5-10), víctima de expiación (cf. 1 Jn
2,2; 4,10) que se ofrece a sí mismo en el altar de la cruz. Nadie puede
decir « esto es mi cuerpo » y « éste es el cáliz de mi sangre » si no
es en el nombre y en la persona de Cristo, único sumo sacerdote de la
nueva y eterna Alianza (cf. Hb 8-9). El Sínodo de los Obispos en
otras asambleas trató ya el tema del sacerdocio ordenado, tanto por lo
que se refiere a la identidad del ministerio[69] como a la formación de los candidatos.[70]
Ahora, a la luz del diálogo tenido en la última Asamblea sinodal, creo
oportuno recordar algunos valores sobre la relación entre la Eucaristía y
el Orden. Ante todo, se ha de reafirmar que el vínculo entre el Orden
sagrado y la Eucaristía se hace visible precisamente en la Misa
presidida por el Obispo o el presbítero en la persona de Cristo como cabeza.
La doctrina de la Iglesia considera la ordenación
sacerdotal condición imprescindible para la celebración válida de la
Eucaristía.[71]
En efecto, « en el servicio eclesial del ministerio ordenado es Cristo
mismo quien está presente en su Iglesia como Cabeza de su cuerpo, Pastor
de su rebaño, sumo sacerdote del sacrificio redentor ».[72]
Ciertamente, el ministro ordenado « actúa también en nombre de toda la
Iglesia cuando presenta a Dios la oración de la Iglesia y sobre todo
cuando ofrece el sacrificio eucarístico ».[73]
Es necesario, por tanto, que los sacerdotes sean conscientes de que
nunca deben ponerse ellos mismos o sus opiniones en el primer plano de
su ministerio, sino a Jesucristo. Todo intento de ponerse a sí mismos
como protagonistas de la acción litúrgica contradice la identidad
sacerdotal. Antes que nada, el sacerdote es servidor y tiene que
esforzarse continuamente en ser signo que, como dócil instrumento en sus
manos, se refiere a Cristo. Esto se expresa particularmente en la
humildad con la que el sacerdote dirige la acción litúrgica, obedeciendo
y correspondiendo con el corazón y la mente al rito, evitando todo lo
que pueda dar precisamente la sensación de un protagonismo suyo
inoportuno. Recomiendo, por tanto, al clero que profundice cada vez más
en la conciencia de su propio ministerio eucarístico como un humilde
servicio a Cristo y a su Iglesia. El sacerdocio, como decía san Agustín,
es amoris officium,[74] es el oficio del buen pastor, que da la vida por las ovejas (cf. Jn 10,14-15).
Eucaristía y celibato sacerdotal
24. Los Padres sinodales han querido subrayar que el
sacerdocio ministerial requiere, mediante la Ordenación, la plena
configuración con Cristo. Respetando la praxis y las diferentes
tradiciones orientales, es necesario reafirmar el sentido profundo del
celibato sacerdotal, considerado con razón como una riqueza inestimable y
confirmado por la praxis oriental de elegir como obispos sólo entre los
que viven el celibato, y que tiene en gran estima la opción por el
celibato que hacen numerosos presbíteros. En efecto, esta opción del
sacerdote es una expresión peculiar de la entrega que lo configura con
Cristo y de la entrega exclusiva de sí mismo por el Reino de Dios.[75]
El hecho de que Cristo mismo, sacerdote para siempre, viviera su misión
hasta el sacrificio de la cruz en estado de virginidad es el punto de
referencia seguro para entender el sentido de la tradición de la Iglesia
latina a este respecto. Así pues, no basta con comprender el celibato
sacerdotal en términos meramente funcionales. En realidad, representa
una especial configuración con el estilo de vida del propio Cristo.
Dicha opción es ante todo esponsal; es una identificación con el corazón
de Cristo Esposo que da la vida por su Esposa. Junto con la gran
tradición eclesial, con el Concilio Vaticano II[76] y con los Sumos Pontífices predecesores míos,[77]
reafirmo la belleza y la importancia de una vida sacerdotal vivida en
el celibato, como signo que expresa la dedicación total y exclusiva a
Cristo, a la Iglesia y al Reino de Dios, y confirmo por tanto su
carácter obligatorio para la tradición latina. El celibato sacerdotal,
vivido con madurez, alegría y entrega, es una grandísima bendición para
la Iglesia y para la sociedad misma.
Escasez de clero y pastoral vocacional
25. A propósito del vínculo entre el sacramento del
Orden y la Eucaristía, el Sínodo reflexionó sobre la preocupación que
ocasiona en muchas diócesis la escasez de sacerdotes. Esto no sólo
ocurre en algunas zonas de primera evangelización, sino también en
muchos países de larga tradición cristiana. Ciertamente, una
distribución del clero más equitativa favorecería la solución del
problema. Es preciso, además, hacer un trabajo de sensibilización
capilar. Los Obispos han de implicar a los Institutos de Vida consagrada
y a las nuevas realidades eclesiales en las necesidades pastorales,
respetando su carisma propio, y pedir a todos los miembros del clero una
mayor disponibilidad para servir a la Iglesia allí dónde sea necesario,
aunque comporte sacrificio.[78]
En el Sínodo se ha discutido también sobre las iniciativas pastorales
que se han de emprender para favorecer, sobre todo en los jóvenes, la
apertura interior a la vocación sacerdotal. Esta situación no se puede
solucionar con simples medidas pragmáticas. Se ha de evitar que los
Obispos, movidos por comprensibles preocupaciones por la falta de clero,
omitan un adecuado discernimiento vocacional y admitan a la formación
específica, y a la ordenación, candidatos sin los requisitos necesarios
para el servicio sacerdotal.[79]
Un clero no suficientemente formado, admitido a la ordenación sin el
debido discernimiento, difícilmente podrá ofrecer un testimonio adecuado
para suscitar en otros el deseo de corresponder con generosidad a la
llamada de Cristo. La pastoral vocacional, en realidad, tiene que
implicar a toda la comunidad cristiana en todos sus ámbitos.[80]
Obviamente, en este trabajo pastoral capilar se incluye también la
acción de sensibilización de las familias, a menudo indiferentes si no
contrarias incluso a la hipótesis de la vocación sacerdotal. Que se
abran con generosidad al don de la vida y eduquen a los hijos a ser
disponibles ante la voluntad de Dios. En síntesis, hace falta sobre todo
tener la valentía de proponer a los jóvenes la radicalidad del
seguimiento de Cristo, mostrando su atractivo.
Gratitud y esperanza
26. Es necesario tener mayor fe y esperanza en la
iniciativa divina. Aunque en algunas regiones haya escasez de clero,
nunca debe faltar la confianza en que Cristo seguirá suscitando hombres
que, dejando cualquier otra ocupación, se dediquen totalmente a la
celebración de los sagrados misterios, a la predicación del Evangelio y
al ministerio pastoral. Deseo aprovechar esta ocasión para dar las
gracias, en nombre de la Iglesia entera, a todos los Obispos y
presbíteros que desempeñan fielmente su propia misión con dedicación y
entrega. Naturalmente, el agradecimiento de la Iglesia se dirige también
a los diáconos, a los cuales se les imponen las manos « no para el
sacerdocio sino para el servicio ».[81] Como ha recomendado la Asamblea del Sínodo, expreso un agradecimiento especial a los presbíteros fidei donum,
que con competencia y generosa dedicación, sin escatimar energías en el
servicio a la misión de la Iglesia, edifican la comunidad anunciando la
Palabra de Dios y partiendo el Pan de Vida.[82]
Por último, hay que dar gracias a Dios por tantos sacerdotes que han
sufrido hasta el sacrificio de la propia vida por servir a Cristo. En
ellos se ve de manera elocuente lo que significa ser sacerdote hasta el
fin. Se trata de testimonios conmovedores que pueden impulsar a muchos
jóvenes a seguir a Cristo y a dar su vida por los demás, encontrando así
la vida verdadera.
Eucaristía, sacramento esponsal
27. La Eucaristía, sacramento de la caridad, muestra una
relación particular con el amor entre el hombre y la mujer unidos en
matrimonio. Profundizar en esta relación es una necesidad propia de
nuestro tiempo.[83]
El Papa Juan Pablo II afirmó en numerosas ocasiones el carácter
esponsal de la Eucaristía y su relación peculiar con el sacramento del
Matrimonio: « La Eucaristía es el sacramento de nuestra redención. Es el
sacramento del Esposo, de la Esposa ».[84]
Por otra parte, « toda la vida cristiana está marcada por el amor
esponsal de Cristo y de la Iglesia. Ya el Bautismo, que introduce en el
Pueblo de Dios, es un misterio nupcial. Es, por así decirlo, como el
baño de bodas que precede al banquete de bodas, la Eucaristía ».[85]
La Eucaristía corrobora de manera inagotable la unidad y el amor
indisolubles de cada Matrimonio cristiano. En él, por medio del
sacramento, el vínculo conyugal se encuentra intrínsecamente ligado a la
unidad eucarística entre Cristo esposo y la Iglesia esposa (cf. Ef 5,31-32).
El consentimiento recíproco que marido y mujer se dan en Cristo, y que
los constituye en comunidad de vida y amor, tiene también una dimensión
eucarística. En efecto, en la teología paulina, el amor esponsal es
signo sacramental del amor de Cristo a su Iglesia, un amor que alcanza
su punto culminante en la Cruz, expresión de sus « nupcias » con la
humanidad y, al mismo tiempo, origen y centro de la Eucaristía. Por eso,
la Iglesia manifiesta una cercanía espiritual particular a todos los
que han fundado sus familias en el sacramento del Matrimonio.[86] La familia —iglesia doméstica[87]
es un ámbito primario de la vida de la Iglesia, especialmente por el
papel decisivo respecto a la educación cristiana de los hijos.[88]
En este contexto, el Sínodo ha recomendado también destacar la misión
singular de la mujer en la familia y en la sociedad, una misión que debe
ser defendida, salvaguardada y promovida.[89] Ser esposa y madre es una realidad imprescindible que nunca debe ser menospreciada.
Eucaristía y unidad del matrimonio
28. Precisamente a la luz de esta relación intrínseca
entre matrimonio, familia y Eucaristía se pueden considerar algunos
problemas pastorales. El vínculo fiel, indisoluble y exclusivo que une a
Cristo con la Iglesia, y que tiene su expresión sacramental en la
Eucaristía, se corresponde con el dato antropológico originario según el
cual el hombre debe estar unido de modo definitivo a una sola mujer y
viceversa (cf. Gn 2,24; Mt 19,5). En este orden de ideas,
el Sínodo de los Obispos ha afrontado el tema de la praxis pastoral
respecto a quien, proviniendo de culturas en que se practica la
poligamia, se encuentra con el anuncio del Evangelio. A quienes se
hallan en dicha situación, y se abren a la fe cristiana, se les debe
ayudar a integrar su proyecto humano en la novedad radical de Cristo. En
el proceso del catecumenado, Cristo los asiste en su condición
específica y los llama a la plena verdad del amor a través de las
renuncias necesarias, con vistas a la comunión eclesial perfecta. La
Iglesia los acompaña con una pastoral llena de comprensión y también de
firmeza,[90] sobre todo enseñándoles la luz de los misterios cristianos que se refleja en la naturaleza y los afectos humanos.
Eucaristía e indisolubilidad del matrimonio
29. Puesto que la Eucaristía expresa el amor
irreversible de Dios en Cristo por su Iglesia, se entiende por qué ella
requiere, en relación con el sacramento del Matrimonio, esa
indisolubilidad a la que aspira todo verdadero amor.[91]
Por tanto, está más que justificada la atención pastoral que el Sínodo
ha dedicado a las situaciones dolorosas en que se encuentran no pocos
fieles que, después de haber celebrado el sacramento del Matrimonio, se
han divorciado y contraído nuevas nupcias. Se trata de un problema
pastoral difícil y complejo, una verdadera plaga en el contexto social
actual, que afecta de manera creciente incluso a los ambientes
católicos. Los Pastores, por amor a la verdad, están obligados a
discernir bien las diversas situaciones, para ayudar espiritualmente de
modo adecuado a los fieles implicados.[92] El Sínodo de los Obispos ha confirmado la praxis de la Iglesia, fundada en la Sagrada Escritura (cf. Mc
10,2-12), de no admitir a los sacramentos a los divorciados casados de
nuevo, porque su estado y su condición de vida contradicen objetivamente
esa unión de amor entre Cristo y la Iglesia que se significa y se
actualiza en la Eucaristía. Sin embargo, los divorciados vueltos a
casar, a pesar de su situación, siguen perteneciendo a la Iglesia, que
los sigue con especial atención, con el deseo de que, dentro de lo
posible, cultiven un estilo de vida cristiano mediante la participación
en la santa Misa, aunque sin comulgar, la escucha de la Palabra de Dios,
la Adoración eucarística, la oración, la participación en la vida
comunitaria, el diálogo con un sacerdote de confianza o un director
espiritual, la entrega a obras de caridad, de penitencia, y la tarea de
educar a los hijos.
Donde existan dudas legítimas sobre la validez del
Matrimonio sacramental contraído, se debe hacer todo lo necesario para
averiguar su fundamento. Es preciso también asegurar, con pleno respeto
del derecho canónico,[93] que haya tribunales eclesiásticos en el territorio, su carácter pastoral, así como su correcta y pronta actuación.[94]
En cada diócesis ha de haber un número suficiente de personas
preparadas para el adecuado funcionamiento de los tribunales
eclesiásticos. Recuerdo que « es una obligación grave hacer que la
actividad institucional de la Iglesia en los tribunales sea cada vez más
cercana a los fieles ».[95]
Sin embargo, se ha de evitar que la preocupación pastoral sea
interpretada como una contraposición con el derecho. Más bien se debe
partir del presupuesto de que el amor por la verdad es el punto
de encuentro fundamental entre el derecho y la pastoral: en efecto, la
verdad nunca es abstracta, sino que « se integra en el itinerario humano
y cristiano de cada fiel ».[96]
Por esto, cuando no se reconoce la nulidad del vínculo matrimonial y se
dan las condiciones objetivas que hacen la convivencia irreversible de
hecho, la Iglesia anima a estos fieles a esforzarse por vivir su
relación según las exigencias de la ley de Dios, como amigos, como
hermano y hermana; así podrán acercarse a la mesa eucarística, según las
disposiciones previstas por la praxis eclesial. Para que semejante
camino sea posible y produzca frutos, debe contar con la ayuda de los
pastores y con iniciativas eclesiales apropiadas, evitando en todo caso
la bendición de estas relaciones, para que no surjan confusiones entre
los fieles sobre del valor del matrimonio.[97]
Debido a la complejidad del contexto cultural en que
vive la Iglesia en muchos países, el Sínodo recomienda tener el máximo
cuidado pastoral en la formación de los novios y en la verificación
previa de sus convicciones sobre los compromisos irrenunciables para la
validez del sacramento del Matrimonio. Un discernimiento serio sobre
este punto podrá evitar que los dos jóvenes, movidos por impulsos
emotivos o razones superficiales, asuman responsabilidades que luego no
sabrían respetar.[98]
El bien que la Iglesia y toda la sociedad esperan del Matrimonio, y de
la familia fundada en él, es demasiado grande como para no ocuparse a
fondo de este ámbito pastoral específico. Matrimonio y familia son
instituciones que deben ser promovidas y protegidas de cualquier
equívoco posible sobre su auténtica verdad, porque el daño que se les
hace provoca de hecho una herida a la convivencia humana como tal.
Eucaristía: don al hombre en camino
30. Si es cierto que los sacramentos son una realidad propia de la Iglesia peregrina en el tiempo[99]
hacia la plena manifestación de la victoria de Cristo resucitado,
también es igualmente cierto que, especialmente en la liturgia
eucarística, se nos da a pregustar el cumplimiento escatológico hacia el
cual se encamina todo hombre y toda la creación (cf. Rm 8,19
ss.). El hombre ha sido creado para la felicidad eterna y verdadera, que
sólo el amor de Dios puede dar. Pero nuestra libertad herida se
perdería si no fuera posible experimentar, ya desde ahora, algo del
cumplimiento futuro. Por otra parte, todo hombre, para poder caminar en
la dirección correcta, necesita ser orientado hacia la meta final. Esta
meta última, en realidad, es el mismo Cristo Señor, vencedor del pecado y
la muerte, que se nos hace presente de modo especial en la Celebración
eucarística. De este modo, aún siendo todavía como « extranjeros y
forasteros » (1 P 2,11) en este mundo, participamos ya por la fe
de la plenitud de la vida resucitada. El banquete eucarístico, revelando
su dimensión fuertemente escatológica, viene en ayuda de nuestra
libertad en camino.
El banquete escatológico
31. Reflexionando sobre este misterio, podemos decir
que, con su venida, Jesús se puso en relación con la expectativa del
pueblo de Israel, de toda la humanidad y, en el fondo, de la creación
misma. Con el don de sí mismo, inauguró objetivamente el tiempo
escatológico. Cristo vino para congregar al Pueblo de Dios disperso (cf. Jn
11,52), manifestando claramente la intención de reunir la comunidad de
la alianza, para llevar a cumplimiento las promesas que Dios hizo a los
antiguos padres (cf. Jr 23,3; 31,10; Lc 1,55.70). En la
llamada de los Doce, que tiene una clara relación con las doce tribus de
Israel, y en el mandato que les dio en la última Cena, antes de su
Pasión redentora, de celebrar su memorial, Jesús ha manifestado que
quería trasladar a toda la comunidad fundada por Él la tarea de ser, en
la historia, signo e instrumento de esa reunión escatológica, iniciada
en Él. Así pues, en cada Celebración eucarística se realiza
sacramentalmente la reunión escatológica del Pueblo de Dios. El banquete
eucarístico es para nosotros anticipación real del banquete final,
anunciado por los profetas (cf. Is 25,6-9) y descrito en el Nuevo Testamento como « las bodas del cordero » (Ap 19,7-9), que se ha de celebrar en la alegría de la comunión de los santos.[100]
Oración por los difuntos
32. La Celebración eucarística, en la que anunciamos la
muerte del Señor, proclamamos su resurrección, en la espera de su
venida, es prenda de la gloria futura en la que serán glorificados
también nuestros cuerpos. La esperanza de la resurrección de la carne y
la posibilidad de encontrarnos de nuevo, cara a cara, con quienes nos
han precedido en el signo de la fe, se fortalece en nosotros mediante la
celebración del Memorial de nuestra salvación. En esta perspectiva,
junto con los Padres sinodales, quisiera recordar a todos los fieles la
importancia de la oración de sufragio por los difuntos, y en particular
la celebración de santas Misas por ellos,[101]
para que, una vez purificados, lleguen a la visión beatífica de Dios.
Al descubrir la dimensión escatológica que tiene la Eucaristía,
celebrada y adorada, se nos ayuda en nuestro camino y se nos conforta
con la esperanza de la gloria (cf. Rm 5,2; Tt 2,13).
