viernes, 31 de marzo de 2017

Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros

Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros





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CONGREGACIÓN PARA EL CLERO
DIRECTORIO

PARA EL
MINISTERIO

Y LA VIDA
DE LOS PRESBÍTEROS
Nueva Edición




ÍNDICE


PRESENTACIÓN


INTRODUCCIÓN


I. IDENTIDAD DEL PRESBÍTERO


El sacerdocio como don

Raíz sacramental



1.1. Dimensión trinitaria


En comunión con el Padre, el Hijo y el
Espíritu Santo

En el dinamismo trinitario de la
salvación

Relación íntima con la Trinidad



1.2. Dimensión cristológica


Identidad específica

Consagración y misión



1.3. Dimensión pneumatológica


Carácter sacramental

Comunión personal con el Espíritu Santo

Invocación del Espíritu

Fuerza para guiar la comunidad



1.4. Dimensión eclesiológica


Enla Iglesia y antela Iglesia
Partícipe de la esponsalidad de Cristo
Universalidad del sacerdocio
Índole misionera del sacerdocio para una Nueva Evangelización

«¡La fe se fortalece dándola!»
Paternidad espiritual
Autoridad como “amoris officium”
Tentación del democraticismo y del
igualitarismo
Distinción entre sacerdocio común y
sacerdocio ministerial



1.5. Comunión sacerdotal


Comunión con la Trinidad y con Cristo
Comunión con la Iglesia
Comunión jerárquica
Comunión en la celebración eucarística
Comunión en la actividad ministerial
Comunión en el presbiterio
La incardinación, auténtico vínculo
jurídico con valor espiritual
El presbiterio, lugar de santificación
Fraterna amistad sacerdotal
Vida en común
Comunión con los fieles laicos
Comunión con los miembros de los
Institutos de vida consagrada.

Pastoral vocacional
Compromiso político y social



II. ESPIRITUALIDAD SACERDOTAL


2.1. Contexto histórico actual


Saber interpretar los signos de los
tiempos

La exigencia de la conversión para la evangelización

El desafío de las sectas y de los nuevos
cultos

Luces y sombras de la labor ministerial



2.2. Estar con Cristo en la oración


Primacía de la vida espiritual

Medios para la vida espiritual

Imitara Cristo que ora

Imitar a la Iglesia que ora

Oración como comunión



2.3. Caridad pastoral


Manifestación de la caridad de Cristo

Más allá del funcionalismo



2.4. La obediencia


Fundamento de la obediencia

Obediencia jerárquica

Autoridad ejercitada con caridad

Respeto de las normas litúrgicas

Unidad en los planes pastorales

Importancia y obligatoriedad del traje
eclesiástico



2.5. Predicación de la Palabra


Fidelidad a la Palabra

Palabra y vida

Palabra y catequesis



2.6. El sacramento de la Eucaristía


El Misterio eucarístico

Celebrar bien la Eucaristía

Adoración eucarística

Intenciones de las Misas



2.7. El Sacramento de la Penitencia


Ministro de la Reconciliación

Dedicación al ministerio de la
Reconciliación

Necesidad de confesarse

Dirección espiritual para sí mismo y
para los demás



2.8. Liturgia de las Horas


2.9. Guía de la comunidad


Sacerdote para la comunidad

Sentir con la Iglesia



2.10. El celibato sacerdotal


Firme voluntad de la Iglesia

Motivación teológico-espiritual del
celibato

Ejemplo de Jesús

Dificultades y objeciones



2.11. Espíritu sacerdotal de pobreza


Pobreza como disponibilidad


2.12. Devoción a María


Imitarlas virtudes de la Madre

La Eucaristía y María



III. FORMACIÓN PERMANENTE


3.1. Principios


Necesidad de la formación permanente,
hoy

Instrumento de santificación

La debe impartir la Iglesia

Debe ser permanente

Debe ser completa

Formación humana

Formación espiritual

Formación intelectual

Formación pastoral

Debe ser orgánica y completa

Debe ser personalizada



3.2. Organización y medios


Encuentros sacerdotales

Año Pastoral

Tiempo de descanso

Casa del Clero

Retiros y Ejercicios Espirituales

Necesidad de la programación



3.3. Responsables


El presbítero

Ayuda a sus hermanos

El Obispo

La formación de los formadores

Colaboración entre las Iglesias

Colaboración de centros académicos y de espiritualidad



3.4.
Necesidad en orden a la edad y a situaciones especiales



Primeros años de sacerdocio

Tras un cierto número de años

Edad avanzada

Sacerdotes en situaciones especiales

Soledad del sacerdote




CONCLUSIÓN




Oración a María Santísima








El fenómeno de la
“secularización” —la tendencia a vivir la vida en una proyección horizontal,
dejando a un lado o neutralizando la dimensión de lo trascendente, aunque se
acepte de buena gana el discurso religioso— desde hace varias décadas afecta a
todos los bautizados sin excepción y obliga a quienes por mandato divino tienen
la tarea de guiar a la Iglesia a tomar una posición determinada. Uno de sus
efectos más relevantes es el alejamiento de la práctica religiosa, con un
rechazo tanto del depositum fidei como lo enseña auténticamente el
Magisterio católico, como de la autoridad y del papel de los ministros sagrados,
a los que Cristo llama (Mc 3, 13-19) a cooperar con su plan de salvación
y a llevar a los hombres a la obediencia de la fe (Sir 48, 10; Heb
4, 1-11;
Catecismo de la Iglesia Católica
, n. 144 ss.). Este alejamiento,
a veces es consciente y otras veces inducido por formas rutinarias
hipócritamente impuestas por la cultura dominante, que intenta descristianizar
la sociedad civil.



De aquí el especial
compromiso de Benedicto XVI desde las primeras palabras de su pontificado, que
ha querido revalorizar la doctrina católica como disposición orgánica de la
sabiduría auténticamente revelada por Dios y que tiene en Cristo su
cumplimiento, doctrina cuyo valor de verdad está al alcance de la inteligencia
de todos los hombres (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 27ss.).




Si es cierto que la Iglesia
existe, vive y se perpetúa en el tiempo por medio de la misión evangelizadora
(Cf. Concilio Vaticano II, decreto

Ad Gentes
), está claro que para ella el efecto más deletéreo que ha
causado la generalizada secularización es la crisis del ministerio sacerdotal,
crisis que por una parte se manifiesta en la sensible reducción de las
vocaciones y, por otra, en la difusión de un espíritu de verdadera pérdida de
sentido sobrenatural de la misión sacerdotal,
formas de inautenticidad que no pocas veces,
en las degeneraciones más extremas, han provocado situaciones de graves
sufrimientos. Por este motivo, la reflexión sobre el futuro del sacerdocio
coincide con el futuro de la evangelización y, por eso, de la Iglesia misma.



En 1992, el beato Juan Pablo
II, con la Exhortación postsinodal
Pastores dabo vobis
, ya ponía
ampliamente de relieve lo que estamos diciendo, y había impulsado sucesivamente
a tomar en seria consideración el problema a través de una serie de
intervenciones e iniciativas. Entre estas últimas, sin duda hay que recordar
especialmente el Año Sacerdotal 2009-2010, y es significativo que se celebrara
en concomitancia con el 150° aniversario de la muerte de san Juan María Vianney,
patrono de los párrocos y los sacerdotes al cuidado de las almas.



Estas son las razones
fundamentales por las cuales, tras una larga serie de consultas, redactamos en
1994 la primera edición del
Directorio para el Ministerio y la Vida de los
Presbíteros
, un instrumento adecuado para arrojar luz y servir de guía en el
compromiso de renovación espiritual de los ministros sagrados, apóstoles cada
vez más desorientados, inmersos en un mundo difícil y continuamente cambiante.




La provechosa experiencia
del Año Sacerdotal (cuyo eco todavía queda cerca), la promoción de una «nueva
evangelización», las sucesivas y preciosas indicaciones del magisterio de
Benedicto XVI, y, lamentablemente, las dolorosas heridas que han atormentado a
la Iglesia por la conducta de algunos de sus ministros, nos han exhortado a
elaborar una nueva edición del Directorio, que pudiese ser más congenial
al momento histórico presente, manteniendo sin embargo substancialmente
inalterado el esquema del documento original, así como, naturalmente, las
enseñanzas perennes de la teología y de la espiritualidad del sacerdocio
católico. En su breve Introducción ya aparecen claras las intenciones: «Se
consideró oportuno recordar los elementos doctrinales que son el fundamento de
la identidad, de la vida espiritual y de la formación permanente de los
presbíteros, para ayudarles a profundizar el significado de ser sacerdote y a
acrecer su relación exclusiva con Jesucristo Cabeza y Pastor. Toda la persona
del presbítero se beneficiará de ello, tanto su existencia como sus acciones».
No será un texto estéril en la medida en que sus destinatarios directos lo
acojan concretamente: «Este Directorio es un documento de edificación y de
santificación de los sacerdotes en un mundo en gran parte secularizado e
indiferente».



Vale la pena considerar
algunos temas tradicionales que poco a poco se han ido dejando a un lado o a
veces se han negado abiertamente, en beneficio de una visión funcional del
sacerdote como “profesional de lo sagrado”, o de una concepción “política” que
le reconoce dignidad y valor sólo si es activo en el campo social. Todo esto con
frecuencia ha mortificado la dimensión más connotativa, y que se podría definir
“sacramental”: la del ministro que, mientras dispensa los tesoros de la gracia
divina, es presencia misteriosa de Cristo en el mundo, aunque en los límites de
una humanidad herida por el pecado.



Ante todo la relación del
sacerdote con Dios-Trinidad. La revelación de Dios como Padre, Hijo y Espíritu
Santo está vinculada a la manifestación de Dios como el Amor que crea y que
salva. Ahora bien, si la redención es una especie de creación y una prolongación
de esta (de hecho, se la denomina «nueva»), el sacerdote, ministro de la
redención, puesto que su ser es fuente de vida nueva, se convierte en
instrumento de la nueva creación. Este hecho ya es suficiente para reflexionar
sobre la grandeza del ministro ordenado, independientemente de sus capacidades y
sus talentos, sus límites y sus miserias. Esto es lo que induce a Francesco de
Asís a declarar en su Testamento: «Y a estos y a todos los demás sacerdotes
quiero temer, amar y honrar como a mis señores. Y no quiero ver pecado en ellos,
porque en ellos miro al Hijo de Dios y son mis señores. Y lo hago por esto:
porque en este siglo no veo nada físicamente del mismo altísimo Hijo de Dios,
sino su santísimo cuerpo y santísima sangre, que ellos reciben y sólo ellos
administran a los demás». El Cuerpo y la Sangre que regeneran la humanidad.



Otro punto importante sobre
el que habitualmente se insiste poco, pero del cual proceden todas las
implicaciones prácticas, es el de la dimensión ontológica de la oración, en el
que ocupa un lugar especial la Liturgia de las Horas. Con frecuencia se acentúa
que esta, en el plano litúrgico, es una especie de prolongación del sacrificio
eucarístico (Sal 49: «El que me ofrece acción de gracias, ese me honra»)
y, en el plano jurídico, un deber imprescindible. Pero en la visión teológica
del sacerdocio ordenado como participación ontológica de la persona de Cristo
—Cabeza de la Iglesia— la oración del ministro sagrado, prescindiendo de su
condición moral, es a todos los efectos oración de Cristo, con la misma dignidad
y la misma eficacia. Además, con la autoridad que los Pastores han recibido del
Hijo de Dios de “vincular” al Cielo sobre cuestiones decididas en la tierra en
beneficio de la santificación de los creyentes (Mt 18, 18), satisface
plenamente el mandato del Señor de orar siempre, en todo momento, sin
desfallecer (Lc 18, 1; 21, 36). Este es un punto sobre el que es bueno
insistir. «Sabemos que Dios no escucha a los pecadores, sino al que es piadoso y
hace su voluntad» (Jn 9, 31). Ahora bien, ¿quién más que Cristo en
persona honra al Padre y cumple perfectamente su voluntad? Por tanto, si el
sacerdote actúa in persona Christi en cada una de sus actividades de
participación en la redención —con las debidas diferencias: en la enseñanza, en
la santificación, a la hora de guiar a los fieles a la salvación— nada de su
naturaleza pecadora puede ofuscar el poder de su oración. Esto, obviamente, no
debe inducir a minimizar la importancia de una sana conducta moral del ministro
(como de cualquier bautizado, por lo demás), cuya medida debe ser, en cambio, la
santidad de Dios (Lev 20, 8; 1Pe 1, 15-16). Al contrario, sirve
para subrayar que la salvación viene de Dios y que Él necesita de los sacerdotes
para perpetuarla en el tiempo, y que no son necesarias complicadas prácticas
ascéticas o particulares formas de expresión espiritual para que todos los
hombres puedan gozar, también a través de la oración de los pastores, elegidos
para ellos, de los efectos benéficos del sacrificio de Cristo.



Se insiste una vez más sobre
la importancia de la formación del sacerdote que debe ser integral, sin
privilegiar un aspecto en detrimento de otro. La esencia de la formación
cristiana, en cualquier caso, no se puede entender como un “adiestramiento” que
ataña a las facultades humanas espirituales (inteligencia y voluntad) a la hora
de manifestarse —por decirlo así— exteriormente. Se trata de la transformación
del ser mismo del hombre, y todo cambio ontológico sólo lo puede realizar Dios
mismo, por medio del Espíritu, cuya tarea, como reza el Credo, es «dar la
vida». “Formar” significa dar un aspecto a las cosas, o, en nuestro caso, a
Alguien: «Por otra parte, sabemos que a los que aman a Dios todo les sirve para
el bien; a los cuales ha llamado conforme a su designio. Porque a los que había
conocido de antemano los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo» (Rom
8, 28-29). La formación específica del sacerdote, por tanto, puesto que es, como
hemos dicho antes, una especie de “co-creador”, requiere un abandono
completamente singular a la obra del Espíritu Santo, evitando, aunque se valoren
los propios talentos, caer en el peligro del activismo, de considerar que la
eficacia de la propia acción pastoral dependa de sus habilidades personales.
Este punto, bien considerado, ciertamente puede dar confianza
a cuantos, en un mundo ampliamente
secularizado y sordo respecto de la fe, podrían caer fácilmente en el
desaliento, y a partir de ahí en la mediocridad pastoral, en la tibieza y, por
último, en poner en tela de juicio la misión que en un principio habían acogido con sincero entusiasmo.



El buen conocimiento de las
ciencias humanas (en particular, de la filosofía y la bioética) para afrontar
con la cabeza alta los desafíos del laicismo; la valoración y el uso de los
medios de comunicación de masa como ayuda para un anuncio eficaz de la Palabra;
la espiritualidad eucarística como especificidad de la espiritualidad sacerdotal
(la Eucaristía es sacramento de Cristo que se hace don incondicional y total de
amor al Padre y a los hermanos, y así debe ser también quien participa de
Cristo-don) y de la cual depende el sentido del celibato (al que numerosas voces
son contrarias porque no lo comprenden); la relación con la jerarquía
eclesiástica y la fraternidad sacerdotal; el amor a María, Madre de los
sacerdotes, cuyo papel en la economía salvífica es de primer plano, como
elemento, no decorativo u opcional, sino esencial. Estos y otros son los temas
que se afrontan sucesivamente en este Directorio, en un paradigma claro y
completo, útil para purificar ideas equívocas o distorsionadas sobre la
identidad y la función del ministro de Dios en la Iglesia y en el mundo, y que
sobre todo puede ser realmente una ayuda para cada presbítero a sentirse
orgullosamente miembro especial de ese maravilloso plan de amor de Dios que es
la salvación del género humano.


Mauro Card. Piacenza

Prefecto
+Celso
Morga Iruzubieta


Arzobispo tit. de Alba
marítima

Secretario




Benedicto XVI, en su
discurso a los participantes en el Congreso organizado por la Congregación para
el Clero, el 12 de marzo de 2010, recordó que «el tema de la identidad
sacerdotal […] es determinante para el ejercicio del sacerdocio ministerial en
el presente y en el futuro». Estas palabras señalan una de las cuestiones
centrales para la vida de la Iglesia, que es la comprensión del ministerio
ordenado.



Hace algunos años, tomando
como referencia la rica experiencia de la Iglesia sobre el ministerio y la vida
de los presbíteros, condensada en diversos documentos del Magisterio[1] y, en particular, en los contenidos de la Exhortación apostólica postsinodal
Pastores dabo vobis
[2],
este Dicasterio presentó el
Directorio para el ministerio y la vida de los
presbíteros
[3].



La publicación de ese
documento respondía entonces a una exigencia fundamental: «la tarea pastoral
prioritaria de la nueva evangelización, que atañe a todo el Pueblo de Dios y
pide un nuevo ardor, nuevos métodos y una nueva expresión para el anuncio y el
testimonio del Evangelio, exige sacerdotes radical e integralmente inmersos en
el misterio de Cristo y capaces de realizar un nuevo estilo de vida pastoral»[4].
El citado
Directorio
constituyó, en 1994, una respuesta a esta exigencia
y asimismo a las peticiones de numerosos Obispos planteadas tanto durante el
Sínodo de 1990, como con ocasión de la consulta general del Episcopado promovida
por este Dicasterio.



Después de 1994, el
Magisterio del beato Juan Pablo II fue rico en contenidos sobre el sacerdocio;
un tema que, a su vez, el Papa Benedicto XVI ha profundizado con sus numerosas
enseñanzas. El Año Sacerdotal 2009-2010 fue un tiempo especialmente propicio
para meditar sobre el ministerio sacerdotal y promover una auténtica renovación
espiritual de los sacerdotes.



Por último, al trasladar la
competencia sobre los Seminarios de la Congregación para la Educación Católica a
este Dicasterio, Benedicto XVI ha querido dar una indicación clara sobre el
vínculo indisoluble entre identidad sacerdotal y formación de los llamados al
ministerio sagrado.



Por todas estas razones,
nos ha parecido que era un deber trabajar en una versión actualizada del
Directorio
, que recogiese el rico Magisterio más reciente[5].



Como es lógico, la nueva
redacción en general respeta el esquema del documento original, que tuvo muy
buena acogida en la Iglesia, especialmente de parte de los propios sacerdotes.
Al delinear los diversos contenidos, se habían tenido presentes tanto las
sugerencias de todo el Episcopado mundial, expresamente consultado, como el
fruto de los trabajos de la Congregación plenaria, que tuvo lugar en el Vaticano
en octubre de 1993, como, por último, las reflexiones de no pocos teólogos,
canonistas y expertos en la materia, provenientes de distintas áreas geográficas
e insertados en las actuales situaciones pastorales.



Al actualizar el
Directorio
, se ha tratado de hacer hincapié en los aspectos más relevantes
de las enseñanzas magisteriales sobre el ministerio sagrado desde 1994 hasta
nuestros días, con referencias a documentos esenciales del beato Juan Pablo II y
de Benedicto XVI. Asimismo, se han mantenido las indicaciones prácticas útiles
para emprender iniciativas, evitando sin embargo entrar en aquellos detalles que
solamente las legítimas prácticas locales y las condiciones reales de cada
Diócesis y Conferencia Episcopal podrán útilmente sugerir a la prudencia y al
celo de los Pastores.



En el clima cultural actual,
conviene recordar que la identidad del sacerdote, como hombre de Dios, no está
superada ni podrá estarlo jamás. Se ha considerado oportuno recordar los
elementos doctrinales que son el fundamento de la identidad, de la vida
espiritual y de la formación permanente de los presbíteros, para ayudarles a
profundizar el significado de ser sacerdote y a acrecer su relación exclusiva
con Jesucristo Cabeza y Pastor. Toda la persona del presbítero se beneficiará de
ello, tanto su existencia como sus acciones.



Por otra parte, tal como ya
se decía en la Introducción de la primera edición del Directorio, tampoco
en esta versión actualizada se entiende ofrecer una exposición exhaustiva sobre
el sacerdocio ordenado, ni limítase a una pura y simple repetición de lo que ya
declaró auténticamente el Magisterio de la Iglesia; más bien, se entiende
responder a los principales interrogantes, de orden doctrinal, disciplinario y
pastoral, que plantean a los sacerdotes los desafíos de la nueva evangelización,
con vistas a la cual el Papa Benedicto XVI ha querido instituir un Consejo
pontificio propio[6].



Así, por ejemplo, se ha
querido dar especial énfasis a la dimensión cristológica de la identidad del
presbítero, al igual que a la comunión, la amistad y la fraternidad
sacerdotales, considerados como bienes vitales por su incidencia en la
existencia del sacerdote. Lo mismo se puede decir de la vida espiritual del
presbítero, fundada en la Palabra y los Sacramentos, especialmente en la
Eucaristía. Por último, se ofrecen algunos consejos para una adecuada formación
permanente, entendida como ayuda para profundizar el significado de ser
sacerdote y vivir así con alegría y responsabilidad la propia vocación.