33. La relación entre la Eucaristía y cada sacramento, y
el significado escatológico de los santos Misterios, ofrecen en su
conjunto el perfil de la vida cristiana, llamada a ser en todo momento
culto espiritual, ofrenda de sí misma agradable a Dios. Y si bien es
cierto que todos nosotros estamos todavía en camino hacia el pleno
cumplimiento de nuestra esperanza, esto no quita que se pueda reconocer
ya ahora, con gratitud, que todo lo que Dios nos ha dado encuentra
realización perfecta en la Virgen María, Madre de Dios y Madre nuestra:
su Asunción al cielo en cuerpo y alma es para nosotros un signo de
esperanza segura, ya que, como peregrinos en el tiempo, nos indica la
meta escatológica que el sacramento de la Eucaristía nos hace pregustar
ya desde ahora.
En María Santísima vemos también perfectamente realizado
el modo sacramental con que Dios, en su iniciativa salvadora, se acerca
e implica a la criatura humana. María de Nazaret, desde la Anunciación a
Pentecostés, aparece como la persona cuya libertad está totalmente
disponible a la voluntad de Dios. Su Inmaculada Concepción se manifiesta
claramente en la docilidad incondicional a la Palabra divina. La fe
obediente es la forma que asume su vida en cada instante ante la acción
de Dios. La Virgen, siempre a la escucha, vive en plena sintonía con la
voluntad divina; conserva en su corazón las palabras que le vienen de
Dios y, formando con ellas como un mosaico, aprende a comprenderlas más a
fondo (cf. Lc 2,19.51). María es la gran creyente que, llena de confianza, se pone en las manos de Dios, abandonándose a su voluntad.[102]
Este misterio se intensifica hasta a llegar a la total implicación en
la misión redentora de Jesús. Como afirmó el Concilio Vaticano II, « la
Bienaventurada Virgen avanzó en la peregrinación de la fe y mantuvo
fielmente la unión con su Hijo hasta la cruz. Allí, por voluntad de
Dios, estuvo de pie (cf. Jn 19,25), sufrió intensamente con su
Hijo y se unió a su sacrificio con corazón de Madre que, llena de amor,
daba su consentimiento a la inmolación de su Hijo como víctima.
Finalmente, Jesucristo, agonizando en la cruz, la dio como madre al
discípulo con estas palabras: Mujer, ahí tienes a tu hijo ».[103]
Desde la Anunciación hasta la Cruz, María es aquélla que acoge la
Palabra que se hizo carne en ella y que enmudece en el silencio de la
muerte. Finalmente, ella es quien recibe en sus brazos el cuerpo
entregado, ya exánime, de Aquél que de verdad ha amado a los suyos «
hasta el extremo » (Jn 13,1).
Por esto, cada vez que en la Liturgia eucarística nos
acercamos al Cuerpo y Sangre de Cristo, nos dirigimos también a Ella
que, adhiriéndose plenamente al sacrificio de Cristo, lo ha acogido para
toda la Iglesia. Los Padres sinodales han afirmado que « María inaugura
la participación de la Iglesia en el sacrificio del Redentor ».[104]
Ella es la Inmaculada que acoge incondicionalmente el don de Dios y, de
esa manera, se asocia a la obra de la salvación. María de Nazaret,
icono de la Iglesia naciente, es el modelo de cómo cada uno de nosotros
está llamado a recibir el don que Jesús hace de sí mismo en la
Eucaristía.

EUCARISTÍA,
MISTERIO QUE SE HA DE CELEBRAR
«Os aseguro que no fue Moisés quien os dio el pan del cielo,
sino que es mi Padre el que os da el verdadero pan del cielo» (Jn 6,32)
Lex orandi y lex credendi
34. El Sínodo de los Obispos ha reflexionado mucho sobre
la relación intrínseca entre fe eucarística y celebración, poniendo de
relieve el nexo entre lex orandi y lex credendi, y subrayando la primacía de la acción litúrgica. Es necesario vivir la Eucaristía como misterio de la fe celebrado auténticamente, teniendo conciencia clara de que « el intellectus fidei está originariamente siempre en relación con la acción litúrgica de la Iglesia ».[105]
En este ámbito, la reflexión teológica nunca puede prescindir del orden
sacramental instituido por Cristo mismo. Por otra parte, la acción
litúrgica nunca puede ser considerada genéricamente, prescindiendo del
misterio de la fe. En efecto, la fuente de nuestra fe y de la liturgia
eucarística es el mismo acontecimiento: el don que Cristo ha hecho de sí
mismo en el Misterio pascual.
Belleza y liturgia
35. La relación entre el misterio creído y celebrado se
manifiesta de modo peculiar en el valor teológico y litúrgico de la
belleza. En efecto, la liturgia, como también la Revelación cristiana,
está vinculada intrínsecamente con la belleza: es veritatis splendor.
En la liturgia resplandece el Misterio pascual mediante el cual Cristo
mismo nos atrae hacia sí y nos llama a la comunión. En Jesús, como solía
decir san Buenaventura, contemplamos la belleza y el fulgor de los
orígenes.[106]
Este atributo al que nos referimos no es mero esteticismo sino el modo
en que nos llega, nos fascina y nos cautiva la verdad del amor de Dios
en Cristo, haciéndonos salir de nosotros mismos y atrayéndonos así hacia
nuestra verdadera vocación: el amor.[107] Ya en la creación, Dios se deja entrever en la belleza y la armonía del cosmos (cf. Sb 13,5; Rm 1,19-20).
Encontramos después en el Antiguo Testamento grandes signos del
esplendor de la potencia de Dios, que se manifiesta con su gloria a
través de los prodigios obrados en el pueblo elegido (cf. Ex 14; 16,10; 24,12-18; Nm 14,20-23). En el Nuevo Testamento se llega definitivamente a esta epifanía de belleza en la revelación de Dios en Jesucristo.[108]
Él es la plena manifestación de la gloria divina. En la glorificación
del Hijo resplandece y se comunica la gloria del Padre (cf. Jn 1,14; 8,54; 12,28; 17,1). Sin embargo, esta belleza no es una simple armonía de formas; « el más bello de los hombres » (Sal
45[44],33) es también, misteriosamente, quien no tiene « aspecto
atrayente, despreciado y evitado por los hombres [...], ante el cual se
ocultan los rostros » (Is 53,2). Jesucristo nos enseña cómo la
verdad del amor sabe también transfigurar el misterio oscuro de la
muerte en la luz radiante de la resurrección. Aquí el resplandor de la
gloria de Dios supera toda belleza mundana. La verdadera belleza es el
amor de Dios que se ha revelado definitivamente en el Misterio pascual.
La belleza de la liturgia es parte de este misterio; es
expresión eminente de la gloria de Dios y, en cierto sentido, un
asomarse del Cielo sobre la tierra. El memorial del sacrificio redentor
lleva en sí mismo los rasgos de aquel resplandor de Jesús del cual nos
han dado testimonio Pedro, Santiago y Juan cuando el Maestro, de camino
hacia Jerusalén, quiso transfigurarse ante ellos (cf. Mc 9,2). La
belleza, por tanto, no es un elemento decorativo de la acción
litúrgica; es más bien un elemento constitutivo, ya que es un atributo
de Dios mismo y de su revelación. Conscientes de todo esto, hemos de
poner gran atención para que la acción litúrgica resplandezca según su
propia naturaleza.
Christus totus in capite et in corpore
36. La belleza intrínseca de la liturgia tiene como
sujeto propio a Cristo resucitado y glorificado en el Espíritu Santo
que, en su actuación, incluye a la Iglesia.[109]
En esta perspectiva, es muy sugestivo recordar las palabras de san
Agustín que describen elocuentemente esta dinámica de fe propia de la
Eucaristía. El gran santo de Hipona, refiriéndose precisamente al
Misterio eucarístico, pone de relieve cómo Cristo mismo nos asimila a
sí: « Este pan que vosotros veis sobre el altar, santificado por la
palabra de Dios, es el cuerpo de Cristo. Este cáliz, mejor dicho, lo que
contiene el cáliz, santificado por la palabra de Dios, es sangre de
Cristo. Por medio de estas cosas quiso el Señor dejarnos su cuerpo y
sangre, que derramó para la remisión de nuestros pecados. Si lo habéis
recibido dignamente, vosotros sois eso mismo que habéis recibido ».[110] Por lo tanto, « no sólo nos hemos convertido en cristianos, sino en Cristo mismo ».[111]
Así podemos contemplar la acción misteriosa de Dios que comporta la
unidad profunda entre nosotros y el Señor Jesús: « En efecto, no se ha
de creer que Cristo esté en la cabeza sin estar también en el cuerpo,
sino que está enteramente en la cabeza y en el cuerpo ».[112]
Eucaristía y Cristo resucitado
37. Puesto que la liturgia eucarística es esencialmente actio Dei
que nos une a Jesús a través del Espíritu, su fundamento no está
sometido a nuestro arbitrio ni puede ceder a la presión de la moda del
momento. En esto también es válida la afirmación indiscutible de san
Pablo: « Nadie puede poner otro cimiento fuera del ya puesto, que es
Jesucristo » (1 Co 3,11). El Apóstol de los gentiles nos asegura
además que, por lo que se refiere a la Eucaristía, no nos transmite su
doctrina personal, sino lo que él, a su vez, recibió (cf. 1 Co
11,23). En efecto, la celebración de la Eucaristía implica la Tradición
viva. A partir de la experiencia del Resucitado y de la efusión del
Espíritu Santo, la Iglesia celebra el Sacrificio eucarístico obedeciendo
el mandato de Cristo. Por este motivo, al inicio, la comunidad
cristiana se reúne el día del Señor para la fractio panis. El día
en que Cristo resucitó de entre los muertos, el domingo, es también el
primer día de la semana, el día que según la tradición
veterotestamentaria representaba el principio de la creación. Ahora, el
día de la creación se ha convertido en el día de la « nueva creación »,
el día de nuestra liberación en el que conmemoramos a Cristo muerto y
resucitado.[113]
38. En los trabajos sinodales se ha insistido varias veces en la necesidad de superar cualquier posible separación entre el ars celebrandi,
es decir, el arte de celebrar rectamente, y la participación plena,
activa y fructuosa de todos los fieles. Efectivamente, el primer modo
con el que se favorece la participación del Pueblo de Dios en el Rito
sagrado es la adecuada celebración del Rito mismo. El ars celebrandi es la mejor premisa para la actuosa participatio.[114] El ars celebrandi
proviene de la obediencia fiel a las normas litúrgicas en su plenitud,
pues es precisamente este modo de celebrar lo que asegura desde hace dos
mil años la vida de fe de todos los creyentes, los cuales están
llamados a vivir la celebración como Pueblo de Dios, sacerdocio real,
nación santa (cf. 1 P 2,4-5.9).[115]
El Obispo, liturgo por excelencia
39. Si bien es cierto que todo el Pueblo de Dios participa en la Liturgia eucarística, en el correcto ars celebrandi desempeñan
un papel imprescindible los que han recibido el sacramento del Orden.
Obispos, sacerdotes y diáconos, cada uno según su propio grado, han de
considerar la celebración como su deber principal.[116]
En primer lugar el Obispo diocesano: en efecto, él, como « primer
dispensador de los misterios de Dios en la Iglesia particular a él
confiada, es el guía, el promotor y custodio de toda la vida litúrgica
».[117]
Todo esto es decisivo para la vida de la Iglesia particular, no sólo
porque la comunión con el Obispo es la condición para que toda
celebración en su territorio sea legítima, sino también porque él mismo
es por excelencia el liturgo de su propia Iglesia.[118]
A él corresponde salvaguardar la unidad concorde de las celebraciones
en su diócesis. Por tanto, ha de ser un « compromiso del Obispo hacer
que los presbíteros, diáconos y los fieles comprendan cada vez mejor el
sentido auténtico de los ritos y los textos litúrgicos, y así se les
guíe hacia una celebración de la Eucaristía activa y fructuosa ».[119]
En particular, exhorto a cumplir todo lo necesario para que las
celebraciones litúrgicas oficiadas por el Obispo en la iglesia Catedral
respeten plenamente el ars celebrandi, de modo que puedan ser consideradas como modelo para todas las iglesias de su territorio.[120]
Respeto de los libros litúrgicos y de la riqueza de los signos
40. Por consiguiente, al subrayar la importancia del ars celebrandi, se pone de relieve el valor de las normas litúrgicas.[121] El ars celebrandi
ha de favorecer el sentido de lo sagrado y el uso de las formas
exteriores que educan para ello, como, por ejemplo, la armonía del rito,
los ornamentos litúrgicos, la decoración y el lugar sagrado. Favorece
la celebración eucarística que los sacerdotes y los responsables de la
pastoral litúrgica se esfuercen en dar a conocer los libros litúrgicos
vigentes y las respectivas normas, resaltando las grandes riquezas de la
Ordenación General del Misal Romano y de la Ordenación de las Lecturas de la Misa.
En las comunidades eclesiales se da quizás por descontado que se
conocen y aprecian, pero a menudo no es así. En realidad, son textos que
contienen riquezas que custodian y expresan la fe, así como el camino
del Pueblo de Dios a lo largo de dos milenios de historia. Para una
adecuada ars celebrandi es igualmente importante la atención a
todas las formas de lenguaje previstas por la liturgia: palabra y canto,
gestos y silencios, movimiento del cuerpo, colores litúrgicos de los
ornamentos. En efecto, la liturgia tiene por su naturaleza una variedad
de formas de comunicación que abarcan todo el ser humano. La sencillez
de los gestos y la sobriedad de los signos, realizados en el orden y en
los tiempos previstos, comunican y atraen más que la artificiosidad de
añadiduras inoportunas. La atención y la obediencia de la estructura
propia del ritual, a la vez que manifiestan el reconocimiento del
carácter de la Eucaristía como don, expresan la disposición del ministro
para acoger con dócil gratitud dicho don inefable.
El arte al servicio de la celebración
41. La relación profunda entre la belleza y la liturgia
nos lleva a considerar con atención todas las expresiones artísticas que
se ponen al servicio de la celebración.[122] Un elemento importante del arte sacro es ciertamente la arquitectura de las iglesias,[123]
en las que debe resaltar la unidad entre los elementos propios del
presbiterio: altar, crucifijo, tabernáculo, ambón, sede. A este
respecto, se ha de tener presente que el objetivo de la arquitectura
sacra es ofrecer a la Iglesia, que celebra los misterios de la fe, en
particular la Eucaristía, el espacio más apto para el desarrollo
adecuado de su acción litúrgica.[124] En efecto, la naturaleza del templo cristiano se define por la acción litúrgica misma, que implica la reunión de los fieles (ecclesia), los cuales son las piedras vivas del templo (cf. 1 P 2,5).
El mismo principio vale para todo el arte sacro,
especialmente la pintura y la escultura, en los que la iconografía
religiosa se ha de orientar a la mistagogía sacramental. Un conocimiento
profundo de las formas que el arte sacro ha producido a lo largo de los
siglos puede ser de gran ayuda para los que tienen la responsabilidad
de encomendar a arquitectos y artistas obras relacionadas con la acción
litúrgica. Por tanto, es indispensable que en la formación de los
seminaristas y de los sacerdotes se incluya la historia del arte como
materia importante, con especial referencia a los edificios de culto,
según las normas litúrgicas. Es necesario que en todo lo que concierne a
la Eucaristía haya gusto por la belleza. También hay respetar y cuidar
los ornamentos, la decoración, los vasos sagrados, para que, dispuestos
de modo orgánico y ordenado entre sí, fomenten el asombro ante el
misterio de Dios, manifiesten la unidad de la fe y refuercen la
devoción.[125]
El canto litúrgico
42. En el ars celebrandi desempeña un papel importante el canto litúrgico.[126]
Con razón afirma san Agustín en un famoso sermón: « El hombre nuevo
conoce el cántico nuevo. El cantar es expresión de alegría y, si lo
consideramos atentamente, expresión de amor ».[127]
El Pueblo de Dios reunido para la celebración canta las alabanzas de
Dios. La Iglesia, en su historia bimilenaria, ha compuesto y sigue
componiendo música y cantos que son un patrimonio de fe y de amor que no
se ha de perder. Ciertamente, no podemos decir que en la liturgia sirva
cualquier canto. A este respecto, se ha de evitar la fácil
improvisación o la introducción de géneros musicales no respetuosos del
sentido de la liturgia. Como elemento litúrgico, el canto debe estar en
consonancia con la identidad propia de la celebración.[128]
Por consiguiente, todo —el texto, la melodía, la ejecución— ha de
corresponder al sentido del misterio celebrado, a las partes del rito y a
los tiempos litúrgicos.[129]
Finalmente, si bien se han de tener en cuenta las diversas tendencias y
tradiciones muy loables, deseo, como han pedido los Padres sinodales,
que se valore adecuadamente el canto gregoriano[130] como canto propio de la liturgia romana.[131]
43. Después de haber recordado los elementos básicos del ars celebrandi
puestos de relieve en los trabajos sinodales, quisiera llamar la
atención de modo más concreto sobre algunas partes de la estructura de
la celebración eucarística que requieren un cuidado especial en nuestro
tiempo, para ser fieles a la intención profunda de la renovación
litúrgica deseada por el Concilio Vaticano II, en continuidad con toda
la gran tradición eclesial.
Unidad intrínseca de la acción litúrgica
44. Ante todo, hay que considerar la unidad intrínseca
del rito de la santa Misa. Se ha de evitar que, tanto en la catequesis
como en el modo de la celebración, se dé lugar a una visión yuxtapuesta
de las dos partes del rito. La liturgia de la Palabra y la liturgia
eucarística —además de los ritos de introducción y conclusión— « están
estrechamente unidas entre sí y forman un único acto de culto ».[132]
En efecto, la Palabra de Dios y la Eucaristía están intrínsecamente
unidas. Escuchando la Palabra de Dios nace o se fortalece la fe (cf. Rm 10,17); en la Eucaristía, el Verbo hecho carne se nos da como alimento espiritual.[133]
Así pues, « la Iglesia recibe y ofrece a los fieles el Pan de vida en
las dos mesas de la Palabra de Dios y del Cuerpo de Cristo ».[134]
Por tanto, se ha de tener constantemente presente que la Palabra de
Dios, que la Iglesia lee y proclama en la liturgia, lleva a la
Eucaristía como a su fin connatural.
Liturgia de la Palabra
45. Junto con el Sínodo, pido que la liturgia de la
Palabra se prepare y se viva siempre de manera adecuada. Por tanto,
recomiendo vivamente que en la liturgia se ponga gran atención a la
proclamación de la Palabra de Dios por parte de lectores bien
instruidos. Nunca olvidemos que « cuando se leen en la Iglesia las
Sagradas Escrituras, Dios mismo habla a su Pueblo, y Cristo, presente en
su palabra, anuncia el Evangelio ».[135]
Si las circunstancias lo aconsejan, se puede pensar en unas breves
moniciones que ayuden a los fieles a una mejor disposición. Para
comprenderla bien, la Palabra de Dios ha de ser escuchada y acogida con
espíritu eclesial y siendo conscientes de su unidad con el Sacramento
eucarístico. En efecto, la Palabra que anunciamos y escuchamos es el
Verbo hecho carne (cf. Jn 1,14), y hace referencia intrínseca a
la persona de Cristo y a su permanencia de manera sacramental. Cristo no
habla en el pasado, sino en nuestro presente, ya que Él mismo está
presente en la acción litúrgica. En esta perspectiva sacramental de la
revelación cristiana,[136]
el conocimiento y el estudio de la Palabra de Dios nos permite
apreciar, celebrar y vivir mejor la Eucaristía. A este respecto, se
aprecia también en toda su verdad la afirmación, según la cual «
desconocer la Escritura es desconocer a Cristo ».[137]
Para lograr todo esto es necesario ayudar a los fieles a
apreciar los tesoros de la Sagrada Escritura en el leccionario,
mediante iniciativas pastorales, celebraciones de la Palabra y la
lectura meditada (lectio divina). Tampoco se ha de olvidar
promover las formas de oración conservadas en la tradición, la Liturgia
de las Horas, sobre todo Laudes, Vísperas, Completas y también las
celebraciones de vigilias. El rezo de los Salmos, las lecturas bíblicas y
las de la gran tradición del Oficio divino pueden llevar a una
experiencia profunda del acontecimiento de Cristo y de la economía de la
salvación, que a su vez puede enriquecer la comprensión y la
participación en la celebración eucarística.[138]
Homilía
46. La necesidad de mejorar la calidad de la homilía
está en relación con la importancia de la Palabra de Dios. En efecto,
ésta « es parte de la acción litúrgica »; [139]
tiene como finalidad favorecer una mejor comprensión y eficacia de la
Palabra de Dios en la vida de los fieles. Por eso los ministros
ordenados han de « preparar la homilía con esmero, basándose en un
conocimiento adecuado de la Sagrada Escritura ».[140]
Han de evitarse homilías genéricas o abstractas. En particular, pido a
los ministros un esfuerzo para que la homilía ponga la Palabra de Dios
proclamada en estrecha relación con la celebración sacramental[141] y con la vida de la comunidad, de modo que la Palabra de Dios sea realmente sustento y vigor de la Iglesia.[142]
Se ha de tener presente, por tanto, la finalidad catequética y
exhortativa de la homilía. Es conveniente que, partiendo del leccionario
trienal, se prediquen a los fieles homilías temáticas que, a lo largo
del año litúrgico, traten los grandes temas de la fe cristiana, según lo
que el Magisterio propone en los cuatro « pilares » del Catecismo de la Iglesia Católica y en su reciente Compendio: la profesión de la fe, la celebración del misterio cristiano, la vida en Cristo y la oración cristiana.[143]
Presentación de las ofrendas
47. Los Padres sinodales han puesto también su atención
en la presentación de las ofrendas. Ésta no es sólo como un « intervalo »
entre la liturgia de la Palabra y la eucarística. Entre otras razones,
porque eso haría perder el sentido de un único rito con dos partes
interrelacionadas. En realidad, este gesto humilde y sencillo tiene un
sentido muy grande: en el pan y el vino que llevamos al altar toda la
creación es asumida por Cristo Redentor para ser transformada y
presentada al Padre.[144]
En este sentido, llevamos también al altar todo el sufrimiento y el
dolor del mundo, conscientes de que todo es precioso a los ojos de Dios.
Este gesto, para ser vivido en su auténtico significado, no necesita
enfatizarse con añadiduras superfluas. Permite valorar la colaboración
originaria que Dios pide al hombre para realizar en él la obra divina y
dar así pleno sentido al trabajo humano, que mediante la celebración
eucarística se une al sacrificio redentor de Cristo.
Plegaria eucarística
48. La Plegaria eucarística es « el centro y la cumbre de toda la celebración ».[145]
Su importancia merece ser subrayada adecuadamente. Las diversas
Plegarias eucarísticas que hay en el Misal nos han sido transmitidas por
la tradición viva de la Iglesia y se caracterizan por una riqueza
teológica y espiritual inagotable. Se ha de procurar que los fieles las
aprecien. La Ordenación General del Misal Romano nos ayuda en
esto, recordándonos los elementos fundamentales de toda Plegaria
eucarística: acción de gracias, aclamación, epíclesis, relato de la
institución y consagración, anámnesis, oblación, intercesión y doxología
conclusiva.[146]
En particular, la espiritualidad eucarística y la reflexión teológica
se iluminan al contemplar la profunda unidad de la anáfora, entre la
invocación del Espíritu Santo y el relato de la institución,[147] en la que « se realiza el sacrificio que el mismo Cristo instituyó en la última Cena ».[148]
En efecto, « la Iglesia, por medio de determinadas invocaciones,
implora la fuerza del Espíritu Santo para que los dones que han
presentado los hombres queden consagrados, es decir, se conviertan en el
Cuerpo y Sangre de Cristo, y para que la víctima inmaculada que se va a
recibir en la Comunión sea para la salvación de quienes la reciben ».[149]
Rito de la paz
49. La Eucaristía es por su naturaleza sacramento de
paz. Esta dimensión del Misterio eucarístico se expresa en la
celebración litúrgica de manera específica con el rito de la paz. Se
trata indudablemente de un signo de gran valor (cf. Jn 14,27). En
nuestro tiempo, tan lleno de conflictos, este gesto adquiere, también
desde el punto de vista de la sensibilidad común, un relieve especial,
ya que la Iglesia siente cada vez más como tarea propia pedir a Dios el
don de la paz y la unidad para sí misma y para toda la familia humana.
La paz es ciertamente un anhelo indeleble en el corazón de cada uno. La
Iglesia se hace portavoz de la petición de paz y reconciliación que
surge del alma de toda persona de buena voluntad, dirigiéndola a Aquel
que « es nuestra paz » (Ef 2,14), y que puede pacificar a los
pueblos y personas aun cuando fracasen las iniciativas humanas. Por ello
se comprende la intensidad con que se vive frecuentemente el rito de la
paz en la celebración litúrgica. A este propósito, sin embargo, durante
el Sínodo de los Obispos se ha visto la conveniencia de moderar este
gesto, que puede adquirir expresiones exageradas, provocando cierta
confusión en la asamblea precisamente antes de la Comunión. Sería bueno
recordar que el alto valor del gesto no queda mermado por la sobriedad
necesaria para mantener un clima adecuado a la celebración, limitando
por ejemplo el intercambio de la paz a los más cercanos.[150]
Distribución y recepción de la Eucaristía
50. Otro momento de la celebración, al que es necesario
hacer referencia, es la distribución y recepción de la santa Comunión.
Pido a todos, en particular a los ministros ordenados y a los que,
debidamente preparados, están autorizados para el ministerio de
distribuir la Eucaristía en caso de necesidad real, que hagan lo posible
para que el gesto, en su sencillez, corresponda a su valor de encuentro
personal con el Señor Jesús en el Sacramento. Respecto a las
prescripciones para una praxis correcta, me remito a los documentos
emanados recientemente.[151]
Todas las comunidades cristianas han de atenerse fielmente a las normas
vigentes, viendo en ellas la expresión de la fe y el amor que todos han
de tener respecto a este sublime Sacramento. Tampoco se descuide el
tiempo precioso de acción de gracias después de la Comunión: además de
un canto oportuno, puede ser también muy útil permanecer recogidos en
silencio.[152]
A este propósito, quisiera llamar la atención sobre un
problema pastoral con el que nos encontramos frecuentemente en nuestro
tiempo. Me refiero al hecho de que en algunas circunstancias, como por
ejemplo en las santas Misas celebradas con ocasión de bodas, funerales o
acontecimientos análogos, además de fieles practicantes, asisten
también a la celebración otros que tal vez no se acercan al altar desde
hace años, o quizás están en una situación de vida que no les permite
recibir los sacramentos. Otras veces sucede que están presentes personas
de otras confesiones cristianas o incluso de otras religiones.
Situaciones similares se producen también en iglesias que son meta de
visitantes, sobre todo en las grandes ciudades de en las que abunda el
arte. En estos casos, se ve la necesidad de usar expresiones breves y
eficaces para hacer presente a todos el sentido de la Comunión
sacramental y las condiciones para recibirla. Donde se den situaciones
en las que no sea posible garantizar la debida claridad sobre el sentido
de la Eucaristía, se ha de considerar la conveniencia de sustituir la
Eucaristía con una celebración de la Palabra de Dios.[153]
Despedida: « Ite, missa est »
51. Quisiera detenerme ahora en lo que los Padres
sinodales han dicho sobre el saludo de despedida al final de la
Celebración eucarística. Después de la bendición, el diácono o el
sacerdote despide al pueblo con las palabras: Ite, missa est. En este saludo podemos apreciar la relación entre la Misa celebrada y la misión cristiana en el mundo. En la antigüedad, « missa »
significaba simplemente « terminada ». Sin embargo, en el uso cristiano
ha adquirido un sentido cada vez más profundo. La expresión « missa »
se transforma, en realidad, en « misión ». Este saludo expresa
sintéticamente la naturaleza misionera de la Iglesia. Por tanto,
conviene ayudar al Pueblo de Dios a que, apoyándose en la liturgia,
profundice en esta dimensión constitutiva de la vida eclesial. En este
sentido, sería útil disponer de textos debidamente aprobados para la
oración sobre el pueblo y la bendición final que expresen dicha
relación.[154]
Auténtica participación
52. El Concilio Vaticano II puso un énfasis particular
en la participación activa, plena y fructuosa de todo el Pueblo de Dios
en la celebración eucarística.[155]
Ciertamente, la renovación llevada a cabo en estos años ha favorecido
notables progresos en la dirección deseada por los Padres conciliares.
Pero no hemos de ocultar el hecho de que, a veces, ha surgido alguna
incomprensión precisamente sobre el sentido de esta participación. Por
tanto, conviene dejar claro que con esta palabra no se quiere hacer
referencia a una simple actividad externa durante la celebración. En
realidad, la participación activa deseada por el Concilio se ha de
comprender en términos más sustanciales, partiendo de una mayor toma de
conciencia del misterio que se celebra y de su relación con la vida
cotidiana. Sigue siendo totalmente válida la recomendación de la
Constitución conciliar Sacrosanctum Concilium,
que exhorta a los fieles a no asistir a la liturgia eucarística « como
espectadores mudos o extraños », sino a participar « consciente, piadosa
y activamente en la acción sagrada ».[156]
El Concilio prosigue la reflexión: los fieles, « instruidos por la
Palabra de Dios, reparen sus fuerzas en el banquete del Cuerpo del
Señor, den gracias a Dios, aprendan a ofrecerse a sí mismos al ofrecer
la hostia inmaculada no sólo por manos del sacerdote, sino también
juntamente con él, y se perfeccionen día a día, por Cristo Mediador, en
la unidad con Dios y entre sí ».[157]
Participación y ministerio sacerdotal
53. La belleza y armonía de la acción litúrgica se
manifiestan de manera significativa en el orden con el cual cada uno
está llamado a participar activamente. Eso comporta el reconocimiento de
las diversas funciones jerárquicas implicadas en la celebración misma.
Es útil recordar que, de por sí, la participación activa no es lo mismo
que desempeñar un ministerio particular. Sobre todo, no ayuda a la
participación activa de los fieles una confusión ocasionada por la
incapacidad de distinguir las diversas funciones que corresponden a cada
uno en la comunión eclesial.[158]
En particular, es preciso que haya claridad sobre las tareas
específicas del sacerdote. Éste es, como atestigua la tradición de la
Iglesia, quien preside de modo insustituible toda la celebración
eucarística, desde el saludo inicial a la bendición final. En virtud del
Orden sagrado que ha recibido, él representa a Jesucristo, Cabeza de la
Iglesia y, de la manera que le es propia, también a la Iglesia misma.[159]
En efecto, toda celebración de la Eucaristía está dirigida por el
Obispo, « ya sea personalmente, ya por los presbíteros, sus
colaboradores ».[160]
Es ayudado por el diácono, que tiene algunas funciones específicas en
la celebración: preparar el altar y prestar servicio al sacerdote,
proclamar el Evangelio, predicar eventualmente la homilía, enunciar las
intenciones en la oración universal, distribuir la Eucaristía a los
fieles.[161]
En relación con estos ministerios vinculados al sacramento del Orden,
hay también otros ministerios para el servicio litúrgico, que desempeñan
religiosos y laicos preparados, lo que es de alabar.[162]
Celebración eucarística e inculturación
54. A partir de las afirmaciones fundamentales del
Concilio Vaticano II, se ha subrayado varias veces la importancia de la
participación activa de los fieles en el Sacrificio eucarístico. Para
favorecerla se pueden permitir algunas adaptaciones apropiadas a los
diversos contextos y culturas.[163]
El hecho de que haya habido algunos abusos no disminuye la claridad de
este principio, que se debe mantener de acuerdo con las necesidades
reales de la Iglesia, que vive y celebra el mismo misterio de Cristo en
situaciones culturales diferentes. En efecto, el Señor Jesús,
precisamente en el misterio de la Encarnación, naciendo de mujer como
hombre perfecto (cf. Ga 4,4), no sólo está en relación directa
con las expectativas expresadas en el Antiguo Testamento, sino también
con las de todos los pueblos. Con eso, Él ha manifestado que Dios quiere
encontrarse con nosotros en nuestro contexto vital. Por tanto, para una
participación más eficaz de los fieles en los santos Misterios, es útil
proseguir el proceso de inculturación en el ámbito de la celebración
eucarística, teniendo en cuenta las posibilidades de adaptación que
ofrece la Ordenación General del Misal Romano,[164]
interpretadas a la luz de los criterios fijados por la IV Instrucción
de la Congregación para el Culto divino y la Disciplina de los
Sacramentos, Varietates legitimae, del 25 de enero de 1994,[165] y de las directrices dadas por el Papa Juan Pablo II en las Exhortaciones apostólicas postsinodales Ecclesia in Africa, Ecclesia in America, Ecclesia in Asia, Ecclesia in Oceania, Ecclesia in Europa.[166]
Para lograr este objetivo, recomiendo a las Conferencias Episcopales
que favorezcan el adecuado equilibrio entre los criterios y normas ya
publicadas y las nuevas adaptaciones,[167] siempre de acuerdo con la Sede Apostólica.
Condiciones personales para una « actuosa participatio »
55. Al considerar el tema de la actuosa participatio
de los fieles en el rito sagrado, los Padres sinodales han resaltado
también las condiciones personales de cada uno para una fructuosa
participación.[168]
Una de ellas es ciertamente el espíritu de conversión continua que ha
de caracterizar la vida de cada fiel. No se puede esperar una
participación activa en la liturgia eucarística cuando se asiste
superficialmente, sin antes examinar la propia vida. Favorece dicha
disposición interior, por ejemplo, el recogimiento y el silencio, al
menos unos instantes antes de comenzar la liturgia, el ayuno y, cuando
sea necesario, la confesión sacramental. Un corazón reconciliado con
Dios permite la verdadera participación. En particular, es preciso
persuadir a los fieles de que no puede haber una actuosa participatio
en los santos Misterios si no se toma al mismo tiempo parte activa en
la vida eclesial en su totalidad, la cual comprende también el
compromiso misionero de llevar el amor de Cristo a la sociedad.
Sin duda, la plena participación en la Eucaristía se da
cuando nos acercamos también personalmente al altar para recibir la
Comunión.[169]
No obstante, se ha de poner atención para que esta afirmación correcta
no induzca a un cierto automatismo entre los fieles, como si por el solo
hecho de encontrarse en la iglesia durante la liturgia se tenga ya el
derecho o quizás incluso el deber de acercarse a la Mesa eucarística.
Aun cuando no es posible acercarse a la Comunión sacramental, la
participación en la santa Misa sigue siendo necesaria, válida,
significativa y fructuosa. En estas circunstancias, es bueno cultivar el
deseo de la plena unión con Cristo, practicando, por ejemplo, la
comunión espiritual, recordada por Juan Pablo II[170] y recomendada por los Santos maestros de la vida espiritual.[171]
Participación de los cristianos no católicos
56. Al tratar el tema de la participación nos
encontramos inevitablemente con el de los cristianos pertenecientes a
Iglesias o Comunidades eclesiales que no están en plena comunión con la
Iglesia Católica. A este respecto, se ha de decir que la unión
intrínseca que se da entre Eucaristía y unidad de la Iglesia nos lleva a
desear ardientemente, por un lado, el día en que podamos celebrar junto
con todos los creyentes en Cristo la divina Eucaristía y expresar así
visiblemente la plenitud de la unidad que Cristo ha querido para sus
discípulos (cf. Jn 17,21). Por otro lado, el respeto que debemos
al sacramento del Cuerpo y Sangre de Cristo nos impide hacer de él un
simple « medio » que se usa indiscriminadamente para alcanzar esta misma
unidad.[172] En efecto, la Eucaristía no sólo manifiesta nuestra comunión personal con Jesucristo, sino que también implica la plena communio con
la Iglesia. Este es, pues, el motivo por el cual, con dolor pero no sin
esperanza, pedimos a los cristianos no católicos que comprendan y
respeten nuestra convicción, basada en la Biblia y en la Tradición.
Nosotros sostenemos que la Comunión eucarística y la comunión eclesial
están tan íntimamente unidas que por lo general resulta imposible que
los cristianos no católicos participen en una sin tener la otra. Menos
sentido tendría aún una verdadera concelebración con ministros de
Iglesias o Comunidades eclesiales que no están en plena comunión con la
Iglesia Católica. No obstante, es verdad que, de cara a la salvación,
existe la posibilidad de admitir individualmente a cristianos no
católicos a la Eucaristía, al sacramento de la Penitencia y a la Unción
de los enfermos. Pero eso sólo en situaciones determinadas y
excepcionales, caracterizadas por condiciones bien precisas.[173] Éstas están indicadas claramente en el Catecismo de la Iglesia Católica [174] y en su Compendio.[175] Todos tienen el deber de atenerse fielmente a ellas.
Participación a través de los medios de comunicación social
57. Debido al gran desarrollo de los medios de
comunicación social, la palabra « participación » ha adquirido en las
últimas décadas un sentido más amplio que en el pasado. Todos
reconocemos con satisfacción que estos instrumentos ofrecen también
nuevas posibilidades en lo que se refiere a la Celebración eucarística.[176]
Eso exige a los agentes pastorales del sector una preparación
específica y un acentuado sentido de responsabilidad. En efecto, la
santa Misa que se transmite por televisión adquiere inevitablemente una
cierta ejemplaridad. Por tanto, se ha de poner una especial atención en
que la celebración, además de hacerse en lugares dignos y bien
preparados, respete las normas litúrgicas.
Por lo que se refiere al valor de la participación en la
santa Misa que los medios de comunicación hacen posible, quien ve y oye
dichas transmisiones ha de saber que, en condiciones normales, no
cumple con el precepto dominical. En efecto, el lenguaje de la imagen
representa la realidad, pero no la reproduce en sí misma.[177]
Si es loable que ancianos y enfermos participen en la santa Misa
festiva a través de las transmisiones radiotelevisivas, no puede decirse
lo mismo de quien, mediante tales transmisiones, quisiera dispensarse
de ir al templo para la celebración eucarística en la asamblea de la
Iglesia viva.