Este Directorio es un
documento de edificación y de santificación de los sacerdotes en un mundo en
gran parte secularizado e indiferente. El texto va destinado principalmente, a
través de los Obispos, a todos los presbíteros de la Iglesia latina, aunque
muchos de sus contenidos puedan servir para los presbíteros de otros ritos. Las
directrices contenidas en el documento conciernen, en particular, a los
presbíteros del clero secular diocesano, aunque muchas de ellas, con las debidas
adaptaciones, las deben tener en cuenta también los presbíteros miembros de
Institutos de vida consagrada y de Sociedades de vida apostólica.



Pero, como ya se apuntaba en
las frases iniciales, esta nueva edición del Directorio representa
también una ayuda para los formadores de los Seminarios y los candidatos al
ministerio ordenado. El Seminario representa el momento y el lugar donde debe
crecer y madurar el conocimiento del misterio de Cristo, y con este, la
conciencia de que, si bien en el plano exterior la autenticidad de nuestro amor
por Dios se mide por el amor que tenemos por los hermanos (1 Jn 4,
20-21), en el plano interior el amor a la Iglesia es verdadero sólo si es
resultado de un vínculo intenso y exclusivo con Cristo. Reflexionar sobre el
sacerdocio equivale así a meditar sobre Aquel por el cual estamos dispuestos a
dejarlo todo y seguirlo (Mc 10, 17-30). De ese modo, el proyecto
formativo se identifica en su esencia con el conocimiento del Hijo de Dios, que
a través de la misión profética, sacerdotal y regia lleva a todo hombre al Padre
por medio del Espíritu: «Y Él ha constituido a unos apóstoles, a otros,
profetas, a otros, evangelistas, a otros pastores y doctores, para el
perfeccionamiento de los santos, en función de su ministerio, y para la
edificación del Cuerpo de Cristo; hasta que lleguemos todos a la unidad en la fe
y en el conocimiento del Hijo de Dios, al Hombre perfecto, a la medida de Cristo
en su plenitud» (Ef 4, 11-13).



Deseamos, pues, que esta
nueva edición del Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros
pueda constituir para todo hombre llamado a participar en el sacerdocio de
Cristo Cabeza y Pastor una ayuda para profundizar la propia identidad vocacional
y acrecer la propia vida interior; un estímulo en el ministerio y en la
realización de la propia formación permanente, de la cual cada uno es el primer
responsable; un punto de referencia para un apostolado rico y auténtico, en
beneficio de la Iglesia y del mundo entero.



Que María haga resonar en
nuestros corazones, día tras día, y especialmente cuando nos preparamos para
celebrar el Sacrificio del altar, su invitación en las bodas de Caná de Galilea:
«Haced lo que Él os diga» (Jn 2, 5). Nos encomendamos a María, Madre de
los sacerdotes, con la oración del Papa Benedicto XVI:


«Madre de la Iglesia,
nosotros, los sacerdotes,
queremos ser pastores
que no se apacientan a sí
mismos,
sino que se entregan a Dios
por los hermanos,
encontrando en esto la
felicidad.
Queremos repetir
humildemente cada día
no sólo de palabra sino con
la vida,
nuestro “aquí estoy”.
Guiados por ti,
queremos ser Apóstoles
de la Misericordia divina,
llenos de gozo por poder
celebrar diariamente
el santo sacrificio del atar
y ofrecer a todos los que
nos lo pidan
el sacramento de la
Reconciliación.
Abogada y Mediadora de la
gracia,
tú que estás totalmente
unida
a la única mediación
universal de Cristo,
pide a Dios para nosotros
un corazón completamente
renovado,
que ame a Dios con todas sus
fuerzas
y sirva a la humanidad como
tú lo hiciste.
Repite al Señor
esas eficaces palabras
tuyas:
“No tienen vino” (Jn
2, 3),
para que el Padre y el Hijo

derramen sobre nosotros,
como una nueva efusión,
el Espíritu Santo»[7].
En
su Exhortación apostólica postsinodal
Pastores dabo vobis
, el beato Juan
Pablo II delinea la identidad del sacerdote: «Los presbíteros son, en
la Iglesia y para la
Iglesia, una representación sacramental de Jesucristo, Cabeza y Pastor,
proclaman con autoridad su palabra; renuevan sus gestos de perdón y de
ofrecimiento de la salvación, principalmente con el Bautismo, la Penitencia y la
Eucaristía; ejercen, hasta el don total de sí mismos, el cuidado amoroso del
rebaño, al que congregan en la unidad y conducen al Padre por medio de Cristo en
el Espíritu»[8].


El sacerdocio como don



1. La Iglesia entera ha sido
hecha partícipe de la unción sacerdotal de Cristo en el Espíritu Santo. En
efecto, en la Iglesia «todos los fieles forman un sacerdocio santo y real,
ofrecen a Dios hostias espirituales por medio de Jesucristo y anuncian las
grandezas de Aquel, que los ha llamado para arrancarlos de las tinieblas y
recibirlos en su luz maravillosa (cfr. 1 Pe 2, 5.9)»[9].
En Cristo, todo su Cuerpo místico está unido al Padre por el Espíritu Santo, en
orden a la salvación de todos los hombres.



La Iglesia, sin embargo, no
puede llevar adelante por sí misma esta misión: toda su actividad necesita
intrínsecamente la comunión con Cristo, Cabeza de su Cuerpo. Ella,
indisolublemente unida a su Señor, de Él mismo recibe constantemente el influjo
de gracia y de verdad, de guía y de apoyo (cfr. Col 2, 19), para que
pueda ser para todos y cada uno «signo e instrumento de la íntima unión del
hombre con Dios y de la unidad de todo el género humano»[10].



El sacerdocio ministerial
encuentra su razón de ser en esta perspectiva de la unión vital y operativa de
la Iglesia con Cristo. En efecto, mediante tal ministerio, el Señor continúa
ejercitando, en medio de su Pueblo, aquella actividad que sólo a Él pertenece en
cuanto Cabeza de su Cuerpo. Por lo tanto, el sacerdocio ministerial hace
palpable la acción propia de Cristo Cabeza y testimonia que Cristo no se ha
alejado de su Iglesia, sino que continúa vivificándola con su sacerdocio
permanente. Por este motivo, la Iglesia considera el sacerdocio ministerial como
un don a Ella otorgado en el ministerio de algunos de sus fieles.



Este don, instituido por
Cristo para continuar su misión salvadora, fue conferido inicialmente a los
Apóstoles y continúa en la Iglesia, a través de los Obispos, sus sucesores, los
cuales, a su vez, lo transmiten en grado subordinado a los presbíteros, en
cuanto cooperadores del orden episcopal; por esta razón, la identidad de estos
últimos en la Iglesia brota de su conformación a la misión de la Iglesia, la
cual, para el sacerdote, se realiza, a su vez, en la comunión con el propio
Obispo[11].
«La vocación del sacerdote, por tanto, es altísima y sigue siendo un gran
misterio incluso para quienes la hemos recibido como don. Nuestras limitaciones
y debilidades deben inducirnos a vivir y a custodiar con profunda fe este don
precioso, con el que Cristo nos ha configurado a sí, haciéndonos partícipes de
su misión salvífica»[12].


Raíz sacramental



2. Mediante la ordenación
sacramental hecha por medio de la imposición de las manos y de la oración
consagratoria del Obispo, se determina en el presbítero «un vínculo ontológico
especifico, que une al sacerdote con Cristo, Sumo Sacerdote y Buen Pastor»[13].



La identidad del sacerdote,
entonces, deriva de la participación específica en el Sacerdocio de Cristo, por
lo que el ordenado se transforma, en la Iglesia y para la Iglesia, en imagen
real, viva y transparente de Cristo Sacerdote, «una representación sacramental
de Jesucristo Cabeza y Pastor»[14].
Por medio de la consagración, el sacerdote «recibe como don un “poder
espiritual”, que es participación de la autoridad con que Jesús, mediante su
Espíritu, guía a la Iglesia»[15].



Esta identificación
sacramental con el Sumo y Eterno Sacerdote inserta específicamente al presbítero
en el misterio trinitario y, a través del misterio de Cristo, en la comunión
ministerial de la Iglesia para servir al Pueblo de Dios[16],
no como un encargado de las cuestiones religiosas, sino como Cristo, que «no ha
venido a ser servido sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos» (Mt
20, 28). No sorprende entonces que «el principio interior, la virtud que anima y
guía la vida espiritual del presbítero en cuanto configurado con Cristo Cabeza y
Pastor» sea «la caridad pastoral, participación de la misma caridad pastoral de
Jesucristo: don gratuito del Espíritu Santo y, al mismo tiempo, deber
y llamada a la respuesta libre y responsable del presbítero»[17].



Al mismo tiempo, no hay que
olvidar que todo sacerdote es único como persona, y posee su propia manera de
ser. Cada uno es único e insustituible. Dios no borra la personalidad del
sacerdote, es más, la requiere completamente, deseando servirse de ella —la
gracia, de hecho, edifica sobre la naturaleza— a fin de que el sacerdote pueda
transmitir las verdades más profundas y preciosas a través de sus
características, que Dios respeta y también los demás deben respetar.


1.1. Dimensión trinitaria



En comunión con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo



3. El cristiano, por medio
del Bautismo, entra en comunión con Dios Uno y Trino que le comunica la propia
vida divina para convertirlo en hijo adoptivo en su único Hijo; por eso está
llamado a reconocer a Dios como Padre y, a través de la filiación divina, a
experimentar la providencia paterna que nunca abandona a sus hijos. Esto es
verdad para todo cristiano, pero también es cierto que el sacerdote es
constituido en una relación particular y específica con el Padre, con el Hijo y
con el Espíritu Santo. En efecto, «nuestra identidad tiene como última fuente el
amor del Padre. Hemos contemplado al Hijo que Él nos ha enviado, Sumo Sacerdote
y Buen Pastor, con quien nos unimos sacramentalmente en el sacerdocio
ministerial por la acción del Espíritu Santo. La vida y el ministerio del
sacerdote son continuación de la vida y la acción del mismo Cristo. Esta es para
nosotros la identidad, la verdadera dignidad, la fuente de gozo, la certeza de
la vida»[18].



La identidad, el ministerio
y la existencia del presbítero están, por lo tanto, relacionadas esencialmente
con la Santísima Trinidad, en virtud del servicio sacerdotal a la Iglesia y a
todos los hombres.


En el dinamismo trinitario de la salvación



4.
El sacerdote, «como prolongación visible y
signo sacramental de Cristo, estando como está frente a la Iglesia y al mundo
como origen permanente y siempre nuevo de salvación»[19],
se encuentra insertado en la dinámica trinitaria con una particular
responsabilidad. Su identidad mana del ministerium Verbi et sacramentorum,
el cual está en relación esencial con el misterio del amor salvífico del Padre
(cfr. Jn 17, 6-9; 1 Cor 1, 1; 2 Cor 1, 1), con el ser
sacerdotal de Cristo, que elige y llama personalmente a su ministro a estar con
Él, y con el Don del Espíritu (cfr. Jn 20, 21), que comunica al sacerdote
la fuerza necesaria para dar vida a una multitud de hijos de Dios, convocados en
el único cuerpo eclesial y encaminados hacia el Reino del Padre.


Relación íntima con la Trinidad



5. De aquí se percibe la
característica esencialmente relacional (cfr. Jn 17, 11.21)[20] de la identidad del sacerdote.



La gracia y el carácter
indeleble conferidos con la unción sacramental del Espíritu Santo[21] ponen por tanto al sacerdote en una relación personal con la Trinidad, puesto
que constituye la fuente de la existencia y las acciones del presbítero.




El Decreto conciliar
Presbyterorum Ordinis
, desde su exordio, subraya la relación fundamental
entre el sacerdote y la Trinidad Santísima, nombrando distintamente las tres
Personas divinas: «El ministerio de los presbíteros, por estar unido al orden
episcopal, participa de la autoridad con la que el propio Cristo construye,
santifica y gobierna su Cuerpo. Por eso, el sacerdocio de los presbíteros supone
ciertamente los sacramentos de la iniciación cristiana. Se confiere, sin
embargo, por aquel sacramento peculiar que, mediante la unción del Espíritu
Santo, marca a los sacerdotes con un carácter especial. Así están identificados
con Cristo sacerdote, de tal manera que pueden actuar como representantes de
Cristo Cabeza de la Iglesia. [...] Por tanto, lo que se proponen los presbíteros
con su vida y ministerio es procurar la gloria de Dios Padre en Cristo»[22].



El sacerdote, pues, debe
vivir esa relación necesariamente de modo íntimo y personal, en un diálogo de
adoración y de amor con las Tres Personas divinas, sabiendo que el don recibido
le fue otorgado para el servicio de todos.


1.2. Dimensión cristológica


Identidad específica



6. La dimensión
cristológica, al igual que la trinitaria, surge directamente del sacramento, que
configura ontológicamente con Cristo Sacerdote, Maestro, Santificador y Pastor
de su Pueblo[23].
Los presbíteros, además, participan del único sacerdocio de Cristo como
colaboradores de los Obispos: esta determinación es propiamente sacramental y,
por eso, no se puede leer meramente en clave “organizativa”.



A aquellos fieles que,
permaneciendo injertados en el sacerdocio común o bautismal, son elegidos y
constituidos en el sacerdocio ministerial, se les da una participación indeleble
en el mismo y único sacerdocio de Cristo, en la dimensión pública de la
mediación y de la autoridad, en lo que se refiere a la santificación, a la
enseñanza y a la guía de todo el Pueblo de Dios. De este modo, si por un lado,
el sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico están
ordenados necesariamente el uno al otro —pues uno y otro, cada uno a su modo,
participan del único sacerdocio de Cristo—, por otra parte, ambos difieren
esencialmente entre ellos y no sólo de grado[24].



En este sentido, la
identidad del sacerdote es nueva respecto a la de todos los cristianos que,
mediante el Bautismo, ya participan, en conjunto, del único sacerdocio de Cristo
y están llamados a darle testimonio en toda la tierra[25].
La especificidad del sacerdocio ministerial, sin embargo, no se define por una
supuesta “superioridad” respecto del sacerdocio común, sino por el servicio, que
está llamado a desempeñar en favor de todos los fieles, para que puedan
adherirse a la mediación y al señorío de Cristo, visibles por el ejercicio del
sacerdocio ministerial.



En esta específica identidad
cristológica, el sacerdote ha de tener conciencia de que su vida es un misterio
insertado totalmente en el misterio de Cristo de un modo nuevo, y esto lo
compromete totalmente en el ministerio pastoral y da sentido a su vida[26].
Esta conciencia de su identidad es especialmente importante en el contexto
cultural actual secularizado, en el cual «el sacerdote parece “extraño” al
sentir común, precisamente por los aspectos más fundamentales de su ministerio,
como los de ser un hombre de lo sagrado, tomado del mundo para interceder en
favor del mundo, y constituido en esa misión por Dios y no por los hombres (cfr.
Heb 5, 1)»[27].




7. Esta conciencia —basada
en el vínculo ontológico con Cristo— se aleja de las concepciones “de tipo
funcional” que han querido ver al sacerdote solamente como un agente social o un
gestor de ritos sagrados «con el riesgo de traicionar incluso el Sacerdocio de
Cristo»[28] y reducen la vida del sacerdote a mero cumplimiento de sus deberes. Todos los
hombres tienen un natural anhelo religioso, que los distingue de cualquier otro
ser viviente y que hace de ellos buscadores de Dios. Por eso, las personas
buscan en el sacerdote al hombre de Dios en el cual descubrir Su Palabra, Su
Misericordia y el Pan del cielo que «da vida al mundo» (Jn 6, 33): «Dios
es la única riqueza que, en definitiva, los hombres desean encontrar en un
sacerdote»[29].



Al ser consciente de su
identidad, el sacerdote verá la explotación, la miseria o la opresión, la
mentalidad secularizada y relativista que pone en duda las verdades
fundamentales de nuestra fe, o muchas otras situaciones de la cultura
postmoderna como ocasiones para ejercer su específico ministerio de pastor
llamado a anunciar el Evangelio al mundo. El presbítero, «escogido entre los
hombres, está puesto para representar a los hombres en el culto a Dios» (Heb
5, 1). Frente a las almas, anuncia el misterio de Cristo, única luz para
comprender plenamente el misterio del hombre[30].


Consagración y misión



8. Cristo asocia a los
Apóstoles a su misma misión. «Como el Padre me ha enviado, así os envío yo a
vosotros» (Jn 20, 21). En la misma sagrada Ordenación está
ontológicamente presente la dimensión misionera. El sacerdote es elegido,
consagrado y enviado para hacer eficazmente actual la misión eterna de Cristo[31],
de quien se convierte en auténtico representante y mensajero. No se trata de una
simple función de representación extrínseca, sino que constituye un auténtico
instrumento de transmisión de la gracia de la Redención: «Quien a vosotros
escucha, a mí me escucha; quien a vosotros rechaza, a mí me rechaza; y quien me
rechaza a mí, rechaza al que me ha enviado» (Lc 10, 16).



Se puede decir, entonces,
que la configuración con Cristo, obrada por la consagración sacramental, define
al sacerdote en el seno del Pueblo de Dios, haciéndolo participar, en un modo
suyo propio, en la potestad santificadora, magisterial y pastoral del mismo
Cristo Jesús, Cabeza y Pastor de la Iglesia[32].
El sacerdote, al hacerse más semejante a Cristo es —gracias a Él, y no por sí
solo— colaborador de la salvación de los hermanos: ya no es él quien vive y
existe, sino Cristo en él (cfr. Gál 2, 20).



Actuando in persona
Christi Capitis
, el presbítero llega a ser el ministro de las acciones
salvíficas esenciales, transmite las verdades necesarias para la salvación y
apacienta al Pueblo de Dios, guiándolo hacia la santidad[33].



Sin embargo, la conformación
del sacerdote a Cristo no pasa solamente a través de la actividad
evangelizadora, sacramental y pastoral. Se verifica también en la oblación de sí
mismo y en la expiación, es decir, en aceptar con amor los sufrimientos y los
sacrificios propios del ministerio sacerdotal[34].
El Apóstol san Pablo expresó esta significativa dimensión del ministerio con la
célebre expresión: «Me alegro de mis sufrimientos por vosotros: así completo en
mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo, en favor de Su Cuerpo que
es la Iglesia» (Col 1, 24).


1.3. Dimensión pneumatológica


Carácter sacramental



9. En la ordenación
presbiteral, el sacerdote ha recibido el sello del Espíritu Santo, que ha hecho
de él un hombre signado por el carácter sacramental para ser, para siempre,
ministro de Cristo y de la Iglesia. Asegurado por la promesa de que el
Consolador permanecerá «con él para siempre» (Jn 14, 16-17), el sacerdote
sabe que nunca perderá la presencia ni el poder eficaz del Espíritu Santo, para
poder ejercitar su ministerio y vivir la caridad pastoral — fuente, criterio y
medida del amor y del servicio—como don total de sí mismo para la salvación de
los propios hermanos. Esta caridad determina en el presbítero su manera de
pensar, de actuar y de comportarse con los demás.


Comunión personal con el Espíritu Santo



10. Es también el Espíritu
Santo, quien en la Ordenación confiere al sacerdote la misión profética de
anunciar y explicar, con autoridad, la Palabra de Dios. Insertado en la comunión
de la Iglesia con todo el orden sacerdotal, el presbítero será guiado por el
Espíritu de Verdad, que el Padre ha enviado por medio de Cristo, y que le enseña
todas las cosas recordando todo aquello, que Jesús dijo a los Apóstoles. Por
tanto, el presbítero —con la ayuda del Espíritu Santo y con el estudio de la
Palabra de Dios en las Escrituras—, a la luz de la Tradición y del Magisterio[35],
descubre la riqueza de la Palabra, que ha de anunciar a la comunidad que le ha
sido encomendada.


Invocación del Espíritu



11. El sacerdote es ungido
por el Espíritu Santo. Esto conlleva no sólo el don del signo indeleble que
confiere la unción, sino la tarea de invocar constantemente al Paráclito —don de
Cristo resucitado— sin el cual el ministerio del presbítero sería estéril. Cada
día el sacerdote pide la luz del Espíritu Santo para imitar a Cristo.



Mediante el carácter
sacramental e identificando su intención con la de la Iglesia, el sacerdote está
siempre en comunión con el Espíritu Santo en la celebración de la liturgia,
sobre todo de la Eucaristía y de los demás sacramentos. En efecto, es Cristo
quien actúa a favor de la Iglesia, por medio del Espíritu Santo invocado en su
poder eficaz por el sacerdote celebrante in persona Christi[36].