« Actuosa participatio » de los enfermos
58. Teniendo presente la condición de los que no pueden
ir a los lugares de culto por motivos de salud o edad, quisiera llamar
la atención de toda la comunidad eclesial sobre la necesidad pastoral de
asegurar la asistencia espiritual a los enfermos, tanto a los que están
en su casa como a los que están hospitalizados. En el Sínodo de los
Obispos se ha hecho referencia a ellos varias veces. Se ha de procurar
que estos hermanos y hermanas nuestros puedan recibir con frecuencia la
Comunión sacramental. Al reforzar así la relación con Cristo crucificado
y resucitado, podrán sentir su propia vida integrada plenamente en la
vida y la misión de la Iglesia mediante la ofrenda del propio
sufrimiento en unión con el sacrificio de nuestro Señor. Se ha de
reservar una atención particular a los discapacitados; si lo permite su
condición, la comunidad cristiana ha de favorecer su participación en la
celebración en un lugar de culto. A este respecto, se ha de procurar
que los edificios sagrados no tengan obstáculos arquitectónicos que
impidan el acceso de los minusválidos. Se ha de dar también la Comunión
eucarística, cuando sea posible, a los discapacitados mentales,
bautizados y confirmados: ellos reciben la Eucaristía también en la fe
de la familia o de la comunidad que los acompaña.[178]
Atención pastoral a los presos
59. La tradición espiritual de la Iglesia, siguiendo una indicación específica de Cristo (cf. Mt
25,36), ha reconocido en la visita a los presos una de las obras de
misericordia corporal. Los que se encuentran en esta situación tienen
una necesidad especial de ser visitados por el Señor mismo en el
sacramento de la Eucaristía. Sentir la cercanía de la comunidad
eclesial, participar en la Eucaristía y recibir la sagrada Comunión en
un período de la vida tan particular y doloroso puede ayudar sin duda en
el propio camino de fe y favorecer la plena reinserción social de la
persona. Interpretando los deseos manifestados en la asamblea sinodal
pido a las diócesis que, en la medida de lo posible, pongan los medios
adecuados para una actividad pastoral que se ocupe de atender
espiritualmente a los presos.[179]
Los emigrantes y su participación en la Eucaristía
60. Al plantearse el problema de los que se ven
obligados a dejar la propia tierra por diversos motivos, el Sínodo ha
expresado particular gratitud a los que se dedican a la atención
pastoral de los emigrantes. En este contexto, se ha de prestar una
atención especial a los emigrantes que pertenecen a las Iglesias
católicas orientales y a los que, lejos de su propia casa, tienen
dificultades para participar en la liturgia eucarística según su propio
rito de pertenencia. Por eso, donde sea posible, concédaseles que puedan
ser asistidos por sacerdotes de su rito. En todo caso, pido a los
Obispos que acojan en la caridad de Cristo a estos hermanos. El
encuentro entre los fieles de diversos ritos puede convertirse también
en ocasión de enriquecimiento recíproco. Pienso particularmente en el
beneficio que puede aportar, sobre todo para el clero, el conocimiento
de las diversas tradiciones.[180]
Las grandes concelebraciones
61. La asamblea sinodal ha considerado la calidad de la
participación en las grandes celebraciones que tienen lugar en
circunstancias particulares, en las que, además de un gran número de
fieles, concelebran muchos sacerdotes.[181]
Por un lado, es fácil reconocer el valor de estos momentos,
especialmente cuando el Obispo preside rodeado de su presbiterio y de
los diáconos. Por otro, en estas circunstancias se pueden producir
problemas por lo que se refiere a la expresión sensible de la unidad del
presbiterio, especialmente en la Plegaria eucarística y en la
distribución de la santa Comunión. Se ha de evitar que estas grandes
concelebraciones produzcan dispersión. Para ello, se han de prever modos
adecuados de coordinación y disponer el lugar de culto de manera que
permita a los presbíteros y a los fieles una participación plena y real.
En todo caso, se ha de tener presente que se trata de concelebraciones
de carácter excepcional y limitadas a situaciones extraordinarias.
Lengua latina
62. Lo dicho anteriormente, sin embargo, no debe ofuscar
el valor de estas grandes liturgias. En particular, pienso en las
celebraciones que tienen lugar durante encuentros internacionales, hoy
cada vez más frecuentes. Se las debe valorar debidamente. Para expresar
mejor la unidad y universalidad de la Iglesia, quisiera recomendar lo
que ha sugerido el Sínodo de los Obispos, en sintonía con las normas del
Concilio Vaticano II: [182]
exceptuadas las lecturas, la homilía y la oración de los fieles, sería
bueno que dichas celebraciones fueran en latín; también se podrían rezar
en latín las oraciones más conocidas[183]
de la tradición de la Iglesia y, eventualmente, cantar algunas partes
en canto gregoriano. Más en general, pido que los futuros sacerdotes,
desde el tiempo del seminario, se preparen para comprender y celebrar la
santa Misa en latín, además de utilizar textos latinos y cantar en
gregoriano; y se ha de procurar que los mismos fieles conozcan las
oraciones más comunes en latín y que canten en gregoriano algunas partes
de la liturgia.[184]
Celebraciones eucarísticas en pequeños grupos
63. Una situación muy distinta es la que se da en
algunas circunstancias pastorales en las que, precisamente para lograr
una participación más consciente, activa y fructuosa, se favorecen las
celebraciones en pequeños grupos. Aun reconociendo el valor formativo
que tienen estas iniciativas, conviene precisar que han de estar en
armonía con el conjunto del proyecto pastoral de la diócesis. En efecto,
dichas experiencias perderían su carácter pedagógico si se las
considerara como antagonistas o paralelas con respecto a la vida de la
Iglesia particular. A este propósito, el Sínodo ha subrayado algunos
criterios a los que es preciso atenerse: los grupos pequeños han de
servir para unificar la comunidad parroquial, no para fragmentarla; esto
se debe evaluar en la praxis concreta; estos grupos tienen que
favorecer la participación fructuosa de toda la asamblea y preservar en
lo posible la unidad de la vida litúrgica de cada familia.[185]
Catequesis mistagógica
64. La gran tradición litúrgica de la Iglesia nos enseña
que, para una participación fructuosa, es necesario esforzarse por
corresponder personalmente al misterio que se celebra mediante el
ofrecimiento a Dios de la propia vida, en unión con el sacrificio de
Cristo por la salvación del mundo entero. Por este motivo, el Sínodo de
los Obispos ha recomendado que los fieles tengan una actitud coherente
entre las disposiciones interiores y los gestos y las palabras. Si
faltara ésta, nuestras celebraciones, por muy animadas que fueren,
correrían el riesgo de caer en el ritualismo. Así pues, se ha de
promover una educación en la fe eucarística que disponga a los fieles a
vivir personalmente lo que se celebra. Ante la importancia esencial de
esta participatio personal y consciente, ¿cuáles pueden ser los
instrumentos formativos idóneos? A este respecto, los Padres sinodales
han propuesto unánimemente una catequesis de carácter mistagógico que
lleve a los fieles a adentrarse cada vez más en los misterios
celebrados.[186] En particular, por lo que se refiere a la relación entre el ars celebrandi y la actuosa participatio, se ha de afirmar ante todo que « la mejor catequesis sobre la Eucaristía es la Eucaristía misma bien celebrada ».[187]
En efecto, por su propia naturaleza, la liturgia tiene una eficacia
propia para introducir a los fieles en el conocimiento del misterio
celebrado. Precisamente por ello, el itinerario formativo del cristiano
en la tradición más antigua de la Iglesia, aun sin descuidar la
comprensión sistemática de los contenidos de la fe, tuvo siempre un
carácter de experiencia, en el cual era determinante el encuentro vivo y
persuasivo con Cristo, anunciado por auténticos testigos. En este
sentido, el que introduce en los misterios es ante todo el testigo.
Dicho encuentro ahonda en la catequesis y tiene su fuente y su culmen en
la celebración de la Eucaristía. De esta estructura fundamental de la
experiencia cristiana nace la exigencia de un itinerario mistagógico, en
el cual se han de tener siempre presentes tres elementos:
a) Ante todo, la interpretación de los ritos a la luz de los acontecimientos salvíficos,
según la tradición viva de la Iglesia. Efectivamente, la celebración de
la Eucaristía contiene en su infinita riqueza continuas referencias a
la historia de la salvación. En Cristo crucificado y resucitado podemos
celebrar verdaderamente el centro que recapitula toda la realidad (cf. Ef
1,10). Desde el principio, la comunidad cristiana ha leído los
acontecimientos de la vida de Jesús, y en particular el misterio
pascual, en relación con todo el itinerario veterotestamentario.
b) Además, la catequesis mistagógica ha de introducir en el significado de los signos contenidos en los ritos.
Este cometido es particularmente urgente en una época como la actual,
tan imbuida por la tecnología, en la cual se corre el riesgo de perder
la capacidad perceptiva de los signos y símbolos. Más que informar, la
catequesis mistagógica debe despertar y educar la sensibilidad de los
fieles ante el lenguaje de los signos y gestos que, unidos a la palabra,
constituyen el rito.
c) Finalmente, la catequesis mistagógica ha de enseñar el significado de los ritos en relación con la vida cristiana
en todas sus facetas, como el trabajo y los compromisos, el pensamiento
y el afecto, la actividad y el descanso. Forma parte del itinerario
mistagógico subrayar la relación entre los misterios celebrados en el
rito y la responsabilidad misionera de los fieles. En este sentido, el
resultado final de la mistagogía es tomar conciencia de que la propia
vida se transforma progresivamente por los santos misterios que se
celebran. Por otra parte, toda la educación cristiana tiene como
objetivo formar al fiel como « hombre nuevo », con una fe adulta, que lo
haga capaz de testimoniar en su propio ambiente la esperanza cristiana
que lo anima.
Para realizar en nuestras comunidades eclesiales esta
tarea educativa, hay que contar con formadores bien preparados.
Ciertamente, todo el Pueblo de Dios ha de sentirse comprometido en esta
formación. Cada comunidad cristiana está llamada a ser ámbito pedagógico
que introduce en los misterios que se celebran en la fe. A este
respecto, durante el Sínodo los Padres han subrayado la conveniencia de
una mayor participación de las comunidades de vida consagrada, de los
movimientos y demás grupos que, por sus propios carismas, pueden aportar
un renovado impulso a la formación cristiana.[188]
También en nuestro tiempo el Espíritu Santo prodiga la efusión de sus
dones para sostener la misión apostólica de la Iglesia, a la cual
corresponde difundir la fe y educarla hasta su madurez.[189]
Veneración de la Eucaristía
65. Un signo convincente de la eficacia que la
catequesis eucarística tiene en los fieles es sin duda el crecimiento en
ellos del sentido del misterio de Dios presente entre nosotros. Eso se
puede comprobar a través de manifestaciones específicas de veneración de
la Eucaristía, hacia la cual el itinerario mistagógico debe introducir a
los fieles.[190]
Pienso, en general, en la importancia de los gestos y de la postura,
como arrodillarse durante los momentos principales de la Plegaria
eucarística. Para adecuarse a la legítima diversidad de los signos que
se usan en el contexto de las diferentes culturas, cada uno ha de vivir y
expresar que es consciente de encontrarse en toda celebración ante la
majestad infinita de Dios, que llega a nosotros de manera humilde en los
signos sacramentales.
Relación intrínseca entre celebración y adoración
66. Uno de los momentos más intensos del Sínodo fue
cuando, junto con muchos fieles, nos desplazamos a la Basílica de San
Pedro para la adoración eucarística. Con este gesto de oración, la
asamblea de los Obispos quiso llamar la atención, no sólo con palabras,
sobre la importancia de la relación intrínseca entre celebración
eucarística y adoración. En este aspecto significativo de la fe de la
Iglesia se encuentra uno de los elementos decisivos del camino eclesial
realizado tras la renovación litúrgica querida por el Concilio Vaticano
II. Mientras la reforma daba sus primeros pasos, a veces no se percibió
de manera suficientemente clara la relación intrínseca entre la santa
Misa y la adoración del Santísimo Sacramento. Una objeción difundida
entonces se basaba, por ejemplo, en la observación de que el Pan
eucarístico no habría sido dado para ser contemplado, sino para ser
comido. En realidad, a la luz de la experiencia de oración de la
Iglesia, dicha contraposición se mostró carente de todo fundamento. Ya
decía san Agustín: « nemo autem illam carnem manducat, nisi prius adoraverit; [...] peccemus non adorando – Nadie come de esta carne sin antes adorarla [...], pecaríamos si no la adoráramos ».[191]
En efecto, en la Eucaristía el Hijo de Dios viene a nuestro encuentro y
desea unirse a nosotros; la adoración eucarística no es sino la
continuación obvia de la celebración eucarística, la cual es en sí misma
el acto más grande de adoración de la Iglesia.[192]
Recibir la Eucaristía significa adorar al que recibimos. Precisamente
así, y sólo así, nos hacemos una sola cosa con Él y, en cierto modo,
pregustamos anticipadamente la belleza de la liturgia celestial. La
adoración fuera de la santa Misa prolonga e intensifica lo acontecido en
la misma celebración litúrgica. En efecto, « sólo en la adoración puede
madurar una acogida profunda y verdadera. Y precisamente en este acto
personal de encuentro con el Señor madura luego también la misión social
contenida en la Eucaristía y que quiere romper las barreras no sólo
entre el Señor y nosotros, sino también y sobre todo las barreras que
nos separan a los unos de los otros ».[193]
Práctica de la adoración eucarística
67. Por tanto, juntamente con la asamblea sinodal,
recomiendo ardientemente a los Pastores de la Iglesia y al Pueblo de
Dios la práctica de la adoración eucarística, tanto personal como
comunitaria.[194]
A este respecto, será de gran ayuda una catequesis adecuada en la que
se explique a los fieles la importancia de este acto de culto que
permite vivir más profundamente y con mayor fruto la celebración
litúrgica. Además, cuando sea posible, sobre todo en los lugares más
poblados, será conveniente indicar las iglesias u oratorios que se
pueden dedicar a la adoración perpetua. Recomiendo también que en la
formación catequética, sobre todo en el ciclo de preparación para la
Primera Comunión, se inicie a los niños en el significado y belleza de
estar con Jesús, fomentando el asombro por su presencia en la
Eucaristía.
Además, quisiera expresar admiración y apoyo a los
Institutos de vida consagrada cuyos miembros dedican una parte
importante de su tiempo a la adoración eucarística. De este modo ofrecen
a todos el ejemplo de personas que se dejan plasmar por la presencia
real del Señor. Al mismo tiempo, deseo animar a las asociaciones de
fieles, así como a las Cofradías, que tienen esta práctica como un
compromiso especial, siendo así fermento de contemplación para toda la
Iglesia y llamada a la centralidad de Cristo para la vida de los
individuos y de las comunidades.
Formas de devoción eucarística
68. La relación personal que cada fiel establece con
Jesús, presente en la Eucaristía, lo pone siempre en contacto con toda
la comunión eclesial, haciendo que tome conciencia de su pertenencia al
Cuerpo de Cristo. Por eso, además de invitar a los fieles a encontrar
personalmente tiempo para estar en oración ante el Sacramento del altar,
pido a las parroquias y a otros grupos eclesiales que promuevan
momentos de adoración comunitaria. Obviamente, conservan todo su valor
las formas de devoción eucarística ya existentes. Pienso, por ejemplo,
en las procesiones eucarísticas, sobre todo la procesión tradicional en
la solemnidad del Corpus Christi, en la práctica piadosa de las
Cuarenta Horas, en los Congresos eucarísticos locales, nacionales e
internacionales, y en otras iniciativas análogas. Estas formas de
devoción, debidamente actualizadas y adaptadas a las diversas
circunstancias, merecen ser cultivadas también hoy.[195]
Lugar del sagrario en la iglesia
69. Sobre la importancia de la reserva eucarística y de
la adoración y veneración del sacramento del sacrificio de Cristo, el
Sínodo de los Obispos ha reflexionado sobre la adecuada colocación del
sagrario en nuestras iglesias.[196]
En efecto, esto ayuda a reconocer la presencia real de Cristo en el
Santísimo Sacramento. Por tanto, es necesario que el lugar en que se
conservan las especies eucarísticas sea identificado fácilmente por
cualquiera que entre en la iglesia, también gracias a la lamparilla
encendida. Para ello, se ha de tener en cuenta la estructura
arquitectónica del edificio sacro: en las iglesias donde no hay capilla
del Santísimo Sacramento, y el sagrario está en el altar mayor, conviene
seguir usando dicha estructura para la conservación y adoración de la
Eucaristía, evitando poner delante la sede del celebrante. En las
iglesias nuevas conviene prever que la capilla del Santísimo esté cerca
del presbiterio; si esto no fuera posible, es preferible poner el
sagrario en el presbiterio, suficientemente alto, en el centro del
ábside, o bien en otro punto donde resulte bien visible. Todos estos
detalles ayudan a dar dignidad al sagrario, cuyo aspecto artístico
también debe cuidarse. Obviamente, se ha tener en cuenta lo que dice a
este respecto la Ordenación General del Misal Romano.[197] En todo caso, el juicio último en esta materia corresponde al Obispo diocesano.

TERCERA PARTE
EUCARISTÍA,
MISTERIO QUE SE HA DE VIVIR
«El Padre que vive me ha enviado y yo vivo por el Padre;
del mismo modo, el que come, vivirá por mí» (Jn 6,57)
El culto espiritual – logiké latreía (Rm 12,1)
70. El Señor Jesús, que por nosotros se ha hecho
alimento de verdad y de amor, hablando del don de su vida nos asegura
que « quien coma de este pan vivirá para siempre » (Jn 6,51).
Pero esta « vida eterna » se inicia en nosotros ya en este tiempo por el
cambio que el don eucarístico realiza en nosotros: « El que me come
vivirá por mí » (Jn 6,57). Estas palabras de Jesús nos permiten
comprender cómo el misterio « creído » y « celebrado » contiene en sí un
dinamismo que lo convierte en principio de vida nueva en nosotros y
forma de la existencia cristiana. En efecto, comulgando el Cuerpo y la
Sangre de Jesucristo se nos hace partícipes de la vida divina de un modo
cada vez más adulto y consciente. Análogamente a lo que san Agustín
dice en las Confesiones sobre el Logos eterno, alimento del
alma, poniendo de relieve su carácter paradójico, el santo Doctor
imagina que se le dice: « Soy el manjar de los grandes: crece, y me
comerás, sin que por eso me transforme en ti, como el alimento de tu
carne; sino que tú te transformarás en mí ».[198]
En efecto, no es el alimento eucarístico el que se transforma en
nosotros, sino que somos nosotros los que gracias a él acabamos por ser
cambiados misteriosamente. Cristo nos alimenta uniéndonos a él; « nos
atrae hacia sí ».[199]
La Celebración eucarística aparece aquí con toda su
fuerza como fuente y culmen de la existencia eclesial, ya que expresa,
al mismo tiempo, tanto el inicio como el cumplimiento del nuevo y
definitivo culto, la logiké latreía.[200]
A este respecto, las palabras de san Pablo a los Romanos son la
formulación más sintética de cómo la Eucaristía transforma toda nuestra
vida en culto espiritual agradable a Dios: « Os exhorto, por la
misericordia de Dios, a presentar vuestros cuerpos como hostia viva,
santa, agradable a Dios; éste es vuestro culto razonable » (Rm 12,1).
En esta exhortación se ve la imagen del nuevo culto como ofrenda total
de la propia persona en comunión con toda la Iglesia. La insistencia del
Apóstol sobre la ofrenda de nuestros cuerpos subraya la concreción
humana de un culto que no es para nada desencarnado. A este propósito,
el santo de Hipona nos sigue recordando que « éste es el sacrificio de
los cristianos: es decir, el llegar a ser muchos en un solo cuerpo en
Cristo. La Iglesia celebra este misterio con el sacramento del altar,
que los fieles conocen bien, y en el que se les muestra claramente que
en lo que se ofrece ella misma es ofrecida ».[201]
En efecto, la doctrina católica afirma que la Eucaristía, como
sacrificio de Cristo, es también sacrificio de la Iglesia, y por tanto
de los fieles.[202]
La insistencia sobre el sacrificio —« hacer sagrado »— expresa aquí
toda la densidad existencial que se encuentra implicada en la
transformación de nuestra realidad humana ganada por Cristo (cf. Flp 3,12).
Eficacia integradora del culto eucarístico
71. El nuevo culto cristiano abarca todos los aspectos
de la vida, transfigurándola: « Cuando comáis o bebáis o hagáis
cualquier otra cosa, hacedlo todo para gloria de Dios » (1 Co
10,31). El cristiano está llamado a expresar en cada acto de su vida el
verdadero culto a Dios. De aquí toma forma la naturaleza intrínsecamente
eucarística de la vida cristiana. La Eucaristía, al implicar la
realidad humana concreta del creyente, hace posible, día a día, la
transfiguración progresiva del hombre, llamado a ser por gracia imagen
del Hijo de Dios (cf. Rm 8,29 s.). Todo lo que hay de
auténticamente humano —pensamientos y afectos, palabras y obras—
encuentra en el sacramento de la Eucaristía la forma adecuada para ser
vivido en plenitud. Aparece aquí todo el valor antropológico de la
novedad radical traída por Cristo con la Eucaristía: el culto a Dios en
la vida humana no puede quedar relegado a un momento particular y
privado, sino que, por su naturaleza, tiende a impregnar todos los
aspectos de la realidad del individuo. El culto agradable a Dios se
convierte así en un nuevo modo de vivir todas las circunstancias de la
existencia, en la que cada detalle queda exaltado al ser vivido dentro
de la relación con Cristo y como ofrenda a Dios. La gloria de Dios es el
hombre viviente (cf. 1 Co 10,31). Y la vida del hombre es la visión de Dios.[203]
« Iuxta dominicam viventes » – Vivir según el domingo
72. Esta novedad radical que la Eucaristía introduce en
la vida del hombre ha estado presente en la conciencia cristiana desde
el principio. Los fieles percibieron en seguida el influjo profundo que
la Celebración eucarística ejercía sobre su estilo de vida. San Ignacio
de Antioquía expresaba esta verdad definiendo a los cristianos como «
los que han llegado a la nueva esperanza », y los presentaba como los
que viven « según el domingo » (iuxta dominicam viventes).[204]
Esta fórmula del gran mártir antioqueno pone claramente de relieve la
relación entre la realidad eucarística y la vida cristiana en su
cotidianidad. La costumbre característica de los cristianos de reunirse
el primer día después del sábado para celebrar la resurrección de Cristo
—según el relato de san Justino mártir[205]
es el hecho que define también la forma de la existencia renovada por
el encuentro con Cristo. La fórmula de san Ignacio —« vivir según el
domingo »— subraya también el valor paradigmático que este día santo
posee con respecto a cualquier otro día de la semana. En efecto, su
diferencia no está simplemente en dejar las actividades habituales, como
una especie de paréntesis dentro del ritmo normal de los días. Los
cristianos siempre han vivido este día como el primero de la semana,
porque en él se hace memoria de la radical novedad traída por Cristo.
Así pues, el domingo es el día en que el cristiano encuentra aquella
forma eucarística de su existencia que está llamado a vivir
constantemente. « Vivir según el domingo » quiere decir vivir
conscientes de la liberación traída por Cristo y desarrollar la propia
vida como ofrenda de sí mismos a Dios, para que su victoria se
manifieste plenamente a todos los hombres a través de una conducta
renovada íntimamente.
Vivir el precepto dominical
73. Los Padres sinodales, conscientes de este nuevo
principio de vida que la Eucaristía pone en el cristiano, han reafirmado
la importancia del precepto dominical para todos los fieles, como
fuente de libertad auténtica, para poder vivir cada día según lo que han
celebrado en el « día del Señor ». En efecto, la vida de fe peligra
cuando ya no se siente el deseo de participar en la Celebración
eucarística, en que se hace memoria de la victoria pascual. Participar
en la asamblea litúrgica dominical, junto con todos los hermanos y
hermanas con los que se forma un solo cuerpo en Jesucristo, es algo que
la conciencia cristiana reclama y que al mismo tiempo la forma. Perder
el sentido del domingo, como día del Señor para santificar, es síntoma
de una pérdida del sentido auténtico de la libertad cristiana, la
libertad de los hijos de Dios.[206] A este respecto, son hermosas las observaciones de mi venerado predecesor Juan Pablo II en la Carta apostólica Dies Domini.[207] a propósito de las diversas dimensiones del domingo para los cristianos: es dies Domini, con referencia a la obra de la creación; dies Christi como día de la nueva creación y del don del Espíritu Santo que hace el Señor Resucitado; dies Ecclesiae como día en que la comunidad cristiana se congrega para la celebración; dies hominis como día de alegría, descanso y caridad fraterna.
Por tanto, este día se manifiesta como fiesta primordial
en la que cada fiel, en el ambiente en que vive, puede ser anunciador y
custodio del sentido del tiempo. En efecto, de este día brota el
sentido cristiano de la existencia y un nuevo modo de vivir el tiempo,
las relaciones, el trabajo, la vida y la muerte. Por eso, convienes que
en el día del Señor los grupos eclesiales organicen en torno a la
Celebración eucarística dominical manifestaciones propias de la
comunidad cristiana: encuentros de amistad, iniciativas para formar la
fe de niños, jóvenes y adultos, peregrinaciones, obras de caridad y
diversos momentos de oración. Ante estos valores tan importantes —aun
cuando el sábado por la tarde, desde las primeras Vísperas, ya
pertenezca al domingo y esté permitido cumplir el precepto dominical— es
preciso recordar que el domingo merece ser santificado en sí mismo,
para que no termine siendo un día « vacío de Dios ».[208]
Sentido del descanso y del trabajo
74. Es particularmente urgente en nuestro tiempo
recordar que el día del Señor es también el día de descanso del trabajo.
Esperamos con gran interés que la sociedad civil lo reconozca también
así, a fin de que sea posible liberarse de las actividades laborales sin
sufrir por ello perjuicio alguno. En efecto, los cristianos, en cierta
relación con el sentido del sábado en la tradición judía, han
considerado el día del Señor también como el día del descanso del
trabajo cotidiano. Esto tiene un significado propio, al ser una relativización del trabajo,
que debe estar orientado al hombre: el trabajo es para el hombre y no
el hombre para el trabajo. Es fácil intuir cómo así se protege al hombre
en cuanto se emancipa de una posible forma de esclavitud. Como he
afirmado, « el trabajo reviste una importancia primaria para la
realización del hombre y el desarrollo de la sociedad, y por eso es
preciso que se organice y desarrolle siempre en el pleno respeto de la
dignidad humana y al servicio del bien común. Al mismo tiempo, es
indispensable que el hombre no se deje dominar por el trabajo, que no lo
idolatre, pretendiendo encontrar en él el sentido último y definitivo
de la vida ».[209] En el día consagrado a Dios es donde el hombre comprende el sentido de su vida y también de la actividad laboral.[210]
Asambleas dominicales en ausencia de sacerdote
75. Al profundizar en el sentido de la Celebración
dominical para la vida del cristiano, se plantea espontáneamente el
problema de las comunidades cristianas en las que falta el sacerdote y
donde, por consiguiente, no es posible celebrar la santa Misa en el día
del Señor. A este respecto, se ha de reconocer que nos encontramos ante
situaciones bastante diferentes entre sí. El Sínodo, ante todo, ha
recomendado a los fieles acercarse a una de las iglesias de la diócesis
en que esté garantizada la presencia del sacerdote, aun cuando eso
requiera un cierto sacrificio.[211]
En cambio, allí donde las grandes distancias hacen prácticamente
imposible la participación en la Eucaristía dominical, es importante que
las comunidades cristianas se reúnan igualmente para alabar al Señor y
hacer memoria del día dedicado a Él. Sin embargo, esto debe realizarse
en el contexto de una adecuada instrucción acerca de la diferencia entre
la santa Misa y las asambleas dominicales en ausencia de sacerdote. La
atención pastoral de la Iglesia se expresa en este caso vigilando para
que la liturgia de la Palabra, organizada bajo la dirección de un
diácono o de un responsable de la comunidad, al que le haya sido
confiado debidamente este ministerio por la autoridad competente, se
cumpla según un ritual específico elaborado por las Conferencias
episcopales y aprobado por ellas para este fin.[212]
Recuerdo que corresponde a los Ordinarios conceder la facultad de
distribuir la comunión en dichas liturgias, valorando cuidadosamente la
conveniencia de la opción. Además, se ha de evitar que dichas asambleas
provoquen confusión sobre el papel central del sacerdote y la dimensión
sacramental en la vida de la Iglesia. La importancia del papel de los
laicos, a los que se ha de agradecer su generosidad al servicio de las
comunidades cristianas, nunca ha de ocultar el ministerio insustituible
de los sacerdotes para la vida de la Iglesia.[213]
Así pues, se ha de vigilar atentamente para que las asambleas en
ausencia de sacerdote no den lugar a puntos de vista eclesiológicos en
contraste con la verdad del Evangelio y la tradición de la Iglesia. Es
más, deberían ser ocasiones privilegiadas para pedir a Dios que mande
sacerdotes santos según su corazón. A este respecto, es conmovedor lo
que escribía el Papa Juan Pablo II en la Carta a los Sacerdotes para
el Jueves Santo de 1979, recordando aquellos lugares en los que la
gente, privada del sacerdote por parte del régimen dictatorial, se
reunía en una iglesia o santuario, ponía sobre el altar la estola que
conservaba todavía y recitaba las oraciones de la liturgia eucarística,
haciendo silencio « en el momento que corresponde a la transustanciación
», dando así testimonio del ardor con que « desean escuchar las
palabras, que sólo los labios de un sacerdote pueden pronunciar
eficazmente ».[214]
Precisamente en esta perspectiva, teniendo en cuenta el bien
incomparable que se deriva de la celebración del Sacrificio eucarístico,
pido a todos los sacerdotes una activa y concreta disponibilidad para
visitar lo más a menudo posible las comunidades confiadas a su atención
pastoral, para que no permanezcan demasiado tiempo sin el Sacramento de
la caridad.
Una forma eucarística de la vida cristiana,
la pertenencia eclesial
76. La importancia del domingo como dies Ecclesiae
nos remite a la relación intrínseca entre la victoria de Jesús sobre el
mal y sobre la muerte y nuestra pertenencia a su Cuerpo eclesial. En
efecto, en el Día del Señor todo cristiano descubre también la dimensión
comunitaria de su propia existencia redimida. Participar en la acción
litúrgica, comulgar el Cuerpo y la Sangre de Cristo quiere decir, al
mismo tiempo, hacer cada vez más íntima y profunda la propia pertenencia
a Él, que murió por nosotros (cf. 1 Co 6,19 s.; 7,23). Verdaderamente, quién se alimenta de Cristo vive por Él. El sentido profundo de la communio sanctorum
se entiende en relación con el Misterio eucarístico. La comunión tiene
siempre y de modo inseparable una connotación vertical y una horizontal:
comunión con Dios y comunión con los hermanos y hermanas. Las dos
dimensiones se encuentran misteriosamente en el don eucarístico. « Donde
se destruye la comunión con Dios, que es comunión con el Padre, con el
Hijo y con el Espíritu Santo, se destruye también la raíz y el manantial
de la comunión con nosotros. Y donde no se vive la comunión entre
nosotros, tampoco es viva y verdadera la comunión con el Dios Trinitario
».[215] Así pues, llamados a ser miembros de Cristo y, por tanto, miembros los unos de los otros (cf. 1 Co 12,27),
formamos una realidad fundada ontológicamente en el Bautismo y
alimentada por la Eucaristía, una realidad que requiere una respuesta
sensible en la vida de nuestras comunidades.
La forma eucarística de la vida cristiana es sin duda
una forma eclesial y comunitaria. El modo concreto en que cada fiel
puede experimentar su pertenencia al Cuerpo de Cristo se realiza a
través de la diócesis y las parroquias, como estructuras fundamentales
de la Iglesia en un territorio particular. Las asociaciones, los
movimientos eclesiales y las nuevas comunidades —con la vitalidad de sus
carismas concedidos por el Espíritu Santo para nuestro tiempo—, así
como también los Institutos de vida consagrada, tienen el deber de dar
su contribución específica para favorecer en los fieles la percepción de
pertenecer al Señor (cf. Rm 14,8). El fenómeno de la
secularización, que comporta aspectos marcadamente individualistas,
ocasiona sus efectos deletéreos sobre todo en las personas que se
aíslan, y por el escaso sentido de pertenencia. El cristianismo, desde
sus comienzos, supone siempre una compañía, una red de relaciones
vivificadas continuamente por la escucha de la Palabra, la Celebración
eucarística y animadas por el Espíritu Santo.
Espiritualidad y cultura eucarística
77. Es significativo que los Padres sinodales hayan
afirmado que « los fieles cristianos necesitan comprender más
profundamente las relaciones entre la Eucaristía y la vida cotidiana. La
espiritualidad eucarística no es solamente participación en la Misa y
devoción al Santísimo Sacramento. Abarca la vida entera ».[216]
Esta consideración tiene hoy un significado particular  para todos
nosotros. Se ha de reconocer que uno de los efectos más graves de la
secularización, mencionada antes, consiste en haber relegado la fe
cristiana al margen de la existencia, como si fuera algo inútil con
respecto al desarrollo concreto de la vida de los hombres. El fracaso de
este modo de vivir « como si Dios no existiera » está ahora a la vista
de todos. Hoy se necesita redescubrir que Jesucristo no es una simple
convicción privada o una doctrina abstracta, sino una persona real cuya
entrada en la historia es capaz de renovar la vida de todos. Por eso la
Eucaristía, como fuente y culmen de la vida y de la misión de la
Iglesia, se tiene que traducir en espiritualidad, en vida « según el
Espíritu » (cf. Rm 8,4 s.; Ga 5,16.25). Resulta
significativo que san Pablo, en el pasaje de la Carta a los Romanos en
que invita a vivir el nuevo culto espiritual, mencione al mismo tiempo
la necesidad de cambiar el propio modo de vivir y pensar: « Y no os
ajustéis a este mundo, sino transformaos por la renovación de la mente,
para que sepáis discernir lo que es la voluntad de Dios, lo bueno, lo
que agrada, lo perfecto » (12,2). De esta manera, el Apóstol de los
gentiles subraya la relación entre el verdadero culto espiritual y la
necesidad de entender de un modo nuevo la vida y vivirla. La renovación
de la mentalidad es parte integrante de la forma eucarística de la vida
cristiana, « para que ya no seamos niños sacudidos por las olas y
llevados al retortero por todo viento de doctrina » (Ef 4,14).
Eucaristía y evangelización de las culturas
78. De todo lo expuesto se desprende que el Misterio eucarístico nos hace entrar en diálogo con las diferentes culturas, aunque en cierto sentido también las desafía.[217] Se ha de reconocer el carácter intercultural de este nuevo culto, de esta logiké latreía.
La presencia de Jesucristo y la efusión del Espíritu Santo son
acontecimientos que pueden confrontarse siempre con cada realidad
cultural, para fermentarla evangélicamente. Por consiguiente, esto
comporta el compromiso de promover con convicción la evangelización de
las culturas, con la conciencia de que el mismo Cristo es la verdad de
todo hombre y de toda la historia humana. La Eucaristía se convierte en
criterio de valorización de todo lo que el cristiano encuentra en las
diferentes expresiones culturales. En este importante proceso podemos
escuchar las muy significativas palabras de san Pablo que, en su primera
Carta a los Tesalonicenses, exhorta: « examinadlo todo, quedándoos con
lo bueno » (5,21).
Eucaristía y fieles laicos
79. En Cristo, Cabeza de la Iglesia que es su Cuerpo,
todos los cristianos forman « una raza elegida, un sacerdocio real, una
nación consagrada, un pueblo adquirido por Dios para proclamar las
hazañas del que nos llamó a salir de la tiniebla y a entrar en su luz
maravillosa » (1 P 2,9). La Eucaristía, como misterio que se ha
de vivir, se ofrece a cada persona en la condición en que se encuentra,
haciendo que viva diariamente la novedad cristiana en su situación
existencial. Puesto que el Sacrificio eucarístico alimenta y acrecienta
en nosotros lo que ya se nos ha dado en el Bautismo, por el cual todos
estamos llamados a la santidad,[218]
esto debería aflorar y manifestarse también en las situaciones o
estados de vida en que se encuentra cada cristiano. Este, viviendo la
propia vida como vocación, se convierte día tras día en culto agradable a
Dios. Ya desde la reunión litúrgica, el Sacramento de la Eucaristía nos
compromete en la realidad cotidiana para que todo se haga para gloria
de Dios.
Puesto que el mundo es « el campo » (Mt 13,38) en
el que Dios pone a sus hijos como buena semilla, los laicos cristianos,
en virtud del Bautismo y de la Confirmación, y fortalecidos por la
Eucaristía, están llamados a vivir la novedad radical traída por Cristo
precisamente en las condiciones comunes de la vida.[219]
Han de cultivar el deseo de que la Eucaristía influya cada vez más
profundamente en su vida cotidiana, convirtiéndolos en testigos visibles
en su propio ambiente de trabajo y en toda la sociedad.[220]
Animo en especial a las familias para que este Sacramento sea fuente de
fuerza e inspiración. El amor entre el hombre y la mujer, la acogida de
la vida y la tarea educativa son ámbitos privilegiados en los que la
Eucaristía puede mostrar su capacidad de transformar la existencia y
llenarla de sentido.[221]
Los Pastores siempre han de apoyar, educar y animar a los fieles laicos
a vivir plenamente su propia vocación a la santidad en el mundo, al que
Dios ha amado tanto que le ha entregado a su Hijo para que se salve por
Él (cf. Jn 3,16).
Eucaristía y espiritualidad sacerdotal
80. Indudablemente, la forma eucarística de la
existencia cristiana se manifiesta de modo particular en el estado de
vida sacerdotal. La espiritualidad sacerdotal es intrínsecamente
eucarística. La semilla de esta espiritualidad  ya se encuentra en las
palabras que el Obispo pronuncia en la liturgia de la Ordenación: «
Recibe la ofrenda del pueblo santo para presentarla a Dios. Considera lo
que realizas e imita lo que conmemoras, y conforma tu vida con el
misterio de la cruz del Señor ».[222]
El sacerdote, para dar a su vida una forma eucarística cada vez más
plena, ya en el período de formación y luego en los años sucesivos, ha
de dedicar tiempo a la vida espiritual.[223]
Está llamado a ser siempre un auténtico buscador de Dios, permaneciendo
al mismo tiempo cercano a las preocupaciones de los hombres. Una vida
espiritual intensa le permitirá entrar más profundamente en comunión con
el Señor y le ayudará a dejarse ganar por el amor de Dios, siendo su
testigo en todas las circunstancias, aunque sean difíciles y sombrías.