La celebración sacramental,
por tanto, recibe su eficacia de la palabra de Cristo —que es quien la
instituyó— y del poder del Espíritu, que con frecuencia la Iglesia invoca
mediante la epíclesis.



Esto es particularmente
evidente en la Plegaria eucarística, en la que el sacerdote —invocando el poder
del Espíritu Santo sobre el pan y sobre el vino— pronuncia las palabras de Jesús
a fin de que se cumpla la transubstanciación del pan en el cuerpo “entregado” de
Cristo y del vino en la sangre “derramada” de Cristo y se haga sacramentalmente
presente su único sacrificio redentor[37].


Fuerza para guiar la comunidad



12. Es, en definitiva, en la
comunión con el Espíritu Santo donde el sacerdote encuentra la fuerza para guiar
la comunidad que le fue confiada y para mantenerla en la unidad que el Señor
quiere[38].
La oración del sacerdote en el Espíritu Santo puede inspirarse en la oración
sacerdotal de Jesucristo (cfr. Jn 17). Por lo tanto, debe rezar por la
unidad de los fieles, para que sean uno, y así el mundo crea que el Padre ha
enviado al Hijo para la salvación de todos.


1.4. Dimensión eclesiológica


“En” la Iglesia y “ante” la Iglesia



13. Cristo, origen
permanente y siempre nuevo de la salvación, es el misterio principal del que
deriva el misterio de la Iglesia, su Cuerpo y su Esposa, llamada por el Esposo a
ser signo e instrumento de redención. Cristo sigue dando vida a su Iglesia por
medio de la obra confiada a los Apóstoles y a sus Sucesores. En ella el
ministerio de los presbíteros encuentra su locus natural y lleva a cabo
su misión.



A través del misterio de
Cristo, el sacerdote, ejercitando su múltiple ministerio, está insertado también
en el misterio de la Iglesia, la cual «toma conciencia, en la fe, de que no
proviene de sí misma, sino por la gracia de Cristo en el Espíritu Santo»[39].
De tal manera, el sacerdote, a la vez que está en la Iglesia, se
encuentra también ante ella[40].



La expresión eminente de
esta colocación del sacerdote en la Iglesia y ante la Iglesia, es
la celebración de la Eucaristía donde «el sacerdote invita al pueblo a levantar
el corazón hacia el Señor en la oración y la acción de gracias, y lo une a sí en
la solemne oración, que él, en nombre de toda la comunidad, dirige a Dios Padre
por medio de Jesucristo en el Espíritu Santo»[41].




Partícipe de la esponsalidad de Cristo




14. El sacramento del Orden,
en efecto, no sólo hace partícipe al sacerdote del misterio de Cristo Sacerdote,
Maestro, Cabeza y Pastor, sino —en cierto modo— también de Cristo «Siervo y
Esposo de la Iglesia»[42].
Esta es el «Cuerpo» de Cristo, que Él amó y la ama hasta el extremo de
entregarse a Sí mismo por Ella (cfr. Ef 5, 25); Cristo regenera y
purifica continuamente a su Iglesia por medio de la Palabra de Dios y de los
sacramentos (cfr. ibid. 5, 26); se ocupa el Señor de hacer siempre más
bella (cfr. ibid. 5, 26) a su Esposa y, finalmente, la nutre y la cuida
con solicitud (cfr. ibid. 5, 29).



Los presbíteros
—colaboradores del Orden Episcopal—, que constituyen con su Obispo un único
presbiterio[43] y participan, en grado subordinado, del único sacerdocio de Cristo, también
participan, en cierto modo, —a semejanza del Obispo— de aquella dimensión
esponsal con respecto a la Iglesia, que está bien significada en el rito de la
ordenación episcopal con la entrega del anillo[44].



Los presbíteros, que «en
cada una de las comunidades locales de fieles hacen presente de alguna manera a
su Obispo, al que están unidos con confianza y magnanimidad»[45],
deberán ser fieles a la Esposa y, como viva imagen que son de Cristo Esposo, han
de hacer operativa la multiforme donación de Cristo a su Iglesia. El sacerdote,
llamado por un acto de amor sobrenatural absolutamente gratuito, ama a la
Iglesia como Cristo la amó, consagrándole todas sus energías y donándose con
caridad pastoral hasta dar cotidianamente la propia vida.



Universalidad del sacerdocio




15. El mandamiento del Señor
de ir a todas las gentes (Cfr. Mt 28, 18-20) constituye otra modalidad
con la que el sacerdote está ante la Iglesia[46].
Este, enviado —missus— por el Padre por medio de Cristo, pertenece «de
modo inmediato» a la Iglesia universal[47],
que tiene la misión de anunciar la Buena Noticia hasta los «confines de la
tierra» (Hch 1, 8)[48].




«El don espiritual que los
presbíteros reciben en la ordenación los prepara a una vastísima y universal
misión de salvación»[49].
En efecto, por el Orden y el ministerio recibidos, todos los sacerdotes han sido
asociados al Cuerpo Episcopal y, en comunión jerárquica con él según la propia
vocación y gracia, sirven al bien de toda la Iglesia[50].
El hecho de la incardinación[51] no debe encerrar al sacerdote en una
mentalidad estrecha y particularista, sino abrirlo al servicio de la única Iglesia de Jesucristo.



En este sentido, cada
sacerdote recibe una formación que le permite servir a la Iglesia universal y no
sólo especializarse en un único lugar o en una tarea particular. Esta “formación
para la Iglesia universal” significa estar listo para afrontar las
circunstancias más variadas, con la constante disponibilidad a servir, sin
condiciones, a toda la Iglesia[52].



Índole misionera del sacerdocio para una Nueva Evangelización




16. El presbítero, partícipe
de la consagración de Cristo, participa en su misión salvífica según su último
mandamiento: «Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en
el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todo
lo que os he mandado» (Mt 28, 19-20; cfr. Mc 16, 15-18; Lc
24, 47-48; Hch 1, 8). El ímpetu misionero forma parte constitutiva de la
existencia del sacerdote —que está llamado a hacerse “pan partido para la vida
del mundo”—, porque «la misión primera y fundamental que recibimos de los santos
Misterios que celebramos es la de dar testimonio con nuestra vida. El asombro
por el don que Dios nos ha hecho en Cristo infunde en nuestra vida un dinamismo
nuevo, comprometiéndonos a ser testigos de su amor. Nos convertimos en testigos
cuando, por nuestras acciones, palabras y modo de ser, aparece Otro y se
comunica»[53].




«Los presbíteros, en virtud
del sacramento del Orden, están llamados a compartir la solicitud por la misión:
“El don espiritual que los presbíteros recibieron en la ordenación no los
prepara a una misión limitada y restringida, sino a la misión universal y
amplísima de salvación […]” (Presbyterorum Ordinis, 10). Todos los
sacerdotes deben de tener corazón y mentalidad misioneros, estar abiertos a las
necesidades de la Iglesia y del mundo»[54].
Todo presbítero debe sentir y vivir esta exigencia de la vida de la Iglesia en
el mundo contemporáneo. Por eso, todo sacerdote está llamado a tener espíritu
misionero, es decir, un espíritu verdaderamente “católico” que partiendo de
Cristo se dirige a todos para que «todos se salven y lleguen al conocimiento de
la verdad» (1 Tim 2, 4-6).



Por tanto, es importante que
tenga plena conciencia de esta realidad misionera de su sacerdocio, y la viva en
plena sintonía con la Iglesia que, hoy como ayer, siente la necesidad de enviar
a sus ministros a los lugares donde es más urgente su misión, especialmente a
los más pobres[55].
De aquí derivará también una distribución del clero más equitativa[56].
Al respecto, hay que reconocer que los sacerdotes que están dispuestos a prestar
su servicio en otras Diócesis o países son un gran don tanto para la Iglesia
local a la cual son enviados como para aquella que los envía.



17. «Hoy en día, sin
embargo, hay una confusión creciente que induce a muchos a desatender y dejar
inoperante el mandato misionero del Señor (cfr. Mt 28, 19). A menudo se
piensa que todo intento de convencer a otros en cuestiones religiosas es limitar
la libertad. Se considera lícito solamente exponer las propias ideas e invitar a
las personas a actuar según la conciencia, sin favorecer su conversión a Cristo
y a la fe católica: se dice que basta con ayudar a los hombres a ser más hombres
o más fieles a su propia religión, que basta con construir comunidades capaces
de trabajar por la justicia, la libertad, la paz y la solidaridad. Además,
algunos sostienen que no se debería anunciar a Cristo a quienes no lo conocen,
ni favorecer la adhesión a la Iglesia, pues también es posible salvarse sin un
conocimiento explícito de Cristo y sin una incorporación formal a la Iglesia»[57].



El Siervo de Dios Pablo VI
se dirige también a los sacerdotes al afirmar: «No sería inútil que cada
cristiano y cada evangelizador examinasen en profundidad, a través de la
oración, este pensamiento: los hombres podrán salvarse por otros caminos,
gracias a la misericordia de Dios, si nosotros no les anunciamos el Evangelio;
pero ¿podremos nosotros salvarnos si por negligencia, por miedo, por vergüenza
—lo que San Pablo llamaba avergonzarse del Evangelio (cfr. Rom 1, 16)— o
por ideas falsas omitimos anunciarlo? Porque eso significaría ser infieles a la
llamada de Dios que, a través de los ministros del Evangelio, quiere hacer
germinar la semilla; y de nosotros depende que esa semilla se convierta en árbol
y produzca fruto»[58].
Nunca como hoy, por tanto, el clero debe sentirse apostólicamente comprometido a
unir a todos los hombres en Cristo, en su Iglesia. «Todos los hombres, por
tanto, están invitados a esta unidad católica del pueblo de Dios, que prefigura
y promueve la paz universal»[59].



No son, pues, admisibles
todas las opiniones que, en nombre de un malentendido respeto de las culturas
particulares, tienden a desnaturalizar la acción misionera de la Iglesia,
llamada a cumplir el mismo ministerio universal, de salvación, que transciende y
debe vivificar todas las culturas[60].
La dilatación universal es intrínseca al ministerio sacerdotal y, por tanto,
irrenunciable.



18. Desde los inicios de la
Iglesia, los Apóstoles obedecieron al último mandamiento del Señor resucitado.
Siguiendo sus pasos, la Iglesia a lo largo de los siglos «evangeliza siempre y
nunca ha interrumpido el camino de la evangelización»[61].



Esta «sin embargo, se
realiza de forma diversa, de acuerdo a las diferentes situaciones en las cuales
tiene lugar. En sentido estricto se habla de “missio ad gentes” dirigida a los
que no conocen a Cristo. En sentido amplio se habla de “evangelización”, para
referirse al aspecto ordinario de la pastoral»[62].
La evangelización es la acción de la Iglesia que proclama la Buena Noticia con
vistas a la conversión, invita a la fe, al encuentro personal con Jesús, a
convertirse en su discípulo en la Iglesia, a comprometerse a pensar como Él, a
juzgar como Él y a vivir como Él vivió[63].
La evangelización comienza con el anuncio del Evangelio y encuentra su
cumplimiento último en la santidad del discípulo que, como miembro de la
Iglesia, se ha convertido en evangelizador. En ese sentido, la evangelización es
la acción global de la Iglesia, «la tarea central y unificadora del servicio que
la Iglesia, y en ella los fieles laicos, están llamados a prestar a la familia
humana»[64].




«El proceso evangelizador,
por consiguiente, está estructurado en etapas o “momentos esenciales”: la acción
misionera para los no creyentes y para los que viven en la indiferencia
religiosa; la acción catequético-iniciatoria para los que optan por el Evangelio
y para los que necesitan completar o reestructurar su iniciación; y la acción
pastoral para los fieles cristianos ya maduros, en el seno de la comunidad
cristiana. Estos momentos, sin embargo, no son etapas cerradas: se reiteran
siempre que sea necesario, ya que tratan de dar el alimento evangélico más
adecuado al crecimiento espiritual de cada persona o de la misma comunidad»[65].



19. «Sin
embargo, observamos un proceso progresivo de descristianización y de pérdida de
los valores humanos esenciales que es preocupante. Gran parte de la humanidad de
hoy no encuentra en la evangelización permanente de la Iglesia el Evangelio, es
decir, la respuesta convincente a la pregunta: ¿Cómo vivir? […] Todos
necesitan el Evangelio; el Evangelio está destinado a todos y no sólo a un
círculo determinado y, por eso, estamos obligados a buscar nuevos caminos para
llevar el Evangelio a todos»[66].
Aunque sea preocupante, esa descristianización no puede hacernos dudar sobre la
capacidad del Evangelio de tocar el corazón de nuestros contemporáneos: «Tal vez
alguno se pregunte si acaso el hombre y la mujer de la cultura post-moderna, de
las sociedades más avanzadas, sabrán todavía abrirse al kerigma
cristiano. La respuesta debe ser positiva. El kerigma puede ser
comprendido y acogido por cualquier ser humano, en cualquier tiempo o cultura.
También los ambientes más intelectuales, o los más sencillos, pueden ser
evangelizados. Debemos, pues, creer que también los llamados post-cristianos
pueden ser atraídos de nuevo por la persona de Cristo»[67].



El Papa Pablo VI ya afirmaba
que «las condiciones de la sociedad nos obligan, por tanto, a revisar métodos, a
buscar por todos los medios el modo de llevar al hombre moderno el mensaje
cristiano, en el cual únicamente podrá hallar la respuesta a sus interrogantes y
la fuerza para su empeño de solidaridad humana»[68].
El beato Juan Pablo II presentó de este modo el nuevo milenio: «Hoy se ha de
afrontar con valentía una situación que cada vez es más variada y
comprometedora, en el contexto de la globalización y de la nueva y cambiante
mezcla de pueblos y culturas que la caracteriza»[69].
Por tanto, ha iniciado una “nueva evangelización”, que sin embargo no es una
“re-evangelización”[70] porque el anuncio «es siempre el mismo. La cruz se eleva sobre el mundo que
cambia»[71].
Es nueva en cuanto «buscamos, además de la evangelización permanente, nunca
interrumpida, que nunca hay que interrumpir, una nueva evangelización, capaz de
hacerse oír por este mundo, que no encuentra acceso a la evangelización
“clásica”»[72].



20. La nueva evangelización
hace referencia, sobre todo[73] aunque no exclusivamente[74],
“a las Iglesias de antigua fundación”[75],
donde son muchos quienes, «aunque bautizados en la Iglesia Católica, han
abandonado la práctica de los sacramentos o incluso la fe»[76].
Los sacerdotes tienen «como primer deber el anunciar a todos el Evangelio de
Dios, cumpliendo el mandato de Cristo: “Id por todo el mundo y predicad el
Evangelio a todos los hombres” (Mc 16, 15)»[77].
Son «ministros de Jesucristo entre las naciones»[78],
«se deben a todos para comunicarles la verdad del Evangelio que poseen en el
Señor»[79],
sobre todo porque «el número de los que aún no conocen a Cristo ni forman parte
de la Iglesia aumenta constantemente; más aún, desde el final del Concilio, casi
se ha duplicado. Para esta humanidad inmensa, tan amada por el Padre que por
ella envió a su propio Hijo, es patente la urgencia de la misión»[80].
El beato Juan Pablo II afirmaba solemnemente: «Siento que ha llegado el momento
de dedicar todas las fuerzas eclesiales a la nueva evangelización y a la misión
ad gentes. Ningún creyente en Cristo, ninguna institución de la Iglesia
puede eludir este deber supremo: anunciar a Cristo a todos los pueblos»[81].



21. Los sacerdotes empeñan
todas sus fuerzas en esta nueva evangelización, cuyas características definió el
beato Juan Pablo II: «nueva en su ardor, en sus métodos y en su expresión»[82].



En primer lugar, «hace falta
reavivar en nosotros el impulso de los orígenes, dejándonos impregnar por el
ardor de la predicación apostólica que siguió a Pentecostés. Hemos de revivir en
nosotros el celo apremiante de san Pablo, que exclamaba: “¡ay de mí si no
predicara el Evangelio!” (1 Cor 9, 16)»[83].
En efecto, «quien ha encontrado verdaderamente a Cristo no puede tenerlo sólo
para sí; debe anunciarlo»[84].
A imagen de los Apóstoles, el celo apostólico es fruto de la experiencia
impresionante que deriva de la cercanía con Jesús. «La misión es un problema de
fe, es el índice exacto de nuestra fe en Cristo y en su amor por nosotros»[85].
El Señor no cesa de enviar su Espíritu por cuya fuerza debemos dejarnos
regenerar en vista de ese «renovado impulso misionero, expresión de una nueva y
generosa apertura al don de la gracia»[86].
«Es esencial e indispensable que el presbítero se decida, muy conscientemente y
con determinación, no sólo a acoger y evangelizar a quienes lo buscan, ya sea en
la parroquia u otras partes, sino también a “levantarse e ir” en busca sobre
todo de los bautizados que, por motivos diversos, no viven su pertenencia a la
comunidad eclesial, así como de quienes poco o nada conocen a Jesucristo»[87].




Los sacerdotes deben
recordar que no pueden comprometerse solos en la misión. Como pastores de su
pueblo, formen las comunidades cristianas al testimonio evangélico y al anuncio
de la Buena Nueva. La «nueva acción misionera no podrá ser delegada a unos pocos
“especialistas”, sino que ha de implicar la responsabilidad de todos los
miembros del Pueblo de Dios […] Es necesario un nuevo impulso apostólico que se
viva como compromiso cotidiano de las comunidades y de los grupos cristianos»[88].
La parroquia no es únicamente el lugar donde se enseña el catecismo, también es
el ambiente vivo que debe llevar a cabo la nueva evangelización[89],
concibiéndose como “misión permanente”»[90].
Cada comunidad es a imagen de la misma Iglesia, «llamada, por naturaleza, a
salir de sí misma en un movimiento hacia el mundo, para ser signo del Emmanuel,
del Verbo hecho carne, del Dios con nosotros»[91].
«En la parroquia será preciso que los presbíteros convoquen a los miembros de la
comunidad, consagrados y laicos, para prepararlos adecuadamente y enviarlos en
misión evangelizadora a las personas, a las familias, incluso mediante visitas a
domicilio, y a todos los ambientes sociales que se encuentran en el territorio»[92].
Recordando que la Iglesia es «misterio de comunión y de misión»[93],
que los pastores guíen a las comunidades a ser testigos con su «fe profesada,
celebrada, vivida y rezada»[94] y con su entusiasmo[95].
El Papa Pablo VI exhortaba a la alegría: «Que el mundo actual, que busca a veces
con angustia, a veces con esperanza, pueda recibir la Buena Nueva, no a través
de evangelizadores tristes y desalentados, impacientes o ansiosos, sino a través
de ministros del Evangelio, cuya vida irradia el fervor de quienes han recibido,
ante todo en sí mismos, la alegría de Cristo»[96].
Los fieles necesitan que sus pastores les alienten para no tener miedo de
anunciar la fe con franqueza; además, quien evangeliza experimenta que el mismo
acto misionero es fuente de renovación personal: «En efecto, la misión renueva
la Iglesia, refuerza la fe y la identidad cristiana, da nuevo entusiasmo y
nuevas motivaciones.



«¡La fe se fortalece dándola!»
[97]



22. La evangelización
también es nueva en sus métodos. Estimulada por el Apóstol que exclamaba: «¡ay
de mí si no anuncio el Evangelio!» (1Cor 9, 16), deberá saber utilizar
todos los medios de transmisión que ofrecen las ciencias y la tecnología moderna[98].



Ciertamente no todo depende
de esos medios o de las capacidades humanas, puesto que la gracia divina puede
alcanzar su efecto independientemente de la obra de los hombres; pero, en el
plan de Dios, la predicación de la Palabra es, normalmente, el canal
privilegiado para la transmisión de la fe y para la misión evangelizadora.



Sin duda el uso de Internet
constituye una oportunidad útil para llevar el anuncio evangélico a numerosas
personas. Sin embargo, que el sacerdote valore con prudencia y ponderación su
implicación, a fin de no quitar tiempo a su ministerio pastoral en aspectos como
la predicación de la Palabra de Dios, la celebración de los sacramentos, la
dirección espiritual, etc., en los cuales es realmente insustituible. Que sepa,
asimismo, implicar a los laicos en la evangelización mediante dichos medios
modernos. En cualquier caso, su participación en estos nuevos ámbitos deberá
reflejar siempre especial caridad, sentido sobrenatural, sobriedad y templanza,
a fin de que todos se sientan atraídos no tanto por la figura del sacerdote,
sino más bien por la Persona de nuestro Señor Jesucristo.



23. La tercera
característica de la nueva evangelización es la novedad en su expresión. En un
mundo que cambia, la conciencia de la propia misión de anunciador del Evangelio,
como instrumento de Cristo y del Espíritu Santo, se deberá concretar cada vez
más pastoralmente para que el presbítero pueda vivificar, a la luz de la Palabra
de Dios, las distintas situaciones y los distintos ambientes en los cuales
desempeña su ministerio.