Por esto, junto con los Padres del Sínodo, recomiendo a los sacerdotes «
la celebración diaria de la santa Misa, aun cuando no hubiera
participación de fieles ».[224]
Esta recomendación está en consonancia ante todo con el valor
objetivamente infinito de cada Celebración eucarística; y, además, está
motivado por su singular eficacia espiritual, porque si la santa Misa se
vive con atención y con fe, es formativa en el sentido más profundo de
la palabra, pues promueve la configuración con Cristo y consolida al
sacerdote en su vocación.
Eucaristía y vida consagrada
81. En el contexto de la relación entre la Eucaristía y
las diversas vocaciones eclesiales resplandece de modo particular « el
testimonio profético de las consagradas y de los consagrados, que
encuentran en la Celebración eucarística y en la adoración la fuerza
para el seguimiento radical de Cristo obediente, pobre y casto ».[225]
Los consagrados y las consagradas, incluso desempeñando muchos
servicios en el campo de la formación humana y en la atención a los
pobres, en la enseñanza o en la asistencia a los enfermos, saben que el
objetivo principal de su vida es « la contemplación de las cosas divinas
y la unión asidua con Dios ».[226]
La contribución esencial que la Iglesia espera de la vida consagrada es
más en el orden del ser que en el del hacer. En este contexto, quisiera
subrayar la importancia del testimonio virginal precisamente en
relación con el misterio de la Eucaristía. En efecto, además de la
relación con el celibato sacerdotal, el Misterio eucarístico manifiesta
una relación intrínseca con la virginidad consagrada, ya que es
expresión de la consagración exclusiva de la Iglesia a Cristo, que ella
con fidelidad radical y fecunda acoge como a su Esposo.[227]
La virginidad consagrada encuentra en la Eucaristía inspiración y
alimento para su entrega total a Cristo. Además, en la Eucaristía
obtiene consuelo e impulso para ser, también en nuestro tiempo, signo
del amor gratuito y fecundo de Dios a la humanidad. A través de su
testimonio específico, la vida consagrada se convierte objetivamente en
referencia y anticipación de las « bodas del Cordero » (Ap
19,7-9), meta de toda la historia de la salvación. En este sentido, es
una llamada eficaz al horizonte escatológico que todo hombre necesita
para poder orientar sus propias opciones y decisiones de vida.
Eucaristía y transformación moral
82. Descubrir la belleza de la forma eucarística de la
vida cristiana nos lleva a reflexionar también sobre la fuerza moral que
dicha forma produce para defender la auténtica libertad de los hijos de
Dios. Con esto deseo recordar una temática surgida en el Sínodo sobre
la relación entre forma eucarística de la vida y transformación moral. El Papa Juan Pablo II afirmaba que la vida moral « posee el valor de un ‘‘culto espiritual'' (Rm 12,1; cf. Flp
3,3) que nace y se alimenta de aquella inagotable fuente de santidad y
glorificación de Dios que son los sacramentos, especialmente la
Eucaristía; en efecto, participando en el sacrificio de la Cruz, el
cristiano comulga con el amor de donación de Cristo y se capacita y
compromete a vivir esta misma caridad en todas sus actitudes y
comportamientos de vida ».[228]
En definitiva, « en el ‘‘culto'' mismo, en la comunión eucarística,
está incluido a la vez el ser amado y el amar a los otros. Una
Eucaristía que no comporte un ejercicio práctico del amor es
fragmentaria en sí misma ».[229]
Esta referencia al valor moral del culto espiritual no
se ha de interpretar en clave moralista. Es ante todo el gozoso
descubrimiento del dinamismo del amor en el corazón que acoge el don del
Señor, se abandona a Él y encuentra la verdadera libertad. La
transformación moral que comporta el nuevo culto instituido por Cristo,
es una tensión y un deseo cordial de corresponder al amor del Señor con
todo el propio ser, a pesar de la conciencia de la propia fragilidad.
Todo esto está bien reflejado en el relato evangélico de Zaqueo (cf. Lc
19,1-10). Después de haber hospedado a Jesús en su casa, el publicano
se ve completamente transformado: decide dar la mitad de sus bienes a
los pobres y devuelve cuatro veces más a quienes había robado. El
impulso moral, que nace de acoger a Jesús en nuestra vida, brota de la
gratitud por haber experimentado la inmerecida cercanía del Señor.
Coherencia eucarística
83. Es importante notar lo que los Padres sinodales han denominado coherencia eucarística,
a la cual está llamada objetivamente nuestra vida. En efecto, el culto
agradable a Dios nunca es un acto meramente privado, sin consecuencias
en nuestras relaciones sociales: al contrario, exige el testimonio
público de la propia fe. Obviamente, esto vale para todos los
bautizados, pero tiene una importancia particular para quienes, por la
posición social o política que ocupan, han de tomar decisiones sobre
valores fundamentales, como el respeto y la defensa de la vida humana,
desde su concepción hasta su fin natural, la familia fundada en el
matrimonio entre hombre y mujer, la libertad de educación de los hijos y
la promoción del bien común en todas sus formas.[230]
Estos valores no son negociables. Así pues, los políticos y los
legisladores católicos, conscientes de su grave responsabilidad social,
deben sentirse particularmente interpelados por su conciencia,
rectamente formada, para presentar y apoyar leyes inspiradas en los
valores fundados en la naturaleza humana.[231] Esto tiene además una relación objetiva con la Eucaristía (cf. 1 Co 11,27-29).
Los Obispos han de llamar constantemente la atención sobre estos
valores. Ello es parte de su responsabilidad para con la grey que se les
ha confiado.[232]
Eucaristía y misión
84. En la homilía
durante la Celebración eucarística con la que he iniciado solemnemente
mi ministerio en la Cátedra de Pedro, decía: « Nada hay más hermoso que
haber sido alcanzados, sorprendidos, por el Evangelio, por Cristo. Nada
más bello que conocerle y comunicar a los otros la amistad con él ».[233]
Esta afirmación asume una mayor intensidad si pensamos en el Misterio
eucarístico. En efecto, no podemos guardar para nosotros el amor que
celebramos en el Sacramento. Éste exige por su naturaleza que sea
comunicado a todos. Lo que el mundo necesita es el amor de Dios,
encontrar a Cristo y creer en Él. Por eso la Eucaristía no es sólo
fuente y culmen de la vida de la Iglesia; lo es también de su misión: «
Una Iglesia auténticamente eucarística es una Iglesia misionera ».[234]
También nosotros podemos decir a nuestros hermanos con convicción: « Lo
que hemos visto y oído os lo anunciamos para que estéis unidos con
nosotros » (1 Jn 1,3). Verdaderamente, nada hay más hermoso que
encontrar a Cristo y comunicarlo a todos. Además, la institución misma
de la Eucaristía anticipa lo que es el centro de la misión de Jesús: Él
es el enviado del Padre para la redención del mundo (cf. Jn 3,16-17; Rm
8,32). En la última Cena Jesús confía a sus discípulos el Sacramento
que actualiza el sacrificio que Él ha hecho de sí mismo en obediencia al
Padre para la salvación de todos nosotros. No podemos acercarnos a la
Mesa eucarística sin dejarnos llevar por ese movimiento de la misión
que, partiendo del corazón mismo de Dios, tiende a llegar a todos los
hombres. Así pues, el impulso misionero es parte constitutiva de la
forma eucarística de la vida cristiana.
Eucaristía y testimonio
85. La misión primera y fundamental que recibimos de los
santos Misterios que celebramos es la de dar testimonio con nuestra
vida. El asombro por el don que Dios nos ha hecho en Cristo infunde en
nuestra vida un dinamismo nuevo, comprometiéndonos a ser testigos de su
amor. Nos convertimos en testigos cuando, por nuestras acciones,
palabras y modo de ser, aparece Otro y se comunica. Se puede decir que
el testimonio es el medio con el que la verdad del amor de Dios llega al
hombre en la historia, invitándolo a acoger libremente esta novedad
radical. En el testimonio Dios, por así decir, se expone al riesgo de la
libertad del hombre. Jesús mismo es el testigo fiel y veraz (cf. Ap 1,5; 3,14); vino para dar testimonio de la verdad (cf. Jn 18,37).
Con estas reflexiones deseo recordar un concepto muy querido por los
primeros cristianos, pero que también nos afecta a nosotros, cristianos
de hoy: el testimonio hasta el don de sí mismos, hasta el martirio, ha
sido considerado siempre en la historia de la Iglesia como la cumbre del
nuevo culto espiritual: « Ofreced vuestros cuerpos » (Rm 12,1).
Se puede recordar, por ejemplo, el relato del martirio de san Policarpo
de Esmirna, discípulo de san Juan: todo el acontecimiento dramático es
descrito como una liturgia, más aún como si el mártir mismo se
convirtiera en Eucaristía.[235]
Pensemos también en la conciencia eucarística que san Ignacio de
Antioquía expresa ante su martirio: él se considera « trigo de Dios » y
desea llegar a ser en el martirio « pan puro de Cristo ».[236]
El cristiano que ofrece su vida en el martirio entra en plena comunión
con la Pascua de Jesucristo y así se convierte con Él en Eucaristía.
Tampoco faltan hoy en la Iglesia mártires en los que se manifiesta de
modo supremo el amor de Dios. Sin embargo, aun cuando no se requiera la
prueba del martirio, sabemos que el culto agradable a Dios implica
también interiormente esta disponibilidad,[237]
y se manifiesta en el testimonio alegre y convencido ante el mundo de
una vida cristiana coherente allí donde el Señor nos llama a anunciarlo.
Jesucristo, único Salvador
86. Subrayar la relación intrínseca entre Eucaristía y
misión nos ayuda a redescubrir también el contenido último de nuestro
anuncio. Cuanto más vivo sea el amor por la Eucaristía en el corazón del
pueblo cristiano, tanto más clara tendrá la tarea de la misión: llevar a Cristo.
No es sólo una idea o una ética inspirada en Él, sino el don de su
misma Persona. Quien no comunica la verdad del Amor al hermano no ha
dado todavía bastante. La Eucaristía, como sacramento de nuestra
salvación, nos lleva a considerar de modo ineludible la unicidad de
Cristo y de la salvación realizada por Él a precio de su sangre. Por
tanto, la exigencia de educar constantemente a todos al trabajo
misionero, cuyo centro es el anuncio de Jesús, único Salvador, surge del
Misterio eucarístico, creído y celebrado.[238]
Así se evitará que se reduzca a una interpretación meramente
sociológica la decisiva obra de promoción humana que comporta siempre
todo auténtico proceso de evangelización.
Libertad de culto
87. En este contexto, deseo hablar de lo que los Padres
han afirmado durante la asamblea sinodal sobre las graves dificultades
que afectan a la misión de aquellas comunidades cristianas que viven en
condiciones de minoría o incluso privadas de la libertad religiosa.[239]
Realmente debemos dar gracias al Señor por todos los Obispos,
sacerdotes, personas consagradas y laicos, que se dedican a anunciar el
Evangelio y viven su fe arriesgando la propia vida. En muchas regiones
del mundo el mero hecho de ir a la Iglesia es un testimonio heroico que
expone a las personas a la marginación y a la violencia. En esta
ocasión, deseo confirmar también la solidaridad de toda la Iglesia con
los que sufren por la falta de libertad de culto. Como sabemos, donde
falta la libertad religiosa, falta en definitiva la libertad más
significativa, ya que en la fe el hombre expresa su íntima convicción
sobre el sentido último de su vida. Pidamos, pues, que aumenten los
espacios de libertad religiosa en todos los Estados, para que los
cristianos, así como también los miembros de otras religiones, puedan
vivir personal y comunitariamente sus convicciones libremente.
Eucaristía: pan partido para la vida del mundo
88. « El pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo » (Jn
6,51). Con estas palabras el Señor revela el verdadero sentido del don
de su propia vida por todos los hombres y nos muestran también la íntima
compasión que Él tiene por cada persona. En efecto, los Evangelios nos
narran muchas veces los sentimientos de Jesús por los hombres, de modo
especial por los que sufren y los pecadores (cf. Mt 20,34; Mc 6,54; Lc
9,41). Mediante un sentimiento profundamente humano, Él expresa la
intención salvadora de Dios para todos los hombres, a fin de que lleguen
a la vida verdadera. Cada celebración eucarística actualiza
sacramentalmente el don de su propia vida que Jesús hizo en la Cruz por
nosotros y por el mundo entero. Al mismo tiempo, en la Eucaristía Jesús
nos hace testigos de la compasión de Dios por cada hermano y hermana.
Nace así, en torno al Misterio eucarístico, el servicio de la caridad
para con el prójimo, que « consiste precisamente en que, en Dios y con
Dios, amo también a la persona que no me agrada o ni siquiera conozco.
Esto sólo puede llevarse a cabo a partir del encuentro íntimo con Dios,
un encuentro que se ha convertido en comunión de voluntad, llegando a
implicar el sentimiento. Entonces aprendo a mirar a esta otra persona no
ya sólo con mis ojos y sentimientos, sino desde la perspectiva de
Jesucristo ».[240]
De ese modo, en las personas que encuentro reconozco a hermanos y
hermanas por los que el Señor ha dado su vida amándolos « hasta el
extremo » (Jn 13,1). Por consiguiente, nuestras comunidades,
cuando celebran la Eucaristía, han de ser cada vez más conscientes de
que el sacrificio de Cristo es para todos y que, por eso, la Eucaristía
impulsa a todo el que cree en Él a hacerse « pan partido » para los
demás y, por tanto, a trabajar por un mundo más justo y fraterno.
Pensando en la multiplicación de los panes y los peces, hemos de
reconocer que Cristo sigue exhortando también hoy a sus discípulos a
comprometerse en primera persona: « dadles vosotros de comer » (Mt 14,16). En verdad, la vocación de cada uno de nosotros consiste en ser, junto con Jesús, pan partido para la vida del mundo.
Implicaciones sociales del Misterio eucarístico
89. La unión con Cristo que se realiza en el Sacramento
nos capacita también para nuevos tipos de relaciones sociales: « la
"mística'' del Sacramento tiene un carácter social ». En efecto, « la
unión con Cristo es al mismo tiempo unión con todos los demás a los que
Él se entrega. No puedo tener a Cristo sólo para mí; únicamente puedo
pertenecerle en unión con todos los que son suyos o lo serán »[241]
A este respecto, hay que explicitar la relación entre Misterio
eucarístico y compromiso social. La Eucaristía es sacramento de comunión
entre hermanos y hermanas que aceptan reconciliarse en Cristo, el cual
ha hecho de judíos y paganos un pueblo solo, derribando el muro de
enemistad que los separaba (cf. Ef 2,14). Sólo esta constante
tensión hacia la reconciliación permite comulgar dignamente con el
Cuerpo y la Sangre de Cristo (cf. Mt 5,23- 24).[242]
Cristo, por el memorial de su sacrificio, refuerza la comunión entre
los hermanos y, de modo particular, apremia a los que están enfrentados
para que aceleren su reconciliación abriéndose al diálogo y al
compromiso por la justicia. No cabe duda de que las condiciones para
establecer una paz verdadera son la restauración de la justicia, la
reconciliación y el perdón.[243]
De esta toma de conciencia nace la voluntad de transformar también las
estructuras injustas para restablecer el respeto de la dignidad del
hombre, creado a imagen y semejanza de Dios. La Eucaristía, a través de
la puesta en práctica de este compromiso, transforma en vida lo que ella
significa en la celebración. Como he afirmado, la Iglesia no tiene como
tarea propia emprender una batalla política para realizar la sociedad
más justa posible; sin embargo, tampoco puede ni debe quedarse al margen
de la lucha por la justicia. La Iglesia « debe insertarse en ella a
través de la argumentación racional y debe despertar las fuerzas
espirituales, sin las cuales la justicia, que siempre exige también
renuncias, no puede afirmarse ni prosperar ».[244]
En la perspectiva de la responsabilidad social de todos
los cristianos, los Padres sinodales han recordado que el sacrificio de
Cristo es misterio de liberación que nos interpela y provoca
continuamente. Dirijo por tanto una llamada a todos los fieles para que
sean realmente operadores de paz y de justicia: « En efecto, quien
participa en la Eucaristía ha de comprometerse en construir la paz en
nuestro mundo marcado por tantas violencias y guerras, y de modo
particular hoy, por el terrorismo, la corrupción económica y la
explotación sexual ».[245]
Todos estos problemas, que a su vez engendran otros fenómenos
degradantes, son los que despiertan viva preocupación. Sabemos que estas
situaciones no se pueden afrontar de un manera superficial.
Precisamente, gracias al Misterio que celebramos, deben denunciarse las
circunstancias que van contra la dignidad del hombre, por el cual Cristo
ha derramado su sangre, afirmando así el alto valor de cada persona.
El alimento de la verdad y la indigencia del hombre
90. No podemos permanecer pasivos ante ciertos procesos
de globalización que con frecuencia hacen crecer desmesuradamente en
todo el mundo la diferencia entre ricos y pobres. Debemos denunciar a
quien derrocha las riquezas de la tierra, provocando desigualdades que
claman al cielo (cf. St 5,4). Por ejemplo, es imposible
permanecer callados ante « las imágenes sobrecogedoras de los grandes
campos de prófugos o de refugiados —en muchas partes del mundo—
concentrados en precarias condiciones para librarse de una suerte peor,
pero necesitados de todo. Estos seres humanos, ¿no son nuestros hermanos
y hermanas? ¿Acaso sus hijos no vienen al mundo con las mismas
esperanzas legítimas de felicidad que los demás? ».[246]
El Señor Jesús, Pan de vida eterna, nos apremia y nos hace estar
atentos a las situaciones de pobreza en que se halla todavía gran parte
de la humanidad: son situaciones cuya causa implica a menudo un clara e
inquietante responsabilidad por parte de los hombres. En efecto, « sobre
la base de datos estadísticos disponibles, se puede afirmar que menos
de la mitad de las ingentes sumas destinadas globalmente a armamento
sería más que suficiente para sacar de manera estable de la indigencia
al inmenso ejército de los pobres. Esto interpela a la conciencia
humana. Nuestro común compromiso por la verdad puede y tiene que dar
nueva esperanza a estas poblaciones que viven bajo el umbral de la
pobreza, mucho más a causa de situaciones que dependen de las relaciones
internacionales políticas, comerciales y culturales, que a causa de
circunstancias incontroladas ».[247]
El alimento de la verdad nos impulsa a denunciar las
situaciones indignas del hombre, en las que a causa de la injusticia y
la explotación se muere por falta de comida, y nos da nueva fuerza y
ánimo para trabajar sin descanso en la construcción de la civilización
del amor. Los cristianos han procurado desde el principio compartir sus
bienes (cf. Hch 4,32) y ayudar a los pobres (cf. Rm
15,26). La colecta en las asambleas litúrgicas no sólo nos lo recuerda
expresamente, sino que es también una necesidad muy actual. Las
instituciones eclesiales de beneficencia, en particular Caritas en
sus diversos ámbitos, prestan el precioso servicio de ayudar a las
personas necesitadas, sobre todo a los más pobres. Estas instituciones,
inspirándose en la Eucaristía, que es el sacramento de la caridad, se
convierten en su expresión concreta; por ello merecen todo encomio y
estímulo por su compromiso solidario en el mundo.
Doctrina social de la Iglesia
91. El misterio de la Eucaristía nos capacita e impulsa a
un trabajo audaz en las estructuras de este mundo para llevarles aquel
tipo de relaciones nuevas, que tiene su fuente inagotable en el don de
Dios. La oración que repetimos en cada santa Misa: « Danos hoy nuestro
pan de cada día », nos obliga a hacer todo lo posible, en colaboración
con las instituciones internacionales, estatales o privadas, para que
cese o al menos disminuya en el mundo el escándalo del hambre y de la
desnutrición que sufren tantos millones de personas, especialmente en
los países en vías de desarrollo. El cristiano laico en particular,
formado en la escuela de la Eucaristía, está llamado a asumir
directamente su propia responsabilidad política y social. Para que pueda
desempeñar adecuadamente sus cometidos hay que prepararlo mediante una
educación concreta para la caridad y la justicia. Por eso, como ha
pedido el Sínodo, es necesario promover la doctrina social de la Iglesia
y darla a conocer en las diócesis y en las comunidades cristianas.[248]
En este precioso patrimonio, procedente de la más antigua tradición
eclesial, encontramos los elementos que orientan con profunda sabiduría
el comportamiento de los cristianos ante las cuestiones sociales
candentes. Esta doctrina, madurada durante toda la historia de la
Iglesia, se caracteriza por el realismo y el equilibrio, ayudando así a
evitar compromisos equívocos o utopías ilusorias.
Santificación del mundo y salvaguardia de la creación
92. Para desarrollar una profunda espiritualidad
eucarística que pueda influir también de manera significativa en el
campo social, se requiere que el pueblo cristiano tenga conciencia de
que, al dar gracias por medio de la Eucaristía, lo hace en nombre de
toda la creación, aspirando así a la santificación del mundo y
trabajando intensamente para tal fin.[249]
La Eucaristía misma proyecta una luz intensa sobre la historia humana y
sobre todo el cosmos. En esta perspectiva sacramental aprendemos, día a
día, que todo acontecimiento eclesial tiene carácter de signo, mediante
el cual Dios se comunica a sí mismo y nos interpela. De esta manera, la
forma eucarística de la vida puede favorecer verdaderamente un
auténtico cambio de mentalidad en el modo de ver la historia y el mundo.
La liturgia misma nos educa para todo esto cuando, durante la
presentación de las ofrendas, el sacerdote dirige a Dios una oración de
bendición y de petición sobre el pan y el vino, « fruto de la tierra », «
de la vid » y del « trabajo del hombre ». Con estas palabras, además de
incluir en la ofrenda a Dios toda la actividad y el esfuerzo humano, el
rito nos lleva a considerar la tierra como creación de Dios, que
produce todo lo necesario para nuestro sustento. La creación no es una
realidad neutral, mera materia que se puede utilizar indiferentemente
siguiendo el instinto humano. Más bien forma parte del plan bondadoso de
Dios, por el que todos nosotros estamos llamados a ser hijos e hijas en
el Hijo unigénito de Dios, Jesucristo (cf. Ef 1,4-12). La
fundada preocupación por las condiciones ecológicas en que se halla la
creación en muchas partes del mundo encuentra motivos de consuelo en la
perspectiva de la esperanza cristiana, que nos compromete a actuar
responsablemente en defensa de la creación.[250]
En efecto, en la relación entre la Eucaristía y el universo descubrimos
la unidad del plan de Dios y se nos invita a descubrir la relación
profunda entre la creación y la « nueva creación », inaugurada con la
resurrección de Cristo, nuevo Adán. En ella participamos ya desde ahora
en virtud del Bautismo (cf. Col 2,12 s.), y así se le abre a
nuestra vida cristiana, alimentada por la Eucaristía, la perspectiva del
mundo nuevo, del nuevo cielo y de la nueva tierra, donde la nueva
Jerusalén baja del cielo, desde Dios, « ataviada como una novia que se
adorna para su esposo » (Ap 21,2).
Utilidad de un Compendio eucarístico
93. Al final de estas reflexiones, en las que he querido
fijarme en las orientaciones surgidas en el Sínodo, deseo acoger
también una petición que hicieron los Padres para ayudar al pueblo
cristiano a creer, celebrar y vivir cada vez mejor el Misterio
eucarístico. Preparado por los Dicasterios competentes se publicará un Compendio
que recogerá textos del Catecismo de la Iglesia Católica, oraciones y
explicaciones de las Plegarias Eucarísticas del Misal, así como todo lo
que pueda ser útil para la correcta comprensión, celebración y adoración
del Sacramento del altar.[251]
Espero que este instrumento ayude a que el memorial de la Pascua del
Señor se convierta cada vez más en fuente y culmen de la vida y de la
misión de la Iglesia. Esto impulsará a cada fiel a hacer de su propia
vida un verdadero culto espiritual.
94. Queridos hermanos y hermanas, la Eucaristía es el
origen de toda forma de santidad, y todos nosotros estamos llamados a la
plenitud de vida en el Espíritu Santo. ¡Cuántos santos han hecho
auténtica su propia vida gracias a su piedad eucarística! De san Ignacio
de Antioquía a san Agustín, de san Antonio abad a san Benito, de san
Francisco de Asís a santo Tomás de Aquino, de santa Clara de Asís a
santa Catalina de Siena, de san Pascual Bailón a san Pedro Julián
Eymard, de san Alfonso María de Ligorio al beato Carlos de Foucauld, de
san Juan María Vianney a santa Teresa de Lisieux, de san Pío de
Pietrelcina a la beata Teresa de Calcuta, del beato Piergiorgio Frassati
al beato Iván Merz, sólo por citar algunos de los numerosos nombres, la
santidad ha tenido siempre su centro en el sacramento de la Eucaristía.
Por eso, es necesario que en la Iglesia se crea
realmente, se celebre con devoción y se viva intensamente este santo
Misterio. El don de sí mismo que Jesús hace en el Sacramento memorial de
su pasión, nos asegura que el culmen de nuestra vida está en la
participación en la vida trinitaria, que en él se nos ofrece de manera
definitiva y eficaz. La celebración y adoración de la Eucaristía nos
permiten acercarnos al amor de Dios y adherirnos personalmente a él
hasta unirnos con el Señor amado. El ofrecimiento de nuestra vida, la
comunión con toda la comunidad de los creyentes y la solidaridad con
cada hombre, son aspectos imprescindibles de la logiké latreía, del culto espiritual, santo y agradable a Dios (cf. Rm
12,1), en el que toda nuestra realidad humana concreta se transforma
para su gloria. Invito, pues, a todos los pastores a poner la máxima
atención en la promoción de una espiritualidad cristiana auténticamente
eucarística. Que los presbíteros, los diáconos y todos los que
desempeñan un ministerio eucarístico, reciban siempre de estos mismos
servicios, realizados con esmero y preparación constante, fuerza y
estímulo para el propio camino personal y comunitario de santificación.
Exhorto a todos los laicos, en particular a las familias, a encontrar
continuamente en el Sacramento del amor de Cristo la fuerza para
transformar la propia vida en un signo auténtico de la presencia del
Señor resucitado. Pido a todos los consagrados y consagradas que
manifiesten con su propia vida eucarística el esplendor y la belleza de
pertenecer totalmente al Señor.
95. A principios del siglo IV, el culto cristiano estaba
todavía prohibido por las autoridades imperiales. Algunos cristianos
del Norte de África, que se sentían en la obligación de celebrar el día
del Señor, desafiaron la prohibición. Fueron martirizados mientras
declaraban que no les era posible vivir sin la Eucaristía, alimento del
Señor: sine dominico non possumus.[252]
Que estos mártires de Abitinia, junto con muchos santos y beatos que
han hecho de la Eucaristía el centro de su vida, intercedan por nosotros
y nos enseñen la fidelidad al encuentro con Cristo resucitado. Nosotros
tampoco podemos vivir sin participar en el Sacramento de nuestra
salvación y deseamos ser iuxta dominicam viventes, es decir,
llevar a la vida lo que celebramos en el día del Señor. En efecto, este
es el día de nuestra liberación definitiva. ¿Qué tiene de extraño que
deseemos vivir cada día según la novedad introducida por Cristo con el
misterio de la Eucaristía?
96. Que María Santísima, Virgen inmaculada, arca de la
nueva y eterna alianza, nos acompañe en este camino al encuentro del
Señor que viene. En Ella encontramos la esencia de la Iglesia realizada
del modo más perfecto. La Iglesia ve en María, « Mujer eucarística »
—como la llamó el Siervo de Dios Juan Pablo II [253]—,
su icono más logrado, y la contempla como modelo insustituible de vida
eucarística. Por eso, disponiéndose a acoger sobre el altar el « verum Corpus natum de Maria Virgine
», el sacerdote, en nombre de la asamblea litúrgica, afirma con las
palabras del canon: « Veneramos la memoria, ante todo, de la gloriosa
siempre Virgen María, Madre de Jesucristo, nuestro Dios y Señor ».[254]
Su santo nombre se invoca y venera también en los cánones de las
tradiciones cristianas orientales. Los fieles, por su parte, «
encomiendan a María, Madre de la Iglesia, su vida y su trabajo.
Esforzándose por tener los mismos sentimientos de María, ayudan a toda
la comunidad a vivir como ofrenda viva, agradable al Padre ».[255] Ella es la Tota pulchra,
Toda hermosa, ya que en Ella brilla el resplandor de la gloria de Dios.
La belleza de la liturgia celestial, que debe reflejarse también en
nuestras asambleas, tiene un fiel espejo en Ella. De Ella hemos de
aprender a convertirnos en personas eucarísticas y eclesiales para poder
presentarnos también nosotros, según la expresión de san Pablo, «
inmaculados » ante el Señor, tal como Él nos ha querido desde el
principio (cf. Col 1,21; Ef 1,4).[256]
97. Que el Espíritu Santo, por intercesión de la
Santísima Virgen María, encienda en nosotros el mismo ardor que
sintieron los discípulos de Emaús (cf. Lc 24,13-35), y renueve en
nuestra vida el asombro eucarístico por el resplandor y la belleza que
brillan en el rito litúrgico, signo eficaz de la belleza infinita propia
del misterio santo de Dios. Aquellos discípulos se levantaron y
volvieron de prisa a Jerusalén para compartir la alegría con los
hermanos y hermanas en la fe. En efecto, la verdadera alegría está en
reconocer que el Señor se queda entre nosotros, compañero fiel de
nuestro camino. La Eucaristía nos hace descubrir que Cristo muerto y
resucitado, se hace contemporáneo nuestro en el misterio de la Iglesia,
su Cuerpo. Hemos sido hechos testigos de este misterio de amor. Deseemos
ir llenos de alegría y admiración al encuentro de la santa Eucaristía,
para experimentar y anunciar a los demás la verdad de la palabra con la
que Jesús se despidió de sus discípulos: « Yo estoy con vosotros todos
los días, hasta al fin del mundo » (Mt 28,20).
En Roma, junto a san Pedro, el 22 de Febrero, fiesta
de la Cátedra del Apóstol san Pedro, del año 2007, segundo de mi
Pontificado.


Notas
[1] Cf. Sto. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, III, q. 73, a. 3.
[2] In Iohannis Evangelium Tractatus, 26,5: PL 35, 1609.
[4] Discurso a los participantes en la III reunión del XI Consejo Ordinario del Sínodo de los Obispos (1 junio 2006): L'Osservatore Romano, ed. en lengua española (9 junio 2006), p. 18.
[5] Cf. Propositio 2.
[6]
Me refiero a la necesidad de una hermenéutica de la continuidad con
referencia también a una correcta lectura del desarrollo litúrgico
después del Concilio Vaticano II: cf. Discurso a la Curia Romana (22 diciembre 2005): AAS 98 (2006), 44-45.
[7] Cf. AAS 97(2005), 337-352.
[8] Cf. Año de la Eucaristía. Sugerencias y propuestas (14 octubre 2004): L'Osservatore Romano (15 octubre 2004), Suplemento.
[9] Cf. AAS 95(2003), 433-475. Recuérdese también la Instrucción de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, Redemptionis Sacramentum (25 marzo 2004): AAS 96 (2004), 549-601, querida expresamente por Juan Pablo II.
[10] Por recordar sólo los principales: Conc. Ecum. de Trento, Doctrina et canones de ss. Missae sacrificio, DS 1738-1759; León XIII, Carta enc. Mirae Caritatis (28 mayo 1902): ASS (1903), 115- 136, 115-136; Pío XII, Carta enc. Mediator Dei (20 noviembre 1947): AAS 39 (1947), 521-595; Pablo VI, Carta enc. Mysterium Fidei (3 septiembre 1965): AAS 57 (1965), 753-774; Juan Pablo II, Carta enc. Ecclesia de Eucharistia (17 abril 2003): AAS 95(2003), 433-475; Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, Instr. Eucharisticum mysterium (25 mayo 1967): AAS 59 (1967), 539-573; Instr. Liturgiam authenticam (28 marzo 2001): AAS 93 (2001), 685-726.
[11] Cf. Propositio 1.
[12] N. 14: AAS 98 (2006), 229.
[14] Propositio 16.
[16] Cf. Propositio 4.
[17] De Trinitate, VIII, 8, 12: CCL 50, 287.
[18] Carta enc. Deus caritas est (25 diciembre 2005), 12: AAS 98 (2006), 228.
[19] Cf. Propositio 3.
[20] Breviario Romano, Himno en el Oficio de lectura de la solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo.
[21] Carta enc. Deus caritas est (25 diciembre 2005), 13: AAS 98 (2006), 228.
[22] Homilía en la explanada de Marienfeld (21 agosto 2005): AAS 97 (2005), 891-892.
[23] Cf. Propositio 3.
[24] Cf. Misal Romano, Plegaria Eucarística IV.
[25] Catequesis XXIII, 7: PG 33, 1114s.
[26] Cf. Sobre el sacerdocio, VI, 4: PG 48, 681.
[27] Ibíd., III, 4: PG 48, 642.
[28] Propositio 22.
[29] Cf. Propositio
42: « Este encuentro eucarístico se realiza en el Espíritu Santo que
nos transforma y santifica. Él despierta en el discípulo la decidida
voluntad de anunciar con audacia a los demás lo que se ha escuchado y
vivido, para acompañarlos al mismo encuentro con Cristo. De este modo,
el discípulo, enviado por la Iglesia, se abre a una misión sin fronteras
».
[30] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 3; véase, por ejemplo, S. Juan Crisóstomo, Catequesis 3,13-19: SC 50,174-177.
[31] Juan Pablo II, Carta enc. Ecclesia de Eucharistia (17 abril 2003), 1: AAS 95(2003) 433.
[32] Ibíd., 21: AAS 95 (2003), 447.
[33] Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Redemptor hominis (4 marzo 1979), 20: AAS 71 (1979), 309-316; Carta ap. Dominicae Cenae (24 febrero 1980), 4: AAS 72 (1980), 119-121.
[34] Cf. Propositio 5.
[35] Cf. Sto. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, III, q. 80, a. 4.
[36] N. 38: AAS 95 (2003), 458.
[37] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 23.
[38] Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Communionis notio, sobre algunos aspectos de la Iglesia como comunión (28 mayo 1992), 11: AAS 85 (1993), 844-845.
[39] Propositio 5:
« El término “católico” expresa la universalidad que proviene de la
unidad que la Eucaristía, que se celebra en cada Iglesia, favorece y
edifica. En la Eucaristía, las Iglesias particulares tienen el papel de
hacer visible en la Iglesia universal su propia unidad y su diversidad.
Esta relación de amor fraterno deja entrever la comunión trinitaria. Los
concilios y los sínodos expresan en la historia este aspecto fraterno
de la Iglesia ».
[40] Cf. ibíd.
[41] Decr. Presbyterorum Ordinis, sobre el ministerio y vida de los presbíteros, 5.
[42] Cf. Propositio 14.
[43] Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 1.
[44] De Orat. Dom., 23: PL 4, 553.
[45] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 48; cf. también ibíd., 9.
[46] Cf. Propositio 13.
[47] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 7.
[48] Cf. ibíd., 11; Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 9.13.
[49] Cf. Juan Pablo II, Carta ap. Dominicae Cenae (24 febrero 1980), 7: AAS 72 (1980), 124-127; Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, sobre el ministerio y vida de los presbíteros, 5.
[50] Cf. Código de los Cánones de las Iglesias Orientales, can. 710.
[51] Cf. Rito de la iniciación cristiana de los adultos, Introd. gen., nn. 34-36.
[52] Cf. Rito del Bautismo de los niños, Introd. nn. 18-19.
[53] Cf. Propositio 15.
[54] Cf. Propositio 7. Juan Pablo II, Carta enc. Ecclesia de Eucharistia (17 abril 2003), 36: AAS 95 (2003), 457-458.
[55] Cf. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Reconciliatio et paenitentia (2 diciembre 1984), 18: AAS 77 (1985), 224-228.
[57] A este respecto, se puede pensar en el Confiteor o en las palabras del sacerdote y de la asamblea antes de acercarse al altar: « Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme
». La liturgia prevé justamente algunas oraciones muy bellas para el
sacerdote, transmitidas por la tradición y que le recuerdan la necesidad
de ser perdonado, como, por ejemplo, las que se pronuncian en voz baja
antes de invitar a los fieles a la comunión sacramental: « líbrame,
por la recepción de tu Cuerpo y de tu Sangre, de todas mis culpas y de
todo mal. Concédeme cumplir siempre tus mandamientos y jamás permitas
que me separe de ti
».
[58] Cf. S. Juan Damasceno, Sobre la recta fe, IV, 9: PG 94, 1124C; S. Gregorio Nacianceno, Discurso 39, 17: PG 36, 356A; Conc. Ecum. de Trento, Doctrina de sacramento paenitentiae, cap. 2: DS 1672.
[59] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Cost. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 11; Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Reconciliatio et paenitentia (2 diciembre 1984), 30: AAS 77 (1985), 256-257.
[60] Cf. Propositio 7.
[61]Cf. Juan Pablo II, Motu proprio Misericordia Dei (7 abril 2002): AAS 94 (2002), 452-459.
[62]
Junto con los Padres sinodales, recuerdo que las celebraciones
penitenciales no sacramentales, mencionadas en el ritual del sacramento
de la Reconciliación, pueden ser útiles para aumentar el espíritu de
conversión y de comunión en las comunidades cristianas, preparando así
los corazones a la celebración del sacramento: cf. Propositio 7.
[64] Pablo VI, Const. ap. Indulgentiarum doctrina (1 enero 1967), Normae, n. 1: AAS 59 (1967), 21.
[65] Ibíd., 9: AAS 59 (1967), 18-19.
[67] Ibíd., 1524.
[68] Cf. Propositio 44.
[69] Cf. Sínodo de los Obispos, II Asamblea General, Documento sobre el sacerdocio ministerial Ultimis temporibus (30 noviembre 1971): AAS 63 (1971), 898-942.