Para que sea eficaz y
creíble es pues importante que el presbítero —en la perspectiva de la fe y de su
ministerio— conozca, con sentido crítico constructivo, las ideologías, el
lenguaje, los contextos culturales, las tipologías que se difunden a través de
los medios de comunicación que, en gran parte, condicionan las mentalidades. Que
sepa dirigirse a todos «sin ocultar nunca las exigencias más radicales del
mensaje evangélico, atendiendo a las exigencias de cada uno, por lo que se
refiere a la sensibilidad y al lenguaje, según el ejemplo de san Pablo, que
decía: “Me he hecho todo a todos para salvar a toda costa a algunos” (1Cor
9, 22)»[99].
El Concilio ecuménico Vaticano II afirmó que la Iglesia, «desde el comienzo de
su historia, aprendió a expresar el mensaje de Cristo por medio de los conceptos
y de las lenguas de los distintos pueblos y procuró, además, ilustrarlo con la
sabiduría de los filósofos. Procedió así a fin de adaptar el Evangelio a nivel
del saber popular y a las exigencias de los sabios en cuanto era posible. Esta
adaptación de la predicación de la palabra revelada debe mantenerse como ley de
toda evangelización»[100].
Esto debe hacerse respetando debidamente el camino siempre distinto de cada
persona y atendiendo a las diversas culturas que se han de impregnar del mensaje
cristiano; así el cristianismo del tercer milenio, permaneciendo plenamente lo
que es, en la fidelidad total al anuncio evangélico y a la tradición eclesial,
llevará consigo también el rostro de tantas culturas y de tantos pueblos en que
ha sido acogido y ha arraigado, cuyos valores peculiares no se niegan, sino que
son purificados y llevados a su plenitud[101].



Paternidad espiritual




24. La vocación pastoral de
los sacerdotes es grande y universal: se dirige a toda la Iglesia y, por tanto,
es también misionera. «Normalmente, está unida al servicio de una determinada
comunidad del Pueblo de Dios, en la que cada uno espera atención, cuidado y
amor»[102].
Por eso, el ministerio del sacerdote es a su vez ministerio de paternidad[103].
A través de su dedicación a las almas, muchas son engendradas a la vida nueva en
Cristo. Se trata de una verdadera paternidad espiritual, como exclamaba San
Pablo: «ahora que estáis en Cristo tendréis mil tutores, pero padres no
tenéis muchos; por medio del Evangelio soy
yo quien os ha engendrado para Cristo Jesús» (1Cor 4, 15).



Como Abraham, también el
sacerdote se convierte en «padre de muchos pueblos» (Rom 4, 18), y
encuentra en el crecimiento cristiano que florece a su alrededor la recompensa a
las fatigas y sufrimientos de su servicio cotidiano. Además, también en el plano
de lo sobrenatural, como en el de lo natural, la misión de la paternidad no
acaba con el nacimiento, sino que se extiende a abrazar toda la vida: «¿Quién ha
recibido vuestra alma recién nacidos? El sacerdote. ¿Quién la alimenta para que
pueda terminar su peregrinación? El sacerdote. ¿Quién la preparará para
comparecer ante Dios, lavándola por última vez en la sangre de Jesucristo? El
sacerdote, siempre el sacerdote. Y si esta alma llegase a morir [a causa del
pecado], ¿quién la resucitará y le dará el descanso y la paz? También el
sacerdote… ¡Después de Dios, el sacerdote lo es todo!... Él mismo sólo lo
entenderá en el cielo»[104].




Los presbíteros hacen vida
propia las palabras vibrantes del Apóstol: «Hijos míos, por quienes vuelvo a
sufrir dolores de parto, hasta que Cristo se forme en vosotros» (Gál 4,
19). Así viven con generosidad, renovada cada día, este don de la paternidad
espiritual y a ella orientan el cumplimiento de toda tarea de su ministerio.



Autoridad como “amoris officium




25. Otra manifestación de
que el sacerdote está frente a la Iglesia, radica en el hecho de ser
guía, que lleva a la santificación de los fieles confiados a su ministerio, que
es esencialmente pastoral, pero presentándose con la autoridad que fascina y
hace creíble el mensaje (cfr. Mt 7, 29). En efecto, toda autoridad ha de
ejercitarse con espíritu de servicio, como amoris officium y dedicación
desinteresada al bien del rebaño (cfr. Jn 10, 11; 13, 14)[105].



Esta realidad, que ha de
vivirse con humildad y coherencia, puede estar sujeta a dos tentaciones
opuestas. La primera consiste en desempeñar el propio ministerio tiranizando a
su rebaño (cfr. Lc 22, 24-27; 1 Pe 5, 1-4), mientras que la
segunda tentación es la que lleva a hacer inútil, en nombre de una incorrecta
noción de comunidad, la propia configuración con Cristo Cabeza y Pastor.



La primera tentación ha sido
fuerte también para los mismos discípulos, y recibió de Jesús una puntual y
reiterada corrección. Cuando esta dimensión viene a menos, no es difícil caer en
la tentación del “clericalismo”, con un deseo de señorear sobre los laicos, que
genera siempre antagonismos entre los ministros sagrados y el pueblo.



El sacerdote no debe ver su
papel reducido al de un simple dirigente. Él es el mediador —el puente—, es
decir, quien debe siempre recordar que el Señor y Maestro «no ha venido para ser
servido sino para servir» (cfr. Mc 10, 45); que se inclinó para lavar los
pies a sus discípulos (cfr. Jn 13, 5) antes de morir en la Cruz y de
enviarlos por todo el mundo (cfr. Jn 20, 21). Así el presbítero,
comprometido en el cuidado del rebaño que pertenece al Señor, tratará de
«proteger el rebaño, de alimentarlo y de llevarlo
hacia Él, el verdadero buen Pastor que desea
la salvación de todos. Alimentar el rebaño del Señor es, pues, ministerio de
amor vigilante, que exige entrega total hasta el agotamiento de las fuerzas y,
si fuera necesario, hasta el sacrificio de la vida»[106].



Los sacerdotes darán
testimonio auténtico del Señor Resucitado, a Quien se ha dado «todo poder en el
cielo y en la tierra» (cfr. Mt 28, 18), si lo ejercitan empleándolo en el
servicio tan humilde como lleno de autoridad al propio rebaño[107] y respetando la misión que Cristo y la Iglesia confían a los fieles laicos[108] y a los fieles consagrados por la profesión de los consejos evangélicos[109].



Tentación del democraticismo y del igualitarismo




26. A veces sucede que para
evitar esta primera desviación se cae en la segunda, y se tiende a eliminar toda
diferencia de función entre los miembros del Cuerpo de Cristo que es la Iglesia,
negando en la práctica la distinción entre el sacerdocio común o bautismal y el
ministerial[110].



Entre las diversas formas de
esta negación que hoy se observan, se encuentra el llamado «democraticismo», que
lleva a no reconocer la autoridad y la gracia capital de Cristo presente en los
ministros sagrados y a desnaturalizar la Iglesia como Cuerpo Místico de Cristo.
A este propósito hay que recordar que la Iglesia reconoce todos los méritos y
los bienes que la cultura democrática ha aportado a la sociedad civil. Por otra
parte, ella misma lucha con todos los medios a su disposición, por el
reconocimiento de la igual dignidad de todos los hombres. De acuerdo con la
Revelación, el Concilio Ecuménico Vaticano II se expresó abiertamente acerca de
la común dignidad de todos los bautizados en la Iglesia[111].
Sin embargo, es necesario afirmar que tanto esta igualdad radical como la
diversidad de condiciones y tareas tienen como fundamento último la naturaleza
misma de la Iglesia.



Esta, de hecho, debe su
existencia y su estructura al designio salvífico de Dios y se contempla a sí
misma como don de la benevolencia de un Padre que la ha liberado mediante la
humillación de su Hijo en la cruz. La Iglesia, por tanto, quiere ser con el
Espíritu Santo totalmente conforme y fiel a la voluntad libre y liberadora de su
Señor Jesucristo. Este misterio de salvación hace que la Iglesia sea, por su
propia naturaleza, una realidad diversa de las sociedades solamente humanas.




En consecuencia, no es
admisible en la Iglesia cierta mentalidad, que a veces se manifiesta
especialmente en algunos organismos de participación eclesial y que tiende a
confundir las tareas de los presbíteros y de los fieles laicos, o a no
distinguir la autoridad propia del Obispo de las funciones de los presbíteros
como colaboradores de los Obispos, o a no escuchar debidamente el Magisterio
universal, que ejerce el Romano Pontífice en su función primacial, por voluntad
del Señor. En muchos aspectos, se trata de un intento de transferir
automáticamente a la Iglesia la mentalidad y la praxis que existen en algunas
corrientes culturales socio-políticas de nuestro tiempo sin tener
suficientemente en cuenta que esta debe su existencia y su estructura al
designio salvífico de Dios en Cristo.



En este sentido es necesario
recordar que tanto el presbiterio como el Consejo Presbiteral —instituto
jurídico que quiso el Decreto
Presbyterorum Ordinis
[112] no son expresión del derecho de asociación de los
clérigos, ni mucho menos pueden ser
entendidos desde una perspectiva sindicalista, que conlleve reivindicaciones e
intereses de parte, ajenos a la comunión eclesial[113].



Distinción entre sacerdocio común y sacerdocio ministerial




27. La distinción entre
sacerdocio común y sacerdocio ministerial, lejos de llevar a la separación o a
la división entre los miembros de la comunidad cristiana, armoniza y unifica la
vida de la Iglesia porque «el sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio
ministerial o jerárquico, aunque diferentes esencialmente y no sólo en grado, se
ordenan, sin embargo, el uno al otro»[114].
En efecto, en cuanto Cuerpo de Cristo, la Iglesia es comunión orgánica entre
todos los miembros, en la que cada uno de los cristianos sirve realmente a la
vida del conjunto si vive plenamente la propia función y la propia vocación
específica (1 Cor 12, 12 ss.)[115].



Por lo tanto, a nadie le es
lícito cambiar lo que Cristo ha querido para su Iglesia. Ella está íntimamente
ligada a su Fundador y Cabeza, que es el único que le da, a través del poder del
Espíritu Santo, ministros al servicio de sus fieles. Al Cristo que llama,
consagra y envía a través de los legítimos Pastores, no puede sustraerse ninguna
comunidad ni siquiera en situaciones de particular necesidad, situaciones en las
que quisiera darse sus propios sacerdotes de modo diverso a las disposiciones de
la Iglesia: el sacerdocio es una elección de Jesús y no de la comunidad (cfr.
Jn
15, 16). La respuesta para resolver los casos de necesidad es la oración
de Jesús: «rogad al dueño de la mies que envíe trabajadores a su mies» (Mt
9, 38). Si a esta oración, hecha con fe, se une la vida de caridad intensa de la
comunidad, entonces tendremos la seguridad de que el Señor no dejará de enviar
pastores según su corazón (cfr. Jer 3, 15)[116].




28. Asimismo, es preciso
salvaguardar el orden que estableció nuestro Señor Jesucristo, evitar la llamada
“clericalización” del laicado[117],
que tiende a disminuir el sacerdocio ministerial del presbítero; de hecho, sólo
al presbítero, después del Obispo, y en virtud del ministerio sacerdotal
recibido con la ordenación, se puede atribuir de manera propia y unívoca el
término «pastor». El adjetivo «pastoral», pues, se refiere a la participación en
el ministerio episcopal.


1.5. Comunión sacerdotal


Comunión con la Trinidad y con Cristo



29. A la luz de todo lo ya
dicho acerca de la identidad sacerdotal, la comunión del sacerdote se realiza,
sobre todo, con el Padre, origen último de toda su potestad; con el Hijo, de
cuya misión redentora participa; y con el Espíritu Santo, que le da la fuerza
para vivir y realizar la caridad pastoral que, como «principio interior y virtud
que anima y guía la vida espiritual del presbítero»[118],
lo cualifica como sacerdote. Una caridad pastoral que, lejos de reducirse a un
conjunto de técnicas y métodos dirigidos a la eficiencia funcional del
ministerio, más bien hace referencia a la naturaleza propia de la misión de la
Iglesia finalizada a la salvación de la humanidad.



Así «no se puede definir la
naturaleza y la misión del sacerdocio ministerial si no es desde este multiforme
y rico entramado de relaciones que brotan de la Santísima Trinidad y se
prolongan en la comunión de la Iglesia, como signo, en Cristo, de la unión con
Dios y de la unidad de todo el género humano»[119].



Comunión con la Iglesia




30.
De esta fundamental unión-comunión con Cristo y con la Trinidad deriva, para el
presbítero, su comunión-relación con la Iglesia en sus aspectos de misterio y de
comunidad eclesial[120].



Concretamente, la comunión
eclesial del presbítero se realiza de diversos modos. Con la ordenación
sacramental, en efecto, el presbítero entabla vínculos especiales con el Papa
, con el Cuerpo episcopal, con el propio Obispo, con los demás
presbíteros
y con los fieles laicos.



Comunión jerárquica




31. La comunión, como
característica del sacerdocio, se funda en la unicidad de la Cabeza, Pastor y
Esposo de la Iglesia, que es Cristo[121].



En esta comunión ministerial
toman forma también algunos precisos vínculos en relación, sobre todo, con el
Papa, con el Colegio Episcopal y con el propio Obispo. «No se da ministerio
sacerdotal sino en la comunión con el Sumo Pontífice y con el Colegio Episcopal,
en particular con el propio Obispo diocesano, a los que se han de reservar el
respeto filial y la obediencia prometidos en el rito de la ordenación»[122].
Se trata, pues, de una comunión jerárquica, es decir, de una comunión en la
jerarquía tal como ella está internamente estructurada.



En virtud de la
participación, en grado subordinado a los Obispos —que son investidos de
potestad «propia, ordinaria e inmediata, aunque su ejercicio esté regulado en
definitiva por la suprema autoridad de la Iglesia»[123]—,
en el único sacerdocio ministerial, dicha comunión implica también el vínculo
espiritual y orgánico-estructural de los presbíteros con todo el orden de los
Obispos y con el Romano Pontífice. A su vez, esto se refuerza por el hecho de
que todo el orden de los Obispos en su conjunto y cada uno de los Obispos en
particular debe estar en comunión jerárquica con la Cabeza del Colegio[124].
Tal Colegio, en efecto, está constituido sólo por los Obispos consagrados, que
están en comunión jerárquica con la Cabeza y con los miembros de dicho Colegio.



Comunión en la celebración eucarística




32. La comunión jerárquica
se encuentra expresada en significativamente en la plegaria eucarística, cuando
el sacerdote, al rezar por el Papa, el Colegio episcopal y el propio Obispo, no
expresa sólo un sentimiento de devoción, sino que da testimonio de la
autenticidad de su celebración[125].



También la concelebración
eucarística, en las circunstancias y condiciones previstas[126],
cuando está presidida por el Obispo y con la participación de los fieles,
manifiesta admirablemente la unidad del sacerdocio de Cristo en la pluralidad de
sus ministros, así como la unidad del sacrificio y del Pueblo de Dios[127].
La concelebración ayuda, además, a consolidar la fraternidad sacramental
existente entre los presbíteros[128].



Comunión en la actividad ministerial




33. Cada presbítero ha de
tener un profundo, humilde y filial vínculo de obediencia y de caridad con la
persona del Santo Padre y debe adherir a su ministerio petrino de magisterio, de
santificación y de gobierno, con docilidad ejemplar[129].



También la unión filial con
el propio Obispo es una condición indispensable para la eficacia del propio
ministerio sacerdotal. Para los pastores más expertos, es fácil constatar la
necesidad de evitar toda forma de subjetivismo en el ejercicio de su ministerio,
y de adherir corresponsablemente a los programas pastorales. Esta adhesión, que
conlleva proceder de acuerdo con la mente del Obispo, además de ser expresión de
madurez, contribuye a edificar la unidad en la comunión, que es indispensable
para la obra de la evangelización[130].



Respetando plenamente la
subordinación jerárquica, el presbítero ha de ser promotor de una relación
afable con el propio Obispo, lleno de sincera confianza, de amistad cordial, de
oración por su persona y sus intenciones, de un verdadero esfuerzo de armonía, y
de una convergencia ideal y programática, que no quita nada a una inteligente
capacidad de iniciativa personal y empuje pastoral[131].



Con vistas al propio
crecimiento espiritual y pastoral, y por amor de su rebaño, el sacerdote debería
acoger con gratitud, e incluso buscar con regularidad, directrices de parte de
su Obispo o sus representantes para el desarrollo de su ministerio pastoral.
Asimismo, es una práctica de admirar pedir el parecer de los sacerdotes más
expertos y de los laicos calificados acerca de los métodos pastorales más
adecuados.



Comunión en el presbiterio




34. En virtud del sacramento
del Orden «cada sacerdote está unido a los demás miembros del presbiterio por
particulares vínculos de caridad apostólica, de ministerio y de fraternidad»[132].
El presbítero está unido al Ordo Presbyterorum: así se constituye una
unidad, que puede considerarse como verdadera familia, en la que los vínculos no
proceden de la carne o de la sangre sino de la gracia del Orden[133].



La pertenencia a un concreto
presbiterio[134] se da siempre en el ámbito de una Iglesia Particular, de un Ordinariato o de una
Prelatura personal —es decir, de una “misión episcopal”, no sólo con motivo de
la incardinación—, lo que no quita que el presbítero, en cuanto bautizado,
pertenezca de manera inmediata a la Iglesia universal: en la Iglesia, nadie es
extranjero; toda la Iglesia, y cada Diócesis, es familia, la familia de Dios[135].



Fraternidad sacerdotal y la
pertenencia al presbiterio son elementos característicos del sacerdote. Con
respecto a esto, es particularmente significativo el rito que se realiza en la
ordenación presbiteral de la imposición de las manos por parte del Obispo, en el
cual toman parte todos los presbíteros presentes para indicar, por una parte, la
participación en el mismo grado del ministerio, y por otra, que el sacerdote no
puede actuar solo, sino siempre dentro del presbiterio, como hermano de todos
aquellos que lo constituyen[136].



«Los Obispos y los
presbíteros reciben la misión y la facultad (el “poder sagrado”) de actuar in
persona Christi Capitis
, los diáconos las fuerzas para servir al pueblo de
Dios en la “diaconía” de la liturgia, de la palabra y de la caridad, en comunión
con el obispo y su presbiterio»[137].



La incardinación, auténtico vínculo
jurídico con valor espiritual




35. La incardinación en una
determinada «Iglesia particular o en una prelatura personal, o en un instituto
de vida consagrada o en una sociedad que goce de esta facultad»[138] constituye un auténtico vínculo jurídico[139] que tiene también valor espiritual, ya que de ella brota «la relación con el
Obispo en el único presbiterio, la coparticipación en su solicitud eclesial, la
dedicación al cuidado evangélico del Pueblo de Dios en las condiciones concretas
históricas y ambientales»[140].




Para tal propósito, no hay
que olvidar que los sacerdotes seculares no incardinados en la Diócesis y los
sacerdotes miembros de un Instituto religioso o de una Sociedad de vida
apostólica —que viven en la Diócesis y ejercitan, para su bien, algún oficio—
aunque estén sometidos a sus legítimos Ordinarios, pertenecen con pleno o con
distinto título al presbiterio de esa Diócesis[141] donde «tienen voz, tanto activa como pasiva, para constituir el consejo
presbiteral»[142].
Los sacerdotes religiosos, en particular, con unidad de fuerzas, comparten la
solicitud pastoral ofreciendo el contributo de carismas específicos y
«estimulando con su presencia a la Iglesia particular para que viva más
intensamente su apertura universal»[143].



Los presbíteros incardinados
en una Diócesis pero que están al servicio de algún movimiento eclesial o nueva
comunidad aprobados por la autoridad eclesiástica competente[144] sean conscientes de su pertenencia al presbiterio de la Diócesis en la que
desarrollan su ministerio, y lleven a la práctica el deber de colaborar
sinceramente con él. El Obispo de incardinación, a su vez, ha de favorecer
positivamente el derecho a la propia espiritualidad que la ley reconoce a todos
los fieles[145],
ha de respetar el estilo de vida requerido por el movimiento, y estar dispuesto
—a norma del derecho— a permitir que el presbítero pueda prestar su servicio en
otras Iglesias, si esto es parte del carisma del movimiento mismo,[146] comprometiéndose en cualquier caso a reforzar la comunión eclesial.



El presbiterio, lugar de santificación




36. El presbiterio es el
lugar privilegiado en el cual el sacerdote debería encontrar los medios
específicos de formación, de santificación y de evangelización; allí mismo
debería ser ayudado a superar los límites y debilidades propios de la naturaleza
humana, especialmente aquellos problemas que hoy día se sienten con particular
intensidad.