[70] Cf. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis (25 marzo 1992), 42-69: AAS 84 (1992), 729-778.
[71] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium,
sobre la Iglesia, 10; Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta
sobre algunas cuestiones concernientes al ministro de la Eucaristía Sacerdotium ministeriale (6 agosto 1983): AAS 75 (1983), 1001-1009.
[73] Ibíd., 1552.
[74] Cf. In Iohannis Evangelium Tractatus 123, 5: PL 35, 1967.
[75] Cf. Propositio 11.
[76] Cf. Decr. Presbyterorum Ordinis, sobre el ministerio y vida de los presbíteros, 16.
[77] Cf. Juan XXIII, Carta enc. Sacerdotii nostri primordia (1 agosto 1959): AAS 51 (1959), 545-579; Pablo VI, Carta enc. Sacerdotalis coelibatus (24 junio 1967): AAS 59 (1967), 657-697; Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis (25 marzo 1992), 29: AAS 84 (1992), 703-705; Benedicto XVI, Discurso a la Curia Romana ( 22 diciembre 2006): L'Osservatore Romano, ed. en lengua española (29 diciembre 2006), p. 7.
[78] Cf. Propositio 11.
[79] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Optatam totius, sobre la formación sacerdotal, 6; Código de Derecho Canónico, can. 241, § 1 y can. 1029; Código de los Cánones de las Iglesias Orientales, can. 342, § 1 y can. 758; Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis (25 marzo 1992) 11.34.50: AAS 84 (1992), 673-675; 712-714; 746-748; Congregación para el Clero, Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros Dives Ecclesiae (31 marzo 1994), 58: LEV, 1994, pp. 56-58; Congregación para la Educación Católica, Instrucción
sobre los criterios de discernimiento vocacional sobre las personas con
tendencias homosexuales con vistas a su admisión al Seminario y a las
Órdenes sagradas
(4 noviembre 2005): AAS 97 (2005), 1007-1013.
[80] Cf. Propositio 12; Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis (25 marzo 1992) 41: AAS 84 (1992), 726-729.
[81] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 29.
[82] Cf. Propositio 38.
[83] Cf. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Familiaris consortio (22 noviembre 1981), 57: AAS 74 (1982), 149-150.
[84] Carta ap. Mulieris dignitatem (15 agosto 1988), 26: AAS 80 (1988), 1715-1716.
[86] Cf. Propositio 8.
[87] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 11.
[88]Cf. Propositio 8.
[89] Cf. Juan Pablo II, Carta ap. Mulieris dignitatem (15 agosto 1988): AAS 80 (1988), 1653-1729; Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta a los Obispos de la Iglesia Católica sobre la colaboración del hombre y de la mujer en la Iglesia y en el mundo (31 mayo 2004): AAS 96 (2004), 671-687.
[90] Cf. Propositio 9.
[92] Cf. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Familiaris consortio (22 noviembre 1981), 84: AAS 74 (1982), 184-186; Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta
a los Obispos de la Iglesia Católica sobre la recepción de la comunión
eucarística por parte de los fieles divorciados y vueltos a casar Annus Internationalis Familiae
(14 septiembre 1994): AAS 86 (1994), 974-979.
[93]
Cf. Consejo Pontificio para los Textos Legislativos, Instrucción sobre
las normas que han de observarse en los tribunales eclesiásticos en las
causas matrimoniales Dignitas connubii (25 enero 2005), Ciudad del Vaticano, 2005.
[94] Cf. Propositio 40.
[96] Cf. Propositio 40.
[97] Cf. ibíd.
[98] Cf. ibíd.
[99] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 48.
[100] Cf. Propositio 3.
[101] A este propósito, quisiera recordar las palabras llenas de esperanza y de consuelo de la Plegaria eucarística II:
« Acuérdate también de nuestros hermanos que durmieron en la esperanza
de la resurrección, y de todos los que han muerto en tu misericordia;
admítelos a contemplar la luz de tu rostro ».
[102] Cf. Homilía (8 diciembre 2005): AAS 98 (2006), 15-16.
[103] Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 58.
[104] Propositio 4.
[105] Relatio post disceptationem, 4: L'Osservatore Romano (14 octubre 2005), p. 5.
[106] Cf. Serm. 1, 7; 11, 10; 22, 7; 29, 76: Sermones dominicales ad fidem codicum nunc denuo editi, Grottaferrata, 1977, pp.135, 209 s., 292 s., 337; Benedicto XVI, Mensaje a los Movimientos Eclesiales y a las Nuevas Comunidades (22 mayo 2006): AAS 98 (2006), 463.
[107] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 22.
[108] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina revelación, 2.4.
[109] Propositio 33.
[110] Sermo 227, 1: PL 38, 1099.
[111] S. Agustín, In Iohannis Evangelium Tractatus, 21, 8: PL 35, 1568.
[112] Ibíd., 28,1: PL 35, 1622.
[113] Cf. Propositio
30. La santa Misa que la Iglesia celebra durante la semana, y a la que
se invita a los fieles a participar, tiene también su paradigma en el
día del Señor, el día de la resurrección de Cristo; Propositio 43.
[114] Cf. Propositio 2.
[115] Cf. Propositio 25.
[116] Cf. Propositio 19. La Propositio 25
especifica: « Una auténtica acción litúrgica expresa la sacralidad del
Misterio eucarístico. Ésta debería reflejarse en las palabras y las
acciones del sacerdote celebrante mientras intercede ante Dios, tanto
con los fieles como por ellos ».
[117] Ordenación General del Misal Romano, 22; cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, 41; Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, Instr. Redemptionis Sacramentum (25 marzo 2004), 19-25: AAS 96 (2004), 555-557.
[118] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Christus Dominus, sobre la función pastoral de los obispos, 14; Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, 41.
[119] Ordenación General del Misal Romano, 22.
[120] Cf. ibíd.
[121] Cf. Propositio 25.
[122] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, 112-130.
[123] Cf. Propositio 27.
[124] Cf. ibíd.
[125] Con referencia a estos aspectos, es necesario atenerse fielmente a lo establecido en la Ordenación General del Misal Romano, 319-351.
[126] Cf. Ordenación General del Misal Romano, 39-41; Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, 112-118.
[127] Sermo 34, 1: PL 38, 210.
[128] Cf. Propositio 25:
« Como todas las expresiones artísticas, también el canto debe
armonizarse íntimamente con la liturgia y contribuir eficazmente a su
finalidad, es decir, ha de expresar la fe, la oración, la admiración y
el amor a Jesús presente en la Eucaristía ».
[129] Cf. Propositio 29.
[130] Cf. Propositio 36.
[131] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, 116; Ordenación General del Misal Romano, 41.
[132] Ordenación General del Misal Romano, 28; cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, 56; Sagrada Congregación de Ritos, Instr. Eucharisticum Mysterium (25 mayo 1967), 3: AAS 57 (1967), 540-543.
[133] Cf. Propositio 18.
[134] Ibíd.
[135] Ordenación General del Misal Romano, 29.
[136] Cf. Juan Pablo II, Carta. enc. Fides et ratio (14 septiembre 1998), 13: AAS 91 (1999), 15-16.
[137] S. Jerónimo, Comm. in Is., Prol.: PL 24, 17; cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina revelación, 25.
[138] Cf. Propositio 31.
[139] Cf. Ordenación General del Misal Romano, 29; Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, 7.33.52.
[140] Propositio 19.
[141] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, 52.
[142] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina revelación, 21.
[143]
Para este fin, el Sínodo ha exhortado a elaborar elementos pastorales
basados en el leccionario trienal, que ayuden a unir intrínsecamente la
proclamación de las lecturas previstas con la doctrina de la fe: cf. Propositio 19.
[144] Cf. Propositio 20.
[145] Ordenación General del Misal Romano, 78.
[146] Cf. ibíd. 78-79.
[147] Cf. Propositio 22.
[148] Ordenación General del Misal Romano, 79d.
[149] Ibíd. 79c.
[150]
Teniendo en cuenta costumbres antiguas y venerables, así como los
deseos manifestados por los Padres sinodales, he pedido a los
Dicasterios competentes que estudien la posibilidad de colocar el rito
de la paz en otro momento, por ejemplo, antes de la presentación de las
ofrendas en el altar. Por lo demás, dicha opción recordaría de manera
significativa la amonestación del Señor sobre la necesidad de
reconciliarse antes de presentar cualquier ofrenda a Dios (cf. Mt 5,23 s.): cf. Propositio 23.
[151] Cf. Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, Instr. Redemptionis Sacramentum (25 marzo 2004), 80-96: AAS 96 (2004), 574-577.
[152] Cf. Propositio 34.
[153] Cf. Propositio 35.
[154] Cf. Propositio 24.
[155] Cf. Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, 14-20; 30 s.; 48 s.; Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, Instr. Redemptionis Sacramentum (25 marzo 2004), 36-42: AAS 96 (2004), 561-564.
[156] N. 48.
[157] Ibíd.
[158]
Cf. Congregación para el Clero y otros Dicasterios de la Curia Romana,
Instr. Sobre algunas cuestiones acerca de la colaboración de los fieles
laicos en el sagrado ministerio de los sacerdotes, Ecclesiae de mysterio (15 agosto 1997): AAS 89 (1997), 852-877.
[159] Cf. Propositio 33.
[160] Ordenación General del Misal Romano, 92.
[161] Cf. ibíd., 94.
[162] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Apostolicam actuositatem, sobre el apostolado de los laicos, 24; Ordenación General del Misal Romano, nn. 95-111; Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, Instr. Redemptionis Sacramentum (25 marzo 2004), 43-47: AAS 96 (2004), 564-566; Propositio
33: « Se han de introducir estos ministerios de acuerdo con un mandato
específico y las exigencias reales de la comunidad que celebra. Las
personas encargadas de estos servicios litúrgicos laicales han de ser
elegidas con mucha atención, bien preparadas y acompañadas con una
formación permanente. Su nombramiento ha de ser temporal. Dichas
personas deben ser conocidas por la comunidad y recibir de ella el
debido reconocimiento ».
[163] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, 37-42.
[164] Cf. nn. 386-399.
[165] AAS 87 (1995), 288-314.
[166] Cf. Exhort. ap. postsinodal Ecclesia in Africa (14 septiembre 1995), 55-71; Exhort. ap. postsinodal Ecclesia in America (22 enero 1999), 16.40.64.70-72: AAS 91 (1999), 752-753; 775-776; 799; 805-809; Exhort. ap. postsinodal Ecclesia in Asia (6 noviembre 1999), 21s.: AAS 92 (2000), 482-487; Exhort. ap. postsinodal Ecclesia in Oceania (22 noviembre 2001), 16: AAS 94 (2002), 382- 384; Exhort. ap. postsinodal Ecclesia in Europa (28 junio 2003), 58- 60: AAS 95 (2003), 685-686.
[167] Cf. Propositio 26.
[168] Cf. Propositio 35; Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, 11.
[169] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1388; Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, 55.
[170] Cf. Carta enc. Ecclesia de Eucharistia (17 abril 2003), 34: AAS 95 (2003), 456.
[171] Así, por ejemplo, Sto. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, III, q. 80, a. 1,2; Sta. Teresa de Jesús, Camino de perfección, cap. 35. La doctrina ha sido confirmada con autoridad por el Concilio de Trento, sess. XIII, c. VIII.
[172] Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Ut unum sint (25 mayo 1995), 8: AAS 87 (1995), 925-926.
[173] Cf. Propositio 41; Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, 8,15; Juan Pablo II, Carta enc. Ut unum sint (25 mayo 1995), 46: AAS 87 (1995), 948; Carta enc. Ecclesia de Eucharistia (17 abril 2003), 45-46: AAS 95 (2003), 463- 464; Código de Derecho Canónico, can. 844 §§ 3-4; Código de los Cánones de las Iglesias Orientales, can. 671 §§ 3-4; Consejo Pontificio para la Unidad de los Cristianos, Directoire pour l'application des principes et des normes sur l'œcuménisme (25 marzo 1993), 125, 129-131: AAS 85 (1993), 1087, 1088-1089.
[174] Cf. nn. 1398-1401.
[175] Cf. n. 293.
[176]Cf.
Consejo Pontificio de las Comunicaciones Sociales, Instr. past. sobre
las Comunicaciones Sociales en el 20º aniversario de la « Communio et
progressio », Aetatis novae (22 febrero 1992): AAS 84 (1992), 447-468.
[177] Cf. Propositio 29.
[178] Cf. Propositio 44.
[179] Cf. Propositio 48.
[180]
Este conocimiento se puede adquirir también en los años de formación de
los candidatos al sacerdocio en el seminario mediante iniciativas
apropiadas: cf. Propositio 45.
[181] Cf. Propositio 37.
[182] Cf. Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, 36 y 54.
[183] Propositio 36.
[184] Cf. ibíd.
[185] Cf. Propositio 32.
[186]Cf. Propositio 14.
[187] Propositio 19.
[188] Cf. Propositio 14.
[180] Cf. Homilía en las primeras Vísperas de Pentecostés (3 junio 2006): AAS 98 (2006), 509.
[190] Cf. Propositio 34.
[191] Enarrationes in Psalmos 98,9 CCL XXXIX 1385; cf. Discurso a la Curia Romana (22 diciembre 2005): AAS 98 (2006), 44-45.
[192] Cf. Propositio 6.
[193] Discurso a la Curia Romana (22 diciembre 2005): AAS 98 (2006), 45.
[194] Cf. Propositio 6; Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, Directorio sobre la piedad popular y liturgia (17 diciembre 2001), nn. 164-165, Ciudad del Vaticano 2002; Sagrada Congregación de Ritos, Instr. Eucharisticum Mysterium (25 mayo 1967): AAS 57 (1967), 539-573.
[195] Cf. Relatio post disceptationem, 11: L'Osservatore Romano (14 octubre 2005), p. 5.
[196]Cf. Propositio 28.
[197] Cf. n. 314.
[198] VII, 10, 16: PL 32, 742.
[199] Homilía en la Explanada de Marienfeld, (21 agosto 2005): AAS 97 (2005), 892; cf. Homilía en la Vigilia de Pentecostés (3 junio 2006): AAS 98 (2006), 505.
[200] Cf. Relatio post disceptationem, 6,47: L'Osservatore Romano (14 octubre 2005), pp. 5. 6; Propositio 43.
[201] De civitate Dei, X, 6: PL 41, 284.
[203] Cf. S. Ireneo, Contra las herejías IV, 20, 7: PG 7, 1037.
[204] A los Magnesios, 9,1-2: PG 5, 670.
[205] Cf. I Apología 67, 1-6; 66: PG 6, 430 s. 427. 430.
[206] Cf. Propositio 30.
[207] Cf. AAS 90 (1998), 713-766.
[208] Propositio 30.
[209] Homilía (19 marzo 2006): AAS 98 (2006), 324.
[210] Señala a este respecto el Compendio de la doctrina social de la Iglesia,
258: « El descanso abre al hombre, sujeto a la necesidad del trabajo,
la perspectiva de una libertad más plena, la del Sábado eterno (cf. Hb
4,9-10). El descanso permite a los hombres recordar y revivir las obras
de Dios, desde la Creación hasta la Redención, reconocerse a sí mismos
como obra suya (cf. Ef 2,10), y dar gracias por su vida y su subsistencia a Él, que de ellas es el Autor ».
[211] Cf. Propositio 10.
[212] Cf. ibíd..
[214] N. 10: AAS 71(1979), 414-415.
[215] Audiencia general del 29 marzo 2006: L'Osservatore Romano, ed. en lengua española (31 marzo 2006), p. 16.
[216] Propositio 39.
[217] Cf. Relatio post disceptationem, 30: L'Osservatore Romano (14 octubre 2005), p. 6.
[218] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium sobre la Iglesia, 39-42.
[219] Cf. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Christifideles laici (30 diciembre 1988), 14.16: AAS 81 (1989), 409-413; 416-418.
[220] Cf. Propositio 39.
[221] Cf. ibíd.
[222] Pontifical Romano. Ordenación del Obispo, de Presbíteros y de Diáconos, Rito de la ordenación del presbítero, n. 150.
[223] Cf. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis (25 marzo 1992),19-33; 70-81: AAS 84 (1992), 686-712; 778-800.
[224] Propositio 38.
[225] Propositio 39. Cf. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Vita consecrata (25 marzo 1996), 95: AAS 88 (1996), 470-471.
[227] Cf. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Vita consecrata (25 marzo 1996), 34: AAS 88 (1996), 407-408.
[228] Carta enc. Veritatis splendor (6 agosto 1993), 107: AAS 85 (1993), 1216-1217.
[229] Carta enc. Deus caritas est (25 diciembre 2005), 14: AAS 98 (2006), 229.
[230] Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Evangelium vitae (25 marzo 1995): AAS 87 (1995), 401-522; Benedicto XVI, Discurso a un congreso organizado por la Academia Pontificia para la vida (27 febrero 2006): AAS 98 (2006), 264-265.
[231] Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Nota doctrinal acerca de algunas cuestiones con respecto al comportamiento de los católicos en la vida política (24 noviembre 2002): AAS 95 (2004), 359-370.
[232] Cf. Propositio 46.
[233] AAS (2005), 711.
[234] Propositio 42.
[235] Cf. Martirio de Policarpo, XV, 1: PG 5, 1039. 1042.
[236] A los Romanos, IV,1: PG 5, 690.
[237]Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium sobre la Iglesia, 42.
[238] Cf. Propositio 42; Congregación para la Doctrina de la Fe, Decl. sobre la unicidad y la universalidad salvífica de Jesucristo y de la Iglesia Dominus Iesus (6 agosto 2000), 13-15: AAS 92 (2000), 754-755.
[239] Cf. Propositio 42.
[240]Carta enc. Deus caritas est (25 diciembre 2005), 18: AAS 98 (2006), 232.
[241] Ibíd., n. 14.
[242]
Durante la asamblea sinodal hemos escuchado conmovidos testimonios muy
significativos acerca de la eficacia del sacramento en la obra de
pacificación. Se afirma al respecto en la Propositio 49: «
Gracias a las celebraciones eucarísticas, pueblos en conflicto se han
podido reunir alrededor de la Palabra de Dios, escuchar su anuncio
profético de reconciliación a través del perdón gratuito, recibir la
gracia de la conversión que permite la comunión en el mismo pan y en el
mismo cáliz ».
[243] Cf. Propositio 48.
[244] Carta enc. Deus caritas est (25 diciembre 2005), 28: AAS 98 (2006), 239.
[245] Propositio 48.
[247] Ibíd.
[248] Cf. Propositio 48. A este respecto es muy útil el Compendio de la doctrina social de la Iglesia.
[249] Cf. Propositio 43.
[250] Cf. Propositio 47.
[251] Cf. Propositio 17.
[252] Acta SS. Saturnini, Dativi et aliorum plurimorum martyrum in Africa, 7. 9. 10: PL 8, 707.709-710.
[253] Cf. Carta enc. Ecclesia de Eucharistia (17 abril 2003), 53: AAS 95 (2003), 469.
[254] Plegaria Eucarística I (Canon Romano).
[255] Propositio 50.
[256] Cf. Homilía (8 diciembre 2005): AAS 98 (2006), 15.

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