El sacerdote, por tanto,
hará todos los esfuerzos necesarios para evitar vivir el propio sacerdocio de
modo aislado y subjetivista, y buscará favorecer la comunión fraterna dando y
recibiendo —de sacerdote a sacerdote— el calor de la amistad, de la asistencia
afectuosa, de la comprensión, de la corrección fraterna[147],
bien consciente de que la gracia del Orden «asume y eleva las relaciones
humanas, psicológicas, afectivas, amistosas y espirituales [...] y se concreta
en las formas más variadas de ayuda mutua, no sólo espirituales sino también
materiales»[148].



Todo esto se expresa, además
que en la Misa crismal —manifestación de la comunión de los presbíteros con su
Obispo—, en la liturgia de la Misa in Coena Domini del Jueves Santo, la
cual muestra como de la comunión eucarística —nacida en la Ultima Cena— los
sacerdotes reciben la capacidad de amarse unos a otros como el Maestro los ama[149].



Fraterna amistad sacerdotal




37. El profundo y eclesial
sentido del presbiterio, no sólo no impide, sino que facilita las
responsabilidades personales de cada presbítero en el cumplimiento del
ministerio particular, que le es confiado por el Obispo[150].
La capacidad de cultivar y vivir maduras y profundas amistades sacerdotales se
revela fuente de serenidad y de alegría en el ejercicio del ministerio; las
amistades verdaderas son ayuda decisiva en las dificultades y, a la vez, ayuda
preciosa para incrementar la caridad pastoral, que el presbítero debe ejercitar
de modo particular con aquellos hermanos en el sacerdocio, que se encuentren
necesitados de comprensión, ayuda y apoyo[151].
La fraternidad sacerdotal, expresión de la ley de la caridad, no se reduce a un
simple sentimiento, sino que es para los presbíteros una memoria existencial de
Cristo y un testimonio apostólico de comunión eclesial.



Vida en común




38.
Una manifestación de esta comunión es también la vida en común, que la
Iglesia ha favorecido desde siempre,[152] y que recientemente ha sido reavivada por los documentos del Concilio Ecuménico
Vaticano II[153] y del Magisterio sucesivo,[154]y se
lleva a la práctica positivamente en no pocas Diócesis. «La vida en común, por
este motivo, expresa una ayuda que Cristo da a nuestra existencia, llamándonos,
a través de la presencia de los hermanos, a una configuración cada vez más
profunda a su persona. Vivir con otros significa aceptar la necesidad de la propia y
continua conversión y sobre todo descubrir la belleza de este camino, la alegría
de la humildad, de la penitencia, y también de la conversación, del perdón
mutuo, de sostenerse mutuamente.Ecce quam bonum
et quam iucundum habitare fratres in unum
(Sal 133, 1)»[155].



Para afrontar uno de los
problemas más importantes de la vida sacerdotal actual, a saber, la soledad del
sacerdote, «nunca se recomendará suficientemente a los sacerdotes una cierta
vida en común entre ellos, toda enderezada al ministerio propiamente espiritual;
la práctica de encuentros frecuentes con fraternal intercambio de ideas, de
consejos y de experiencias entre hermanos; el impulso a las asociaciones que
favorecen la santidad sacerdotal»[156].




39. Entre las diversas
formas posibles de vida en común (casa común, comunidad de mesa, etc.), se ha de
dar el máximo valor a la participación comunitaria en la oración litúrgica[157].
Las diversas modalidades han de favorecerse de acuerdo con las posibilidades y
conveniencias prácticas, sin remarcar necesariamente, aunque sean laudables,
modelos propios de la vida religiosa. De modo particular hay que alabar aquellas
asociaciones que favorecen la fraternidad sacerdotal, la santidad en el
ejercicio del ministerio, la comunión con el Obispo y con toda la Iglesia[158].



Es de desear, teniendo en
cuenta la importancia de que los sacerdotes vivan en los alrededores de donde
habita la gente a la que sirven, que los párrocos estén disponibles para
favorecer la vida en común en la casa parroquial con sus vicarios[159],
estimándolos efectivamente como a sus cooperadores y partícipes de la solicitud
pastoral; por su parte, para construir la comunión sacerdotal, los vicarios han
de reconocer y respetar la autoridad del párroco[160].
En los casos en los cuales no haya más que un sacerdote en una parroquia, se
aconseja vivamente la posibilidad de una vida en común con otros sacerdotes de
parroquias limítrofes[161].



En numerosos lugares, la
experiencia de esta vida en común ha sido muy positiva porque ha representado
una verdadera ayuda para el sacerdote: se crea un ambiente de familia, se puede
tener —una vez obtenido el permiso del Ordinario[162]
una capilla con el Santísimo Sacramento, se puede rezar juntos, etc. Además,
como resulta de la experiencia y las enseñanzas de los santos, «nadie puede
asumir la fuerza regeneradora de la vida en común sin la oración […] sin una
vida sacramental vivida con fidelidad. Si no se entra en el diálogo eterno que
el Hijo mantiene con el Padre en el Espíritu Santo, no es posible una auténtica
vida en común. Es imprescindible estar con Jesús para poder estar con los demás»[163].
Son muchos los casos de sacerdotes que han encontrado en la adopción de
oportunas formas de vida comunitaria una importante ayuda tanto para sus
exigencias personales como para el ejercicio de su ministerio pastoral.



40. La vida en común es
imagen de la apostolica vivendi forma de Jesús con sus apóstoles. Con el
don del celibato sagrado para el Reino de los Cielos, el Señor nos ha hecho de
modo especial miembros de su familia. En una sociedad fuertemente marcada por el
individualismo, el sacerdote necesita una relación personal más profunda y un
espacio vital caracterizado por la amistad fraterna en el cual pueda vivir como
cristiano y sacerdote: «los momentos de oración y estudio en común, compartiendo
las exigencias de la vida y del trabajo sacerdotal, son una parte necesaria de
vuestra existencia»[164].




Así, en este ambiente de
ayuda recíproca, el sacerdote encuentra el terreno adecuado para perseverar en
la vocación de servicio a la Iglesia: «En compañía de Cristo y de los hermanos,
cualquier sacerdote puede encontrar las energías necesarias para poder atender a
los hombres, para hacerse cargo de las necesidades espirituales y materiales con
las que se encuentra, para enseñar con palabras siempre nuevas, que vienen del
amor, las verdades eternas de la fe de las que también tienen sed nuestros
contemporáneos»[165].



En la oración sacerdotal de
la última Cena, Jesús rezó por la unidad de sus discípulos: «Como tú, Padre, en
mí, y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros» (Jn 17, 21). Toda
comunión en la Iglesia «deriva de la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu
Santo»[166].
Los sacerdotes han de estar convencidos de que su comunión fraterna,
especialmente en la vida en común, constituye un testimonio, según lo que
nuestro Señor Jesucristo precisó en su oración al Padre: que los discípulos sean
uno, para que el mundo «crea que tú me has enviado» (Jn 17, 21) y sepa
«que los has amado a ellos como me has amado a mí» (Jn 17, 23). «Jesús
pide que la comunidad sacerdotal sea reflejo y participación de la comunión
trinitaria: ¡qué ideal tan sublime!»[167].



Comunión con los fieles laicos




41. Hombre de comunión, el
sacerdote no podrá expresar su amor al Señor y a la Iglesia sin traducirlo en un
amor efectivo e incondicionado por el Pueblo cristiano, objeto de su solicitud
pastoral[168].



Como Cristo, debe hacerse
«como una transparencia suya en medio del rebaño» que le ha sido confiado[169],
poniéndose en relación positiva con respecto a los fieles laicos. Ha de poner al
servicio de los laicos todo su ministerio sacerdotal y su caridad pastoral[170] a la vez que les reconoce la dignidad de hijos de Dios y promueve la función
propia de los laicos en la Iglesia. Esta actitud de amor y de caridad queda muy
lejos de la llamada “laicización de los presbíteros”, que en cambio lleva a
diluir en los sacerdotes precisamente aquello que constituye su identidad: los
fieles piden a sus sacerdotes que se muestren como tales, tanto en su aspecto
exterior como en su dimensión interior, en todo momento, lugar y circunstancia.
Una ocasión preciosa para la misión evangelizadora del pastor de almas es la
tradicional visita anual y la bendición pascual de las familias.



Una peculiar manifestación
de esta dimensión a la hora de edificar la comunidad cristiana consiste en
superar toda actitud particularista; en efecto, los presbíteros nunca deben
ponerse al servicio de una ideología particular, lo que quitaría eficacia a su
ministerio. La relación del presbítero con los fieles debe ser siempre
esencialmente sacerdotal.



Consciente de la profunda
comunión, que lo vincula a los fieles laicos y a los religiosos, el sacerdote
dedicará todo esfuerzo a «suscitar y desarrollar la corresponsabilidad en la
común y única misión de salvación; ha de valorar, en fin, pronta y cordialmente,
todos los carismas y funciones, que el Espíritu ofrece a los creyentes para la
edificación de la Iglesia»[171].



Más concretamente, el
párroco, siempre en la búsqueda del bien común de la Iglesia, favorecerá las
asociaciones de fieles y los movimientos o las nuevas comunidades que se
propongan finalidades religiosas[172],
acogiéndolas a todas, y ayudándolas a encontrar la unidad entre sí, en la
oración y en la acción apostólica.



Una de las tareas que
requiere especial atención es la formación de los laicos. El presbítero no se
puede contentar con que los fieles tengan un conocimiento superficial de la fe,
sino que debe tratar de darles una formación sólida, perseverando en su esfuerzo
mediante clases de teología, cursos acerca de la doctrina cristiana,
especialmente con el estudio del
Catecismo de la Iglesia Católica
y de su

Compendio
. Esta formación ayudará a los laicos a desempeñar plenamente su
papel de animación cristiana del orden temporal (político, cultural, económico,
social)[173].
Además, en determinados casos, se pueden confiar a laicos, que tengan una
formación suficiente y el deseo sincero de servir a la Iglesia, algunas tareas
—de acuerdo con las leyes de la Iglesia— que no pertenezcan exclusivamente al
ministerio sacerdotal y que estos puedan llevar a cabo a partir de su
experiencia profesional y personal. De este modo, el sacerdote estará más libre
a la hora de atender a sus compromisos primarios, como la predicación, la
celebración de los sacramentos y la dirección espiritual. En este sentido, una
de las tareas importantes de los párrocos es la de descubrir entre los fieles a
personas con la capacidad, las virtudes y una vida cristiana coherente —por
ejemplo, por lo que se refiere al matrimonio—, que puedan ayudar eficazmente en
las diversas actividades pastorales: preparación de los niños a la primera
comunión y la primera confesión o de los jóvenes a la confirmación, la pastoral
familiar, la catequesis para quienes van a casarse, etc. Sin duda, la
preocupación por la formación de estas personas —que son un modelo para muchas
otras— y el hecho de ayudarles en su camino de fe deberá representar una de las
inquietudes principales de los presbíteros.



En cuanto reúne la familia
de Dios y realiza la Iglesia-comunión, el presbítero —consciente del gran don de
su vocación— pasa a ser el pontífice, aquel que une al hombre con Dios,
haciéndose hermano de los hombres a la vez que quiere ser su pastor, padre y
maestro[174].
Para el hombre de hoy, que busca el sentido de su existir, el sacerdote es el
Buen Pastor y guía que lleva al encuentro con Cristo, encuentro que se realiza
como anuncio y como realidad ya presente, aunque no de forma definitiva, en la
Iglesia. De ese modo, el presbítero, puesto al servicio del Pueblo de Dios, se
presentará como experto en humanidad, hombre de verdad y de comunión y como
testigo de la solicitud del Único Pastor por todas y cada una de sus ovejas. La
comunidad podrá contar, segura, con su disponibilidad, su obra de evangelización
y, sobre todo, con su amor fiel e incondicionado. Manifestación de este amor
será principalmente su dedicación en la predicación, la celebración de los
sacramentos, en particular de la Eucaristía y del sacramento de la penitencia, y
en la dirección espiritual, como medio para ayudar a discernir los signos de la
voluntad de Dios[175].
El sacerdote, por tanto, ejercitará su misión espiritual con amabilidad y
firmeza, con humildad y espíritu de servicio[176],
tendrá compasión de los sufrimientos que aquejan a los hombres, sobre todo de
aquellos que derivan de las múltiples formas —viejas y nuevas— que asume la
pobreza tanto material como espiritual. Sabrá también inclinarse con
misericordia sobre el difícil e incierto camino de conversión de los pecadores,
a los cuales reservará el don de la verdad y la paciente y alentadora
benevolencia del Buen Pastor, que no reprocha a la oveja perdida sino que la
carga sobre sus hombros y hace fiesta por su retorno al redil (cfr. Lc
15, 4-7)[177].



Se trata de afirmar la
caridad de Cristo como origen y perfecta realización del hombre nuevo (cfr.
Ef
2, 15), o sea de lo que es el hombre en su plena verdad. En la vida del
presbítero esta caridad se traduce en una auténtica pasión que configura
expresamente su ministerio en función de la generación del pueblo cristiano.



Comunión con los miembros de los Institutos de vida consagrada




42. El sacerdote prestará
especial atención a las relaciones con los hermanos y hermanas comprometidos en
la vida de especial consagración a Dios en todas sus formas; les mostrará su
aprecio sincero y su operativo espíritu de colaboración apostólica; respetará y
promoverá los carismas específicos. Asimismo, cooperará para que la vida
consagrada aparezca cada vez más luminosa —para el provecho de toda la Iglesia—
y atractiva a las nuevas generaciones.



El sacerdote, inspirado por
este espíritu de estima a la vida consagrada, se esforzará especialmente en la
atención de aquellas comunidades, que por diversos motivos, estén especialmente
necesitadas de buena doctrina, de asistencia y de aliento en la fidelidad y en
la búsqueda de vocaciones.



Pastoral vocacional




43. Todo sacerdote se
dedicará con especial solicitud a la pastoral vocacional. No dejará de
incentivar la oración por las vocaciones y se prodigara en la catequesis. Ha de
esforzarse también, en la formación de los acólitos, lectores y colaboradores de
todo genero. Favorecerá, además, iniciativas apropiadas, que, mediante una
relación personal, hagan descubrir los talentos y sepan individuar la voluntad
de Dios hacia una elección valiente en el seguimiento de Cristo[178].
En este trabajo revisten una importancia fundamental las familias que se
constituyen como iglesias domésticas, donde los jóvenes aprenden desde pequeños
a rezar, a crecer en las virtudes, a ser generosos. Los presbíteros deben
alentar a los esposos cristianos a configurar su hogar como verdadera escuela de
vida cristiana, a rezar con sus hijos, a pedir a Dios que llame a alguno a
seguirlo de cerca con corazón íntegro (cfr. 1 Cor 7, 32-34), a acoger
siempre con júbilo las vocaciones que puedan surgir en la propia familia.




Esta pastoral se deberá
fundar principalmente en la grandeza de la llamada, elección divina a favor de
los hombres: delante de los jóvenes es preciso presentar en primer lugar el
precioso y bellísimo don que conlleva seguir a Cristo. Por esto, reviste un
papel importante el ministro ordenado a través del ejemplo de su fe y su vida:
la conciencia clara de su identidad, la coherencia de vida, la alegría
transparente y el ardor misionero del presbítero son otros elementos
imprescindibles de la pastoral de las vocaciones, que debe integrarse en la
pastoral orgánica y ordinaria. Por tanto, la manifestación jubilosa de su
adhesión al misterio de Jesús, su actitud de oración, el cuidado y la devoción
con que celebra la Santa Misa y los sacramentos irradian el ejemplo que fascina
a los jóvenes.



Asimismo, la larga
experiencia de la vida de la Iglesia ha puesto de relieve que es preciso cuidar
con paciencia y constancia, sin desanimarse, la formación de los jóvenes desde
pequeños; así tendrán los recursos espirituales necesarios para responder a una
posible llamada de Dios. Para esto es indispensable —y debería formar parte de
cualquier pastoral vocacional— fomentar en ellos la vida de oración y la
intimidad con Dios, la participación en los sacramentos, especialmente la
Eucaristía y la confesión, la dirección espiritual como ayuda para progresar en
la vida interior. Así los sacerdotes suscitarán de modo adecuado y generoso la
propuesta vocacional a los jóvenes que parezcan bien dispuestos; este
compromiso, aunque tiene que ser constante, se intensificará especialmente en
algunas circunstancias, como por ejemplo con ocasión de los ejercicios
espirituales, de la preparación de quienes van a recibir la confirmación o de
los muchachos que sirven en el altar.



El sacerdote mantendrá
siempre relaciones de colaboración cordial y de afecto sincero con el seminario,
cuna de la propia vocación y maestro de aprendizaje de la primera experiencia de
vida comunitaria.



Es «exigencia ineludible de
la caridad pastoral»[179],
del amor al propio sacerdocio, que cada presbítero, secundando la gracia del
Espíritu Santo, se preocupe de suscitar al menos una vocación sacerdotal que
pueda continuar su ministerio al servicio del Señor y a favor de los hombres.



Compromiso político y social




44. El sacerdote estará por
encima de toda parcialidad política, pues es servidor de la Iglesia: no
olvidemos que la Esposa de Cristo, por su universalidad y catolicidad, no puede
atarse a las contingencias históricas. No puede tomar parte activa en partidos
políticos o en la conducción de asociaciones sindicales, a menos que, según el
juicio de la autoridad eclesiástica competente, así lo requieran la defensa de
los derechos de la Iglesia y la promoción del bien común[180].
Las actividades políticas y sindicales son cosas en sí mismas buenas, pero son
ajenas al estado clerical, ya que pueden constituir un grave peligro de ruptura
de la comunión eclesial[181].



Como Jesús (cfr. Jn
6, 15 ss.), el presbítero «debe renunciar a empeñarse en formas de política
activa, sobre todo cuando es partidista, como sucede casi inevitablemente, para
seguir siendo el hombre de todos en clave de fraternidad espiritual»[182].
Todo fiel debe poder siempre acudir al sacerdote, sin sentirse excluido por
ninguna razón.



El presbítero recordará que
«no corresponde a los Pastores de la Iglesia intervenir directamente en la
acción política ni en la organización social. Esta tarea, de hecho, es parte de
la vocación de los fieles laicos, quienes actúan por su propia iniciativa junto
con sus conciudadanos»[183].
Además, siguiendo los criterios del Magisterio, el presbítero ha de empeñarse
«en el esfuerzo por formar rectamente la conciencia de los fieles laicos»[184].
El sacerdote tiene, pues, una responsabilidad particular de explicar, promover
y, si fuese necesario, defender —siguiendo siempre las directrices del derecho y
del Magisterio de la Iglesia— las verdades religiosas y morales, también frente
a la opinión pública e incluso, si posee la necesaria preparación específica, en
el amplio campo de los medios de comunicación de masa. En una cultura cada vez
más secularizada, en la cual a menudo se olvida la religión y se la considera
irrelevante o ilegítima en el debate social, o como mucho se la confina sólo en
la intimidad de las conciencias, el sacerdote está llamado a sostener el
significado público y comunitario de la fe cristiana, transmitiéndola de modo
claro y convincente, en toda ocasión, en el momento oportuno y no oportuno (2
Tim 4, 2), y teniendo en cuenta el patrimonio de enseñanzas que
constituye la Doctrina Social de la Iglesia. El
Compendio de la doctrina
social de la Iglesia
es un instrumento eficaz, que lo ayudará a presentar
estas enseñanzas sociales y a mostrar su riqueza en el contexto cultural actual.



La reducción de su misión a tareas temporales, puramente sociales o políticas,
en todo caso, ajenas a su propia identidad, no es una conquista sino una
gravísima pérdida para la fecundidad evangélica de toda la Iglesia.


La
espiritualidad del sacerdote consiste principalmente en la profunda relación de
amistad con Cristo, puesto que está llamado a «ir con Él» (cfr. Mc 3,
13). En este sentido, en la vida del sacerdote Jesús gozará siempre de la
preeminencia sobre todo. Cada sacerdote actúa en un contexto histórico
particular, con sus distintos desafíos y exigencias. Precisamente por esto, la
garantía de fecundidad del ministerio radica en una profunda vida interior. Si
el sacerdote no cuenta con la primacía de la gracia, no podrá responder a los
desafíos de los tiempos, y cualquier plan pastoral, por muy elaborado que sea,
está destinado al fracaso.



2.1. Contexto histórico actual



Saber interpretar los signos de los tiempos



45. La vida y el ministerio
de los sacerdotes se desarrollan siempre en el contexto histórico, a veces lleno
de nuevos problemas y de recursos inéditos, en el que le toca vivir a la Iglesia
peregrina en el mundo.



El sacerdocio no nace de la
historia sino de la inmutable voluntad del Señor. Sin embargo, se enfrenta con
las circunstancias históricas y, aunque sigue siendo siempre idéntico, se
configura en cuanto a sus rasgos concretos también mediante una valoración
evangélica de los “signos de los tiempos”. Por lo tanto, los presbíteros tienen
el deber de interpretar estos “signos” a la luz de la fe y someterlos a un
discernimiento prudente. En cualquier caso, no podrán ignorarlos, sobre todo si
se quiere orientar de modo eficaz e idóneo la propia vida, de manera que su
servicio y testimonio sean siempre más fecundos para el reino de Dios.



En la fase actual de la vida
de la Iglesia, en un contexto social marcado por un fuerte laicismo, después que
se ha propuesto de nuevo a todos una “medida alta” de la vida cristiana
ordinaria, la de la santidad[185],
los presbíteros están llamados a vivir con profundidad su ministerio como
testigos de esperanza y trascendencia, teniendo en consideración las exigencias
más profundas, numerosas y delicadas, no sólo de orden pastoral, sino también
las realidades sociales y culturales a las que tienen que hacer frente[186].



Hoy, por lo tanto, están
empeñados en diversos campos de apostolado, que requieren generosidad y
dedicación completa, preparación intelectual y, sobre todo, una vida espiritual
madura y profunda, radicada en la caridad pastoral, que es el camino específico
de santidad para ellos y, además, constituye un auténtico servicio a los fieles
en el ministerio pastoral. De este modo, si se esfuerzan por vivir plenamente su
consagración —permaneciendo unidos a Cristo y dejándose compenetrar por su
Espíritu—, a pesar de sus límites, podrán realizar su ministerio, ayudados por
la gracia, en la cual depositarán su confianza. A ella deben recurrir,
«conscientes de que así pueden tender a la perfección con la esperanza de
progresar cada vez más en la santidad»[187].



La exigencia de la conversión para la
evangelización




46. De aquí que el sacerdote
esté comprometido, de modo particularísimo, en el empeño de toda la Iglesia para
la evangelización. Partiendo de la fe en Jesucristo, Redentor del hombre, tiene
la certeza de que en Él hay una «riqueza insondable» (Ef 3, 8), que no
puede agotar ninguna época ni ninguna cultura, y a la que los hombres siempre
pueden acercarse para enriquecerse[188].



Por tanto, esta es la hora
de una renovación de nuestra fe en Jesucristo, que es el mismo «ayer, hoy y
siempre» (Heb 13, 8). Por eso, «la llamada a la nueva evangelización es
sobre todo una llamada a la conversión»[189].
Al mismo tiempo, es una llamada a aquella esperanza «que se apoya en las
promesas de Dios, y que tiene como certeza indefectible la resurrección de
Cristo
, su victoria definitiva sobre el pecado y sobre la muerte, primer
anuncio y raíz de toda evangelización, fundamento de toda promoción humana,
principio de toda auténtica cultura cristiana»[190].



En un contexto así, el
sacerdote debe sobre todo reavivar su fe, su esperanza y su amor sincero al
Señor, de modo que pueda ofrecer a Jesús a la contemplación de los fieles y de
todos los hombres como realmente es: una Persona viva, fascinante, que nos ama
más que nadie porque ha dado su vida por nosotros; «nadie tiene amor más grande
que el que da la vida por sus amigos» (Jn 15, 13).



Al mismo tiempo, el
sacerdote ha de actuar movido por un espíritu de acogida y de gozo, fruto de su
unión con Dios mediante la oración y el sacrificio, que es un elemento esencial
de su misión evangelizadora de hacerse todo de todos (cfr. 1 Cor 9,
19-23), a fin de ganarlos para Cristo. Del mismo modo, consciente de la
misericordia inmerecida de Dios en la propia vida y en la vida de sus hermanos,
ha de cultivar las virtudes de la humildad y la misericordia para con todo el
pueblo de Dios, especialmente respecto de las personas que se sienten extrañas a
la Iglesia. El sacerdote, consciente de que toda persona está —de modos
diversos— a la búsqueda de un amor capaz de llevarla más allá de los estrechos
límites de la propia debilidad, del propio egoísmo y, sobre todo, de la misma
muerte, proclamará que Jesucristo es la respuesta a todas estas inquietudes.




En la nueva evangelización,
el sacerdote está llamado a ser heraldo de la esperanza[191],
que deriva también de la conciencia de que él es el primero a quien el Señor ha
tocado: vive la alegría de la salvación que Jesús le ha ofrecido. Se trata de
una esperanza no sólo intelectual, sino del corazón, porque Cristo ha tocado con
su amor al presbítero: «no sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien
os he elegido» (Jn 15, 16).



El desafío de las sectas y de los nuevos cultos




47. La proliferación de
sectas y cultos nuevos, así como su difusión, también entre fieles católicos,
constituye un particular desafío al ministerio pastoral. En el origen de este
fenómeno hay motivaciones diversas y complejas. De todos modos, el ministerio de
los presbíteros ha de responder con prontitud e incisividad a la búsqueda de lo
sagrado y, de modo especial, de la verdadera espiritualidad hoy emergente. Por
consiguiente, es preciso que el sacerdote sea hombre de Dios y maestro de
oración. Al mismo tiempo, se impone la necesidad de hacer que la comunidad,
confiada a su solicitud pastoral sea realmente acogedora, de modo que nadie
pueda sentirse anónimo o bien sea tratado con indiferencia. Se trata de una
responsabilidad que recae, ciertamente, sobre cada uno de los fieles y muy
especialmente sobre el presbítero, que es el hombre de la comunión. Si sabe
acoger con estima y respeto a todos los que se le acerquen, valorando la
personalidad de todos, creará un estilo de caridad auténtica, que resultará
contagioso y se extenderá gradualmente a toda la comunidad.



Para vencer el desafío de
las sectas y cultos nuevos, es particularmente importante —además del deseo de
la salvación eterna de los fieles, que late en el corazón de todo sacerdote— una
catequesis madura y completa; este trabajo catequético requiere hoy un esfuerzo
especial por parte del ministro de Dios, a fin de que todos sus fieles conozcan
realmente el significado de la vocación cristiana y de la fe católica. En este
sentido, «tal vez la medida más sencilla, la más obvia y urgente que hay que
tomar, y acaso también la más eficaz, sea aprovechar al máximo las riquezas de
la herencia espiritual cristiana»[192].



De modo particular, los
fieles deben ser educados en el conocimiento profundo de la relación, que existe
entre su específica vocación en Cristo y la pertenencia a Su Iglesia, a la que
deben aprender a amar filial y tenazmente. Todo esto se realizará si el
sacerdote evita, tanto en su vida como en su ministerio, todo lo que pueda
provocar indiferencia, frialdad o aceptación parcial de la doctrina y las normas
de la Iglesia. Sin duda, para quienes buscan respuestas entre las múltiples
propuestas religiosas, «la llamada del cristianismo se manifestará, en primer
lugar, a través del testimonio de los miembros de la Iglesia, de su confianza,
su calma, su paciencia y su afecto, y de su amor concreto al prójimo. Todo ello,
fruto de una fe alimentada en la oración personal auténtica»[193].



Luces y sombras de la labor ministerial




48. Es un motivo de consuelo
señalar que hoy la gran mayoría de los sacerdotes de todas las edades
desarrollan su sagrado ministerio con tesón y alegría, frecuentemente fruto de
un heroísmo silencioso. Trabajan hasta el límite de sus propias energías, sin
ver, a veces, los frutos de su labor.



En virtud de este empeño,
constituyen hoy un anuncio vivo de la gracia divina que, una vez recibida en el
momento de la ordenación, sigue dando un ímpetu siempre nuevo para la labor
ministerial.



Junto a estas luces, que
iluminan la vida del sacerdote, no faltan sombras, que tienden a disminuir la
belleza de su testimonio y a hacerlo menos eficaz el ejercicio del ministerio:
«En el mundo actual, los hombres tienen que hacer frente a muchas obligaciones.
Problemas muy diversos les angustian y muchas veces exigen soluciones rápidas.
Por eso, muchas veces se encuentran en peligro de perderse en la dispersión. Los
presbíteros, a su vez, comprometidos y distraídos en las muchísimas obligaciones
de su ministerio, se preguntan con ansiedad cómo compaginar su vida interior con
las exigencias de la actividad exterior»[194].



El ministerio sacerdotal es
una empresa fascinante pero ardua, siempre expuesta a la incomprensión y a la
marginación, y, sobre todo hoy día, a la fatiga, la desconfianza, el aislamiento
y a veces la soledad.



Para vencer los desafíos que
la mentalidad laicista plantea al presbítero, este hará todos los esfuerzos
posibles para reservar el primado absoluto a la vida espiritual, al estar
siempre con Cristo, y a vivir con generosidad la caridad pastoral intensificando
la comunión con todos y, en primer lugar, con los otros presbíteros. Como
recordaba Benedicto XVI a los sacerdotes, «la relación con Cristo, el coloquio
personal con Cristo es una prioridad pastoral fundamental, es condición para
nuestro trabajo por los demás. Y la oración no es algo marginal: precisamente
rezar es “oficio” del sacerdote, también como representante de la gente que no
sabe rezar o no encuentra el tiempo para rezar»[195].


2.2. Estar con Cristo en la oración



Primacía de la vida espiritual



49. Se podría decir que el
presbítero ha sido concebido en la larga noche de oración en la que el
Señor Jesús habló al Padre acerca de sus Apóstoles y, ciertamente, de todos
aquellos que, a lo largo de los siglos, participarían de su misma misión (cfr.
Lc 6, 12; Jn 17, 15-20)[196].
La misma oración de Jesús en el huerto de Getsemaní (cfr. Mt 26, 36-44),
dirigida toda ella hacia el sacrificio sacerdotal del Gólgota, manifiesta de
modo paradigmático «hasta qué punto nuestro sacerdocio debe estar profundamente
vinculado a la oración, radicado en la oración»[197].



Nacidos como fruto de esta
oración y llamados a renovar de modo sacramental e incruento un Sacrificio que
de esta es inseparable, los presbíteros mantendrán vivo su ministerio con una
vida espiritual a la que darán primacía absoluta, evitando descuidarla a causa
de las diversas actividades.



Precisamente para
desarrollar un ministerio pastoral fructuoso, el sacerdote necesita tener una
sintonía particular y profunda con Cristo, el Buen Pastor, el único protagonista
principal de cada acción pastoral: «Él [Cristo] es siempre el principio y fuente
de la unidad de la vida de los presbíteros. Por tanto, estos conseguirán la
unidad de su vida uniéndose a Cristo en el conocimiento de la voluntad del Padre
y en la entrega de sí mismos a favor del rebaño a ellos confiado. Así,
realizando la misión del buen Pastor, encontrarán en el ejercicio mismo de la
caridad pastoral el vínculo de la perfección sacerdotal que una su vida con su
acción»[198].



Medios para la vida espiritual




50. En efecto, entre las
graves contradicciones de la cultura relativista es evidente una auténtica
desintegración de la personalidad, causada por el oscurecimiento de la verdad
sobre el hombre. El riesgo del dualismo en la vida sacerdotal siempre está al
acecho.



Esta vida espiritual debe
encarnarse en la existencia de cada presbítero a través de la liturgia, la
oración personal, el tenor de vida y la práctica de las virtudes cristianas;
todo esto contribuye a la fecundidad de la acción ministerial. La misma
configuración con Cristo exige que el sacerdote cultive un clima de amistad con
el Señor Jesús, haga experiencia de un encuentro personal con Él, y se ponga al
servicio de la Iglesia, su Cuerpo, que el presbítero amará, dándose a ella
mediante el servicio fiel e incansable de los deberes del ministerio pastoral[199].



Por tanto, es necesario que
en la vida de oración del presbítero no falten nunca la celebración diaria de la
eucaristía[200],
con una adecuada preparación y sucesiva acción de gracias; la confesión
frecuente[201] y la dirección espiritual ya practicada en el Seminario y a menudo antes[202];
la celebración íntegra y fervorosa de la Liturgia de las Horas[203],
obligación cotidiana[204];
el examen de conciencia[205];
la oración mental propiamente dicha[206];
la lectio divina[207],
los ratos prolongados de silencio y de diálogo, sobre todo, en ejercicios y
retiros espirituales periódicos[208];
las preciosas expresiones de devoción mariana como el Rosario[209];
el Vía Crucis y otros ejercicios piadosos[210];
la provechosa lectura hagiográfica[211];
etc. Sin duda, el buen uso del tiempo, por amor de Dios y de la Iglesia,
permitirá al sacerdote mantener más fácilmente una sólida vida de oración. De
hecho, se aconseja que el presbítero, con la ayuda de su director espiritual,
trate de atenerse con constancia a este plan de vida, que le permite crecer
interiormente en un contexto en el cual numerosas exigencias de la vida lo
podrían inducir muchas veces al activismo y a descuidar la dimensión espiritual.



Cada año, como un signo del
deseo duradero de fidelidad, los presbíteros renuevan en la Misa crismal,
delante del Obispo y junto con él, las promesas hechas en la ordenación[212].



El cuidado de la vida
espiritual, que aleja al enemigo de la tibieza, debe ser para el sacerdote una
exigencia gozosa, pero es también un derecho de los fieles que buscan en él
—consciente o inconscientemente— al hombre de Dios, al consejero, al
mediador de paz, al amigo fiel y prudente y al guía seguro en quien se pueda
confiar en los momentos más difíciles de la vida para hallar consuelo y firmeza[213].



Benedicto XVI presenta en su
Magisterio un texto altamente significativo acerca de la lucha contra la tibieza
espiritual que deben llevar a cabo quienes viven una mayor cercanía con el Señor
por razones de ministerio: «Nadie está tan cerca de su señor como el servidor
que tiene acceso a la dimensión más privada de su vida. En este sentido,
“servir” significa cercanía, requiere familiaridad. Esta familiaridad encierra
también un peligro: el de que lo sagrado con el que tenemos contacto continuo se
convierta para nosotros en costumbre. Así se apaga el temor reverencial.
Condicionados por todas las costumbres, ya no percibimos la grande, nueva y
sorprendente realidad: Él mismo está presente, nos habla y se entrega a
nosotros. Contra este acostumbrarse a la realidad extraordinaria, contra la
indiferencia del corazón debemos luchar sin tregua, reconociendo siempre nuestra
insuficiencia y la gracia que implica el hecho de que Él se entrega así en
nuestras manos»[214].



Imitar a Cristo que ora




51. A causa de las numerosas
obligaciones muchas veces procedentes de la actividad pastoral, hoy más que
nunca, la vida de los presbíteros está expuesta a una serie de solicitudes, que
lo podrían llevar a un creciente activismo, sometiéndolo a un ritmo a veces
frenético y arrollador.



Contra esta tentación no se
debe olvidar que la primera intención de Jesús fue convocar en torno a sí a los
Apóstoles, sobre todo para que «estuviesen con Él» (Mc 3, 14).




El mismo Hijo de Dios quiso
dejarnos el testimonio de su oración. De hecho, con mucha frecuencia los
Evangelios nos presentan a Cristo en oración: cuando el Padre le revela su
misión (Lc 3, 21-22), antes de la llamada de los Apóstoles (Lc
6, 12), en la acción de gracias durante la multiplicación de los panes (Mt
14, 19; 15, 36; Mc 6, 41; 8,7; Lc 9, 16; Jn 6, 11), en
la transfiguración en el monte (Lc 9, 28-29), cuando sana al sordomudo (Mc
7, 34) y resucita a Lázaro (Jn 11, 41 ss), antes de la confesión de Pedro
(Lc 9, 18), cuando enseña a los discípulos a orar (Lc 11, 1),
cuando regresan de su misión (Mt 11, 25 ss; Lc 10, 21), al
bendecir a los niños (Mt 19, 13) y al rezar por Pedro (Lc 22, 32).




Toda su actividad cotidiana
nacía de la oración. Se retiraba al desierto o al monte a orar (Mc l, 35;
6, 46; Lc 5, 16; Mt 4, 1; 14, 23), se levantaba de madrugada (Mc
1, 35) y pasaba la noche entera en oración con Dios (Mt 14, 23.25; Mc
6, 46.48; Lc 6, 12).



Hasta el final de su vida,
en la última Cena (Jn 17, 1-26), durante la agonía (Mt 26, 36-44),
en la Cruz (Lc 23, 34.46; Mt 27, 46; Mc 15, 34) el divino
Maestro demostró que la oración animaba su ministerio mesiánico y su éxodo
pascual. Resucitado de la muerte, vive para siempre e intercede por nosotros (Heb
7, 25)[215].



Por eso, la prioridad
fundamental del sacerdote es su relación personal con Cristo a través de la
abundancia de los momentos de silencio y oración, en los cuales cultiva y
profundiza su relación con la persona viva de Jesús, nuestro Señor. Siguiendo el
ejemplo de san José, el silencio del sacerdote «no manifiesta un vacío interior,
sino, al contrario, la plenitud de fe que lleva en el corazón, y que guía todos
sus pensamientos y todos sus actos»[216].
Un silencio que, como el del santo Patriarca, «guarda la Palabra de Dios,
conocida a través de las Sagradas Escrituras, confrontándola continuamente con
los acontecimientos de la vida de Jesús; un silencio entretejido de oración
constante, oración de bendición del Señor, de adoración de su santísima voluntad
y de confianza sin reservas en su providencia»[217].



En la comunión de la santa
Familia de Nazaret, el silencio de José armonizaba con el recogimiento de María,
«realización más perfecta» de la obediencia de la fe[218],
la cual «conservaba las “obras grandes” del Todopoderoso y las meditaba en su
corazón»[219].



De este modo, los fieles
verán en el sacerdote a un hombre apasionado de Cristo, que lleva consigo el
fuego de Su amor; un hombre que sabe que el Señor le llama y está lleno de amor
por los suyos.



Imitar a la Iglesia que ora




52. Para permanecer fiel al
empeño de «estar con Jesús», hace falta que el presbítero sepa imitar a la
Iglesia que ora.



Al difundir la Palabra de
Dios, que él mismo ha recibido con gozo, el sacerdote recuerda la exhortación
del Evangelio que hizo el Obispo el día de su ordenación: «Por esto, haciendo de
la Palabra el objeto continuo de tu reflexión, cree siempre lo que lees, enseña
lo que crees y haz vida lo que enseñas. De este modo, mientras darás alimento al
Pueblo de Dios con la doctrina y serás consuelo y apoyo con el buen testimonio
de vida, serás constructor del templo de Dios, que es la Iglesia». De modo
semejante, en cuanto a la celebración de los sacramentos, y en particular de la
Eucaristía: «Sé por lo tanto consciente de lo que haces, imita lo que realizas
y, ya que celebras el misterio de la muerte y resurrección del Señor, lleva la
muerte de Cristo en tu cuerpo y camina en su vida nueva». Finalmente, con
respecto a la dirección pastoral del Pueblo de Dios, a fin de conducirlo al
Padre: «Por esto, no ceses nunca de tener la mirada puesta en Cristo, Pastor
bueno, que ha venido no para ser servido, sino para servir y para buscar y
salvar a los que se han perdido»[220].



Oración como comunión




53. El presbítero,
fortalecido por el vínculo especial con el Señor, sabrá afrontar los momentos en
que se podría sentir solo entre los hombres; además, renovará con vigor su trato
con Jesús en la Eucaristía, lugar real de la presencia de su Señor.



Así como Jesús, que,
mientras estaba a solas, estaba continuamente con el Padre (cfr. Lc 3,
21; Mc 1, 35), también el presbítero debe ser el hombre, que, en el
recogimiento, en el silencio y en la soledad, encuentra la comunión con Dios[221],
por lo que podrá decir con San Ambrosio: «Nunca estoy tan poco solo como cuando
estoy solo»[222].



Junto al Señor, el
presbítero encontrará la fuerza y los instrumentos para acercar a los hombres a
Dios, para encender la fe de los demás, para suscitar compromiso y
coparticipación.


2.3. Caridad pastoral


Manifestación de la caridad de Cristo



54. La caridad pastoral,
íntimamente ligada a la Eucaristía, constituye el principio interior y dinámico
capaz de unificar las múltiples y diversas actividades pastorales del presbítero
y de llevar a los hombres a la vida de la Gracia.



La actividad ministerial
debe ser una manifestación de la caridad de Cristo, de la que el presbítero
sabrá expresar actitudes y conductas hasta la donación total de sí mismo al
rebaño que le ha sido confiado[223].
Estará especialmente cerca de los que sufren, los pequeños, los niños, las
personas que pasan dificultades, los marginados y los pobres, a todos llevará el
amor y la misericordia del Buen Pastor.



La asimilación de la caridad
pastoral de Cristo, de manera que dé forma a la propia vida, es una meta que
exige del sacerdote una intensa vida eucarística, así como continuos esfuerzos y
sacrificios, porque esta no se improvisa, no conoce descanso y no se puede
alcanzar de una vez par siempre. El ministro de Cristo se sentirá obligado a
vivir esta realidad y a dar testimonio de ella, incluso cuando, por su edad, se
le dispense de las tareas pastorales concretas.


Más allá del funcionalismo



55. Hoy día, la caridad
pastoral corre el riesgo de ser vaciada de su significado por el llamado
funcionalismo
. De hecho, no es raro percibir en algunos sacerdotes la
influencia de una mentalidad que equivocadamente tiende a reducir el sacerdocio
ministerial a los aspectos funcionales. “Hacer” de sacerdote, desempeñar
determinados servicios y garantizar algunas prestaciones comprendería toda la
existencia sacerdotal. Pero el sacerdote no ejerce sólo un “trabajo” y después
está libre para dedicarse a sí mismo: el riesgo de esta concepción reduccionista
de la identidad y del ministerio sacerdotal es que lo impulse hacia un vacío
que, con frecuencia, se llena de formas no conformes al propio ministerio.




El sacerdote, que se sabe
ministro de Cristo y de la Iglesia, que actúa como apasionado de Cristo con
todas las fuerzas de su vida al servicio de Dios y de los hombres, encontrará en
la oración, en el estudio y en la lectura espiritual, la fuerza necesaria para
vencer también este peligro[224].


2.4. La obediencia


Fundamento de la obediencia



56. La obediencia es una
virtud de primordial importancia y va estrechamente unida a la caridad. Como
enseña el Siervo de Dios Pablo VI, en la «caridad pastoral» se puede superar «el
deber de obediencia jurídica, a fin de que la misma obediencia sea más
voluntaria, leal y segura»[225].
El mismo sacrificio de Jesús sobre la Cruz adquirió significado y valor
salvífico a causa de su obediencia y de su fidelidad a la voluntad del Padre. Él
fue «obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz» (Flp 2, 8). La
Carta a los Hebreos
subraya también que Jesús «aprendió, sufriendo, a
obedecer» (Heb 5, 8). Se puede decir, por tanto, que la obediencia al
Padre está en el mismo corazón del Sacerdocio de Cristo.



Como para Cristo, también
para el presbítero, la obediencia expresa la disponibilidad total y dichosa de
cumplir la voluntad de Dios. Por esto el sacerdote reconoce que dicha voluntad
se manifiesta también a través de las indicaciones de sus legítimos superiores.
La disponibilidad para con estos últimos hay que comprenderla como verdadero
ejercicio de la libertad personal, consecuencia de una elección madurada
constantemente ante Dios en la oración. La virtud de la obediencia, que el
sacramento y la estructura jerárquica de la Iglesia requieren intrínsecamente,
la promete explícitamente el clérigo, primero en el rito de ordenación diaconal
y después en el de la ordenación presbiteral. Con ella el presbítero fortalece
su voluntad de comunión, entrando, así, en la dinámica de la obediencia de
Cristo, quien se hizo Siervo obediente hasta una muerte de cruz (cfr. Flp
2, 7-8)[226].



En la cultura contemporánea
se subraya la importancia de la subjetividad y de la autonomía de cada persona,
como algo intrínseco a la propia dignidad. Este valor, en sí mismo positivo,
cuando se absolutiza y reivindica fuera de su justo contexto, adquiere un valor
negativo[227].
Esto puede manifestarse también en el ámbito
eclesial y en la misma vida del sacerdote, si la fe, la vida cristiana y la
actividad desarrollada al servicio de la comunidad, fuesen reducidas a un hecho
puramente subjetivo.



El presbítero está, por la
misma naturaleza de su ministerio, al servicio de Cristo y de la Iglesia. Este,
por tanto, se pondrá en disposición de acoger cuanto le es indicado justamente
por los superiores y, si no está legítimamente impedido, debe aceptar y cumplir
fielmente el encargo que le encomiende su Ordinario[228].



El Decreto
Presbyterorum Ordinis
describe los fundamentos de la obediencia de los sacerdotes a partir
de la obra divina a la que son llamados, mostrando después el marco de esta
obediencia:



- el misterio de la Iglesia:
«el ministerio sacerdotal es el ministerio de la Iglesia misma. Por eso, sólo se
puede realizar en la comunión jerárquica de todo el pueblo de Dios»[229];



- la fraternidad cristiana:
«la caridad pastoral, por tanto, urge a los presbíteros a que, actuando en esta
comunión, entreguen mediante la obediencia su propia voluntad al servicio de
Dios y de los hermanos. Lo harán aceptando y cumpliendo con espíritu de fe lo
que manden y recomienden el Sumo Pontífice, su propio Obispo y otros superiores;
gastándose y agotándose de buena gana en cualquier servicio que se les haya
confiado, aunque sea el más pobre y humilde. Por esta razón, en efecto,
mantienen y consolidan la unidad necesaria con sus hermanos en el ministerio,
sobre todo con los que el Señor estableció rectores visibles de su Iglesia y
trabajan en la construcción del Cuerpo de Cristo, que crece “a través de los
ligamentos que lo nutren”»[230].



Obediencia jerárquica




57. El presbítero tiene una
«obligación especial de respeto y obediencia» al Sumo Pontífice y al propio
Ordinario[231].
En virtud de la pertenencia a un determinado presbiterio, él está dedicado al
servicio de una Iglesia particular, cuyo principio y fundamento de unidad es el
Obispo[232];
este último tiene sobre ella toda la potestad ordinaria, propia e inmediata,
necesaria para el ejercicio de su oficio pastoral[233].
La subordinación jerárquica requerida por el sacramento del Orden encuentra su
actualización eclesiológico-estructural en referencia al propio Obispo y al
Romano Pontífice; este último tiene el primado (principatus) de la
potestad ordinaria sobre todas las Iglesias particulares[234].



La obligación de adherirse
al Magisterio en materia de fe y de moral está intrínsecamente ligada a todas
las funciones, que el sacerdote debe desarrollar en la Iglesia[235].
El disentir en este campo debe considerarse algo grave, ya que produce escándalo
y desorientación entre los fieles. La llamada a la desobediencia, especialmente
al Magisterio definitivo de la Iglesia, no es un camino para renovar a la
Iglesia[236].
Su inagotable vivacidad solamente puede brotar siguiendo al Maestro, obediente
hasta la cruz, a cuya misión se colabora «con la alegría de la fe, la
radicalidad de la obediencia, el dinamismo de la esperanza y la fuerza del amor»[237].



Nadie mejor que el
presbítero tiene conciencia del hecho de que la Iglesia tiene necesidad de
normas que sirvan para proteger adecuadamente los dones del Espíritu Santo
encomendados a la Iglesia; ya que su estructura jerárquica y orgánica es
visible, el ejercicio de las funciones divinamente confiadas a Ella
—especialmente la de guía y la de celebración de los sacramentos— debe ser
organizado adecuadamente[238].



En cuanto ministro de Cristo
y de su Iglesia, el presbítero asume generosamente el compromiso de observar
fielmente todas y cada una de las normas, evitando toda forma de adhesión
parcial según criterios subjetivos, que crean división y repercuten —con notable
daño pastoral— sobre los fieles laicos y sobre la opinión pública. En efecto,
«las leyes canónicas, por su misma naturaleza, exigen la observancia» y
requieren que «todo lo que sea mandado por la cabeza, sea observado por los
miembros»[239].



Con la obediencia a la
autoridad constituida, el sacerdote, entre otras cosas, favorecerá la mutua
caridad dentro del presbiterio, y fomentará la unidad, que tiene su fundamento
en la verdad.



Autoridad ejercitada con caridad




58. Para que la observancia
de la obediencia sea real y pueda alimentar la comunión eclesial, todos los que
han sido constituidos en autoridad —los Ordinarios, los Superiores religiosos,
los Moderadores de Sociedades de vida apostólica—, además de ofrecer el
necesario y constante ejemplo personal, deben ejercitar con caridad el propio
carisma institucional, bien sea previniendo, bien requiriendo, con el modo y en
el momento oportuno, la adhesión a todas las disposiciones en el
ámbito magisterial y disciplinar
[240].




Esta adhesión es fuente de
libertad, en cuanto que no impide, sino que estimula la madura espontaneidad del
presbítero, quien sabrá asumir una postura pastoral serena y equilibrada,
creando una armonía en la que la capacidad personal se funde en una superior
unidad.



Respeto de las normas litúrgicas




59. Entre varios aspectos
del problema, hoy mayormente relevantes, merece la pena que se ponga en
evidencia el del amor y respeto convencido de las normas litúrgicas.



La liturgia es el ejercicio
del sacerdocio de Jesucristo[241],
«la cumbre hacia la cual tiende la acción de la Iglesia y, al mismo tiempo, la
fuente de la que mana toda su fuerza»[242].
Ella constituye un ámbito en el que el sacerdote debe tener particular
conciencia de ser ministro, es decir, siervo, y de deber obedecer fielmente a la
Iglesia. «Regular la sagrada liturgia compete únicamente a la autoridad de la
Iglesia, que reside en la Sede Apostólica y, según norma de derecho, en el
Obispo»[243].
El sacerdote, por tanto, en tal materia no añadirá, quitará o cambiará nada por
propia iniciativa[244].




Esto vale de modo especial
para los sacramentos, que son por excelencia actos de Cristo y de la Iglesia, y
que el sacerdote administra en la persona de Cristo Cabeza y en nombre de la
Iglesia, para el bien de los fieles[245].
Estos tienen verdadero derecho a participar en las celebraciones litúrgicas tal
como las quiere la Iglesia, y no según los gustos personales de cada ministro,
ni tampoco según particularismos rituales no aprobados, expresiones de grupos,
que tienden a cerrarse a la universalidad del Pueblo de Dios.



Unidad en los planes pastoral
es



60. Es necesario que los
sacerdotes, en el ejercicio de su ministerio, no sólo participen
responsablemente en la definición de los planes pastorales, que el Obispo —con
la colaboración del Consejo Presbiteral[246]
determina, sino que además armonicen con estos las realizaciones prácticas en la
propia comunidad.



La sabia creatividad, el
espíritu de iniciativa propio de la madurez de los presbíteros, no sólo no se
suprimirán, sino que se valorarán adecuadamente en beneficio de la fecundidad
pastoral. Tomar caminos diversos en este campo puede significar, de hecho, el
debilitamiento de la misma obra de evangelización.



Importancia y obligatoriedad del traje eclesiástico




61. En una sociedad
secularizada y tendencialmente materialista, donde tienden a desaparecer incluso
los signos externos de las realidades sagradas y sobrenaturales, se siente
particularmente la necesidad de que el presbítero —hombre de Dios, dispensador
de Sus misterios— sea reconocible a los ojos de la comunidad, también por el
vestido que lleva, como signo inequívoco de su dedicación y de la identidad de
quien desempeña un ministerio público[247].
El presbítero debe ser reconocible sobre todo, por su comportamiento, pero
también por un modo de vestir, que ponga de manifiesto de modo inmediatamente
perceptible por todo fiel, más aún, por todo hombre[248],
su identidad y su presencia a Dios y a la Iglesia.



El hábito talar es el signo
exterior de una realidad interior: «de hecho, el sacerdote ya no se pertenece a
sí mismo, sino que, por el carácter sacramental recibido (cfr. Catecismo de
la Iglesia Católica
, n. 1563 y 1582), es “propiedad” de Dios. Este “ser de
Otro” deben poder reconocerlo todos, gracias a un testimonio límpido. […] En el
modo de pensar, de hablar, de juzgar los hechos del mundo, de servir y de amar,
de relacionarse con las personas, incluso en el hábito, el sacerdote debe sacar
fuerza profética de su pertenencia sacramental, de su ser profundo»[249].




Por esta razón, el
sacerdote, como el diácono transeúnte, debe[250]:


a) llevar o el hábito talar
o «un traje eclesiástico decoroso, según las normas establecidas por la
Conferencia Episcopal y según las legitimas costumbres locales»[251].
El traje, cuando es distinto del talar, debe ser diverso de la manera de vestir
de los laicos y conforme a la dignidad y sacralidad de su ministerio; la forma y
el color deben ser establecidos por la Conferencia Episcopal, siempre en armonía
con las disposiciones de derecho universal;


b) por su incoherencia con
el espíritu de tal disciplina, las praxis contrarias no se pueden considerar
legítimas costumbres[252] y deben ser removidas por la autoridad competente[253].


Exceptuando las situaciones
del todo excepcionales, el no usar el traje eclesiástico por parte del clérigo
puede manifestar un escaso sentido de la propia identidad de pastor, enteramente
dedicado al servicio de la Iglesia[254].



Además, el hábito talar
—también en la forma, el color y la dignidad— es especialmente oportuno, porque
distingue claramente a los sacerdotes de los laicos y da a entender mejor el
carácter sagrado de su ministerio, recordando al mismo presbítero que es siempre
y en todo momento sacerdote, ordenado para servir, para enseñar, para guiar y
para santificar las almas, principalmente mediante la celebración de los
sacramentos y la predicación de la Palabra de Dios. Vestir el hábito clerical
sirve asimismo como salvaguardia de la pobreza y la castidad.


2.5. Predicación dela Palabra


Fidelidad a la Palabra



62. Cristo encomendó a los
Apóstoles y a la Iglesia la misión de predicar la Buena Nueva a todos los
hombres.



Transmitir la fe es preparar
a un pueblo para el Señor, revelar, anunciar y profundizar en la vocación
cristiana: la llamada, que Dios dirige a cada hombre al manifestarle el misterio
de la salvación y, a la vez, el puesto, que debe ocupar con referencia al mismo
misterio, como hijo adoptivo en el Hijo[255].
Este doble aspecto está expresado sintéticamente en el Símbolo de la Fe, que es
la acción con la que la Iglesia responde a la llamada de Dios[256].



En el ministerio del
presbítero hay dos exigencias. En primer lugar, está el carácter misionero de la
transmisión de la fe. El ministerio de la Palabra no puede ser abstracto o estar
apartado de la vida de la gente; por el contrario, debe hacer referencia al
sentido de la vida del hombre, de cada hombre y, por tanto, deberá entrar en las
cuestiones más apremiantes, que están delante de la conciencia humana.




Por otro lado está la
exigencia de autenticidad, de conformidad con la fe de la Iglesia, custodia de
la verdad acerca de Dios y de la vocación del hombre. Esto se debe hacer con un
gran sentido de responsabilidad, consciente que se trata de una cuestión de suma
importancia en cuanto que pone en juego la vida del hombre y el sentido de su
existencia.



Para realizar un fructuoso
ministerio de la Palabra, el sacerdote también tendrá en cuenta que el
testimonio de su vida permite descubrir el poder del amor de Dios y hace
persuasiva la palabra del predicador. Además, no desatenderá la predicación
explícita del misterio de Cristo a los creyentes, a los no cristianos y a los no
creyentes; la catequesis, que es exposición ordenada y orgánica de la doctrina
de la Iglesia; la aplicación de la verdad revelada a la solución de casos
concretos[257].



La conciencia de la absoluta
necesidad de «permanecer» fiel y anclado en la Palabra de Dios y en la Tradición
para ser verdaderos discípulos de Cristo y conocer la verdad (cfr. Jn 8,
31-32) siempre ha acompañado la historia de la espiritualidad sacerdotal y ha
estado respaldada también con la autoridad del Concilio Ecuménico Vaticano II[258].
Por esto, resulta de gran utilidad «la antigua práctica de la lectio divina,
o “lectura espiritual” de la sagrada Escritura. Consiste en reflexionar largo
tiempo sobre un texto bíblico, leyéndolo y releyéndolo, casi “rumiándolo”, como
dicen los Padres, y exprimiendo, por decirlo así, todo su “jugo”, para que
alimente la meditación y la contemplación y llegue a regar como linfa la vida
concreta»[259].



Para la sociedad
contemporánea, marcada en numerosos países por el materialismo práctico y
teórico, por el subjetivismo y el relativismo cultural, es necesario que se
presente el Evangelio como «fuerza de Dios para la salvación de todo el que
cree» (Rom 1, 16). Los presbíteros, recodando que «la fe nace del mensaje
que se escucha, y la escucha viene a través de la palabra de Cristo» (Rom
10, 17), empeñarán todas sus energías en corresponder a esta misión, que tiene
primacía en su ministerio. De hecho, ellos son no solamente los testigos, sino
los heraldos y mensajeros de la fe[260].



Este ministerio —realizado
en la comunión jerárquica— los habilita a enseñar con autoridad la fe católica y
a dar testimonio oficial de la fe en nombre de la Iglesia. El Pueblo de
Dios, en efecto, «es congregado sobre todo por medio de la palabra de Dios
viviente, que todos tienen el derecho de buscar en los labios de los sacerdotes»[261].



Para que la Palabra sea
auténtica se debe transmitir sin doblez y sin ninguna falsificación, sino
manifestando con franqueza la verdad delante de Dios (2 Cor 4, 2). Con
madurez responsable, el sacerdote evitará reducir, distorsionar o diluir el
contenido del mensaje divino. Su tarea consiste en «no enseñar su propia
sabiduría, sino la palabra de Dios e invitar con insistencia a todos a la
conversión y la santidad »[262].
«Consiguientemente, sus palabras, sus decisiones y sus actitudes han de ser cada
vez más una trasparencia, un anuncio y un testimonio del Evangelio; “solamente
‘permaneciendo’ en la Palabra, el sacerdote será perfecto discípulo del Señor;
conocerá la verdad y será verdaderamente libre”»[263].



Por lo tanto, la predicación
no se puede reducir a la comunicación de pensamientos propios, experiencias
personales, simples explicaciones de carácter psicológico[264],
sociológico o filantrópico y tampoco puede usar excesivamente el encanto de la
retórica, tan presente en los medios de comunicación social. Se trata de
anunciar una Palabra de la que no se puede disponer porque ha sido dada a la
Iglesia a fin de que la custodie, examine y transmita fielmente[265].
En cualquier caso, es necesario que el sacerdote prepare adecuadamente su
predicación mediante la oración, el estudio serio y actualizado y el compromiso
de aplicarla concretamente a las condiciones de los destinatarios. De modo
particular, como ha recordado Benedicto XVI, «es conveniente que, partiendo del
leccionario trienal, se prediquen a los fieles homilías temáticas que, a lo
largo del año litúrgico, traten los grandes temas de la fe cristiana, según lo
que el Magisterio propone en los cuatro “pilares” del Catecismo de la Iglesia
Católica
y en su reciente Compendio: la profesión de la fe, la
celebración del misterio cristiano, la vida en Cristo y la oración cristiana»[266].
Así, las homilías, las catequesis, etc., podrán ser verdaderamente una ayuda
para los fieles, para mejorar su vida de relación con Dios y con los demás.



Palabra y vida




63. La conciencia de la
misión propia como heraldo del Evangelio, como instrumento de Cristo y del
Espíritu Santo, se debe concretar cada vez más en la pastoral, de manera que, a
la luz de la Palabra de Dios, pueda dar vida a las muchas situaciones y
ambientes en que el sacerdote desempeña su ministerio.



Para ser eficaz y creíble,
es importante, por esto, que el presbítero —en la perspectiva de la fe y de su
ministerio— conozca, con constructivo sentido crítico, las ideologías, el
lenguaje, los entramados culturales, las tipologías difundidas por los medios de
comunicación y que, en gran parte, condicionan las mentalidades.



Estimulado por el Apóstol, que exclamaba: «¡Ay de mí si no anuncio el
Evangelio!» (1Cor 9, 16), sabrá utilizar todos los medios de transmisión,
que le ofrecen la ciencia y la tecnología modernas.




Sin lugar a dudas, no
depende todo solamente de estos medios o de la capacidad humana, ya que la
gracia divina puede alcanzar su efecto independientemente del trabajo de los
hombres. Sin embargo, en el plan de Dios la predicación de la Palabra es
normalmente el canal privilegiado para la transmisión de la fe y para la misión
de evangelización.



La exigencia dada por la
nueva evangelización constituye un desafío para el sacerdote. Para los que hoy
están fuera o lejos del anuncio de Cristo, el presbítero sentirá particularmente
urgente y actual la dramática pregunta: «¿Cómo invocarán a Aquel en quien no han
creído?; ¿cómo creerán en Aquel de quien no han oído hablar?; ¿cómo oirán hablar
de Él sin nadie que anuncie?» (Rom 10, 14).



Para responder a tales
interrogantes, él se sentirá personalmente comprometido a conocer
particularmente la Sagrada Escritura por medio del estudio de una sana exégesis,
sobre todo patrística; la Palabra de Dios será materia de su meditación —que
practicará de acuerdo con los diversos métodos probados por la tradición
espiritual de la Iglesia—; así logrará tener una comprensión de las Sagradas
Escrituras animada por el amor[267].
Es particularmente importante enseñar a cultivar esta relación personal con la
Palabra de Dios ya en los años de seminario, donde los aspirantes al sacerdocio
están llamados a estudiar las Escrituras para ser más «conscientes del misterio
de la revelación divina, alimentando una actitud de respuesta orante a Dios que
habla. Por otro lado, una auténtica vida de oración hará también crecer
necesariamente en el alma del candidato el deseo de conocer cada vez más al Dios
que se ha revelado en su Palabra como amor infinito»[268].



64. El presbítero sentirá el
deber de preparar, tanto remota como próximamente, la homilía litúrgica con gran
atención a sus contenidos, haciendo referencia a los textos litúrgicos, sobre
todo al Evangelio; atento al equilibrio entre parte expositiva y práctica, así
como a la pedagogía y a la técnica del buen hablar, llegando incluso hasta la
buena dicción por respeto a la dignidad del acto y de los destinatarios[269].
En particular, «se han de evitar homilías genéricas y abstractas, que oculten la
sencillez de la Palabra de Dios, así como inútiles divagaciones que corren el
riesgo de atraer la atención más sobre el predicador que sobre el corazón del
mensaje evangélico. Debe quedar claro a los fieles que lo que interesa al
predicador es mostrar a Cristo, que tiene que ser el centro de toda homilía»[270].



Palabra y catequesis




65. Hoy, cuando en muchos
ambientes se difunde un analfabetismo religioso en el que se conocen cada vez
menos los elementos fundamentales de la fe, la catequesis es parte fundamental
de la misión de evangelización de la Iglesia, porque es un instrumento
privilegiado de enseñanza y maduración de la fe [271].



El presbítero, en cuanto
colaborador del Obispo y por mandato del mismo, tiene la responsabilidad de
animar, coordinar y dirigir la actividad catequética de la comunidad que le ha
sido encomendada. Es importante que sepa integrar esta labor dentro de un
proyecto orgánico de evangelización, asegurando por encima de todo, la comunión
de la catequesis en la propia comunidad con la persona del Obispo, con la
Iglesia particular y con la Iglesia universal[272].



De manera particular, sabrá
suscitar la justa y oportuna colaboración y responsabilidad con lo referente a
la catequesis, tanto de los miembros de institutos de vida consagrada o
sociedades de vida apostólica, como de los fieles laicos[273],
preparados adecuadamente y demostrándoles agradecimiento y estima por su labor
catequética.



Pondrá especial solicitud en
el cuidado de la formación inicial y permanente de los catequistas. En la medida
de lo posible, el sacerdote debe ser el catequista de los catequistas,
formando con ellos una verdadera comunidad de discípulos del Señor, que sirva
como punto de referencia para los catequizados. Así, les enseñará que el
servicio al ministerio de la enseñanza debe ajustarse a la Palabra de Jesucristo
y no a teorías y opiniones privadas: es «la fe de la Iglesia, de la cual somos
servidores»[274].



Maestro[275] y educador en la fe[276],
el sacerdote procurará que la catequesis, especialmente la de los sacramentos,
sea una parte privilegiada en la educación cristiana de la familia, en la
enseñanza religiosa, en la formación de movimientos apostólicos, etc.; y que se
dirija a todas las categorías de fieles: niños, jóvenes, adolescentes, adultos y
ancianos. Sabrá transmitir la enseñanza catequética haciendo uso de todas las
ayudas, medios didácticos e instrumentos de comunicación, que puedan ser
eficaces a fin de que los fieles —de un modo adecuado a su carácter, capacidad,
edad y condición de vida— estén en condiciones de aprender más plenamente la
doctrina cristiana y de ponerla en práctica de la manera más conveniente[277].



Con esta finalidad, el
presbítero tendrá como principal punto de referencia el Catecismo de la
Iglesia Católica
y su Compendio. De hecho, estos textos constituyen
una norma segura y auténtica de la enseñanza de la Iglesia[278] y, por eso, es preciso alentar su lectura y estudio. Deben ser siempre el punto
de apoyo seguro e insustituible para la enseñanza de los «contenidos
fundamentales de la fe, sintetizados sistemática y orgánicamente en el
Catecismo de la Iglesia Católica
»[279].
Como ha recordado el Santo Padre Benedicto XVI, en el Catecismo «en
efecto, se pone de manifiesto la riqueza de la enseñanza que la Iglesia ha
recibido, custodiado y ofrecido en sus dos mil años de historia. Desde la
Sagrada Escritura a los Padres de la Iglesia, de los Maestros de teología a los
Santos de todos los siglos, el Catecismo ofrece una memoria permanente de
los diferentes modos en que la Iglesia ha meditado sobre la fe y ha progresado
en la doctrina, para dar certeza a los creyentes en su vida de fe»[280].


2.6. El sacramento de la Eucaristía


El Misterio eucarístico



66. Si bien el ministerio de
la Palabra es un elemento fundamental en la labor sacerdotal, el núcleo y centro
vital es, sin duda, la Eucaristía: presencia real en el tiempo del único y
eterno sacrificio de Cristo[281].



La Eucaristía —memorial
sacramental de la muerte y resurrección de Cristo, representación real y eficaz
del único Sacrificio redentor, fuente y culmen de la vida cristiana y de toda la
evangelización[282]
es el medio y el fin del ministerio sacerdotal, ya que «todos los ministerios
eclesiásticos y obras de apostolado están íntimamente trabados con la Eucaristía
y a ella se ordenan»[283].
El presbítero, consagrado para perpetuar el Santo Sacrificio, manifiesta así,
del modo más evidente, su identidad[284].



De hecho, existe una íntima
unión entre la primacía de la Eucaristía, la caridad pastoral y la unidad de
vida del presbítero[285]:
en ella encuentra las señales decisivas para el itinerario de santidad al que
está específicamente llamado.



Si el presbítero presta a
Cristo —Sumo y Eterno Sacerdote— la inteligencia, la voluntad, la voz y las
manos para que mediante su propio ministerio pueda ofrecer al Padre el
sacrificio sacramental de la redención, deberá hacer suyas las disposiciones del
Maestro y como Él, vivir como don para sus hermanos. Consecuentemente
deberá aprender a unirse íntimamente a la ofrenda, poniendo sobre el altar del
sacrificio la vida entera como un signo claro del amor gratuito y providente de
Dios.


Celebrar bien la Eucaristía



67. El sacerdote está
llamado a celebrar el Santo Sacrificio eucarístico, a meditar constantemente
sobre lo que este significa y a transformar su vida en una Eucaristía, lo cual
se manifiesta en el amor al sacrificio diario, sobre todo en el cumplimiento de
sus deberes de estado. El amor a la cruz lleva al sacerdote a convertirse en un
sacrifico agradable al Padre por medio de Cristo (cfr. Rom 12, 1). Amar
la cruz en una sociedad hedonística es un escándalo, pero desde una perspectiva
de fe, es fuente de vida interior. El sacerdote debe predicar el valor redentor
de la cruz con su estilo de vida.



Es necesario recordar el
valor incalculable que tiene para el sacerdote la celebración diaria de la Santa
Misa —“fuente y cumbre”[286] de la vida sacerdotal—, aún cuando no estuviera presente ningún fiel[287].
Al respecto, enseña Benedicto XVI: «Junto con los padres del Sínodo, recomiendo
a los sacerdotes “la celebración diaria de la santa misa, aun cuando no hubiera
participación de fieles”. Esta recomendación está en consonancia ante todo con
el valor objetivamente infinito de cada celebración eucarística; y, además, está
motivada por su singular eficacia espiritual, porque si la santa Misa se vive
con atención y con fe, es formativa en el sentido más profundo de la palabra,
pues promueve la configuración con Cristo y consolida al sacerdote en su
vocación»[288].



Él la vivirá como el momento
central de cada día y del ministerio cotidiano, como fruto de un deseo sincero y
como ocasión de un encuentro profundo y eficaz con Cristo. En la Eucaristía, el
sacerdote aprende a darse cada día, no sólo en los momentos de gran dificultad,
sino también en las pequeñas contrariedades cotidianas. Este aprendizaje se
refleja en el amor por prepararse a la celebración del Santo Sacrificio, para
vivirlo con piedad, sin prisas, respetando las normas litúrgicas y las rúbricas,
a fin de que los fieles perciban en este modo una auténtica catequesis[289].



En una sociedad cada vez más
sensible a la comunicación a través de signos e imágenes, el sacerdote cuidará
adecuadamente todo lo que puede aumentar el decoro y el aspecto sagrado de la
celebración. Es importante que en la celebración eucarística haya un adecuado
cuidado de la limpieza del lugar, de la estructura del altar y del sagrario[290],
de la nobleza de los vasos sagrados, de los paramentos[291],
del canto[292],
de la música[293],
del silencio sagrado[294],
del uso del incienso en las celebraciones más solemnes, etc., repitiendo el
gesto amoroso de María hacia el Señor cuando «tomó una libra de perfume de
nardo, auténtico y costoso, le urgió a Jesús los pies y se los enjugó con su
cabellera. Y la casa se llenó de la fragancia del perfume» (Jn 12, 3).
Todos estos elementos pueden contribuir a una mejor participación en el
Sacrificio eucarístico. De hecho, la falta de atención a estos aspectos
simbólicos de la liturgia y, aun peor, el descuido, las prisas, la
superficialidad y el desorden, vacían de significado y debilitan la función de
aumentar la fe[295].
El que celebra mal, manifiesta la debilidad de su fe y no educa a los demás en
la fe. Al contrario, celebrar bien constituye una primera e importante
catequesis sobre el Santo Sacrificio.



Especialmente en la
celebración eucarística, las normas litúrgicas se deben observar con generosa
fidelidad. «Son una expresión concreta de la auténtica eclesialidad de la
Eucaristía; éste es su sentido más profundo. La liturgia nunca es propiedad
privada de alguien, ni del celebrante ni de la comunidad en que se celebran los
Misterios. […] También en nuestros tiempos, la obediencia a las normas
litúrgicas debería ser redescubierta y valorada como reflejo y testimonio de la
Iglesia una y universal, que se hace presente en cada celebración de la
Eucaristía. El sacerdote que celebra fielmente la Misa según las normas
litúrgicas y la comunidad que se adecua a ellas, demuestran de manera silenciosa
pero elocuente su amor por la Iglesia»[296].



El sacerdote, entonces, al
poner todos sus talentos al servicio de la celebración eucarística para ayudar a
que todos los fieles participen vivamente en ella, debe atenerse al rito
establecido en los libros litúrgicos aprobados por la autoridad competente, sin
añadir, quitar o cambiar nada[297].
Así su celebración es realmente celebración de la Iglesia y con la Iglesia: no
hace “algo suyo”, sino que está con la Iglesia en diálogo con Dios. Esto
favorece asimismo una adecuada participación activa de los fieles en la sagrada
liturgia: «El ars celebrandi es la mejor premisa para la actuosa
participatio
. El ars celebrandi proviene de la obediencia fiel a las
normas litúrgicas en su plenitud, pues es precisamente este modo de celebrar lo
que asegura desde hace dos mil años la vida de fe de todos los creyentes, los
cuales están llamados a vivir la celebración como pueblo de Dios, sacerdocio
real, nación santa (cfr. 1 Pe 2, 4-5.9)»[298].



Los Ordinarios, Superiores
de los Institutos de vida consagrada, y los Moderadores de las sociedades de
vida apostólica, tienen el deber grave no sólo de preceder con el ejemplo, sino
de vigilar para que todos cumplan siempre fielmente las normas litúrgicas
referentes a la celebración eucarística, en todos los lugares.



Los sacerdotes, que celebran
o concelebran están obligados al uso de los ornamentos sagrados prescritos por
las normas litúrgicas[299].



Adoración eucarística




68. La centralidad de la
Eucaristía se debe indicar no sólo por la digna y piadosa celebración del
Sacrificio, sino aún más por la adoración habitual del sacramento. El presbítero
debe mostrarse modelo del rebaño también en el devoto cuidado del Señor en el
sagrario y en la meditación asidua que hace ante Jesús Sacramentado. Es
conveniente que los sacerdotes encargados de la dirección de una comunidad
dediquen espacios largos de tiempo para la adoración en comunidad —por ejemplo,
todos los jueves, los días de oración por las vocaciones, etc. —, y tributen
atenciones y honores, mayores que a cualquier otro rito, al Santísimo Sacramento
del altar, también fuera de la Santa Misa. «La fe y el amor a la Eucaristía no
pueden permitir que Cristo se quede solo en el tabernáculo»[300].
Impulsados por el ejemplo de fe de sus pastores, los fieles buscarán ocasiones a
lo largo de la semana para ir a la iglesia a adorar a nuestro Señor, presente en
el tabernáculo.



La Liturgia de las Horas
puede ser un momento privilegiado para la adoración eucarística. Esta liturgia
es una verdadera prolongación, a lo largo de la jornada, del sacrificio de
alabanza y acción de gracias, que tiene en la Santa Misa el centro y la fuente
sacramental. La Liturgia de las Horas, en la cual el sacerdote unido a Cristo es
la voz de la Iglesia para el mundo entero, también se celebrará
comunitariamente, para que sea «intérprete y vehículo de la voz universal, que
canta la gloria de Dios y pide la salvación del hombre»[301].



Ejemplar solemnidad tendrá
esta celebración en los Capítulos de canónigos.



Siempre se deberá tratar de
que, tanto la celebración comunitaria como la individual, se hagan con amor y
deseo de reparación, sin caer en el mero «deber» mecánico de una simple y rápida
lectura que no preste la necesaria atención al sentido del texto.



Intenciones de las Misas




69. «La Eucaristía es, pues,
un sacrificio porque representa (hace presente) el sacrificio de la cruz,
porque es su memorial y aplica su fruto»[302].
Toda celebración eucarística actualiza el sacrificio único, perfecto y
definitivo de Cristo que salvó al mundo en la Cruz de una vez para siempre. La
Eucaristía se celebra primero de todo para la gloria de Dios y en acción de
gracias por la salvación de la humanidad. Según una antiquísima tradición, los
fieles piden al sacerdote que celebre la santa Misa a fin de que «se ofrezca
también en reparación de los pecados de los vivos y los difuntos, y para obtener
de Dios beneficios espirituales o temporales»[303].
«Se recomienda encarecidamente a los sacerdotes que celebren la Misa por las
intenciones de los fieles»[304].



Con el fin de participar a
su modo en el sacrificio del Señor, no sólo con el don de sí mismos sino también
de una parte de lo que poseen, los fieles asocian una ofrenda, normalmente
pecuniaria, a la intención por la cual desean que se aplique una santa Misa. No
se trata de ningún modo de una remuneración, al ser el Sacrificio
Eucarístico absolutamente gratuito. «Impulsados por su sentido religioso y
eclesial, que los fieles unan, para una participación más activa en la
celebración eucarística, una aportación personal, contribuyendo así a las
necesidades de la Iglesia y, en particular, a la sustentación de sus ministros»[305].
La ofrenda para la celebración de santas Misas se debe considerar «una forma
excelente» de limosna[306].



Dicho uso «la Iglesia, no
sólo lo aprueba, sino que lo alienta, pues lo considera como una especie de
signo de unión del bautizado con Cristo, así como del fiel con el sacerdote, el
cual desempeña su ministerio precisamente en su favor»[307].
Por tanto, los sacerdotes deben alentarlo con una catequesis adecuada,
explicando a los fieles su sentido espiritual y su fecundidad. Ellos mismos
pondrán diligencia en celebrar la Eucaristía con la viva conciencia de que, en
Cristo y con Cristo, son intercesores delante de Dios, no sólo para aplicar de
modo general el Sacrificio de la Cruz a la salvación de la humanidad, sino
también para presentar a la benevolencia divina la intención particular que se
le confía. Constituye para ellos un modo excelente para participar activamente
en la celebración del memorial del Señor.



Los sacerdotes también deben
estar convencidos de que, «puesto que la materia toca directamente el augusto
sacramento, cualquier apariencia de lucro o de simonía —aunque fuese mínima—
causaría escándalo»[308].
Por esto la Iglesia ha promulgado reglas precisas al respecto[309] y castiga con una pena justa «quien obtiene ilegítimamente un lucro con la
ofrenda de la Misa»[310].
Todo sacerdote que acepte el encargo de celebrar una Santa Misa según las
intenciones del oferente, debe hacerlo, por una obligación de justicia,
aplicando una Misa distinta por cada intención para la que ha sido ofrecida[311].



No le es lícito al sacerdote
pedir una cantidad mayor de la que haya determinado con decreto la autoridad
legítima; sí le es lícito recibir por la aplicación de una Misa la ofrenda mayor
que la fijada, si es espontáneamente ofrecida, y también una menor[312].




«Todo sacerdote debe anotar
cuidadosamente los encargos de Misas recibidos y los ya satisfechos»[313].
El párroco y el rector de una iglesia deben tomar nota en un libro especial[314].



Se aceptarán sólo las
ofrendas para celebrar Misas personalmente que se puedan satisfacer en el plazo
de un año[315].
«Los sacerdotes que reciben ofrendas para intenciones particulares de santas
Misas en gran número […], en lugar de rechazarlas, frustrando la santa voluntad
de los oferentes y disuadiéndolos de su buen propósito, deben entregarlas a
otros sacerdotes (cfr. C.I.C. can. 955) o bien al propio Ordinario (cfr.
C.I.C. can. 956)»[316].



«En el caso de que los
oferentes, previa y explícitamente avisados, acepten libremente que sus ofrendas
se acumulen con otras en una única ofrenda, se pueden satisfacer con una sola
santa Misa, celebrada según una única intención “colectiva”. En este caso, es
necesario que se indique públicamente el día, el lugar y el horario en que se
celebrará dicha santa Misa, no más de dos veces por semana»[317].
Tal excepción a la ley canónica vigente, si se ampliara excesivamente,
constituiría un abuso reprobable[318].




El sacerdote que celebre más
de una Misa el mismo día, quédese sólo con la ofrenda de una Misa y destine las
demás a los fines determinados por el Ordinario[319].




Todo párroco «está obligado
a aplicar la Misa por el pueblo a él confiado todos los domingos y fiestas que
sean de precepto»[320].


2.7. El Sacramento de la Penitencia


Ministro de la Reconciliación



70. El Espíritu Santo para
la remisión de los pecados es un don de la resurrección, que se da a los
Apóstoles: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes perdonéis los pecados, les
quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos» (Jn
20, 22-23). Cristo confió la obra sacramental de reconciliación del hombre con
Dios exclusivamente a sus Apóstoles y a aquellos que les suceden en la misma
misión. Los sacerdotes son, por voluntad de Cristo, los únicos ministros del
sacramento de la reconciliación[321].
Como Cristo, son enviados a convertir a los pecadores y a llevarlos otra vez al
Padre, mediante el juicio de misericordia.



La reconciliación
sacramental restablece la amistad con Dios Padre y con todos sus hijos en su
familia, que es la Iglesia. Por lo tanto, esta se rejuvenece y se construye en
todas sus dimensiones: universal, diocesana y parroquial[322].



A pesar de la triste
realidad de la pérdida del sentido del pecado, muy extendida en la cultura de
nuestro tiempo, el sacerdote debe practicar con gozo y dedicación el ministerio
de la formación de la conciencia, del perdón y de la paz.



Es preciso que él, por
tanto, sepa identificarse en cierto sentido con este sacramento y —asumiendo la
actitud de Cristo— se incline con misericordia, como buen samaritano, sobre la
humanidad herida y muestre la novedad cristiana de la dimensión medicinal de la
Penitencia, que está dirigida a sanar y perdonar[323].



Dedicación al ministerio de la
Reconciliación




71. El presbítero deberá
dedicar tiempo —incluso con días, horas establecidas— y energías a escuchar las
confesiones de los fieles[324],
tanto por su oficio[325] como por la ordenación sacramental, pues los cristianos —como demuestra la
experiencia— acuden con gusto a recibir este sacramento, allí donde saben y ven
que hay sacerdotes disponibles. Asimismo, que no se descuide la posibilidad de
facilitar a cada fiel la participación en el sacramento de la Reconciliación y
la Penitencia también durante la celebración de la Santa Misa[326].
Esto se aplica a todas partes, pero especialmente, a las zonas con las iglesias
más frecuentadas y a los santuarios, donde es posible una colaboración fraterna
y responsable con los sacerdotes religiosos y los ancianos[327].



No podemos olvidar que «la
fiel y generosa disponibilidad de los sacerdotes a escuchar las confesiones, a
ejemplo de los grandes santos de la historia, como san Juan María Vianney, san
Juan Bosco, san José María Escrivá, san Pío de Pietrelcina, san José Cafasso y
san Leopoldo Mandić, nos indica a todos que el confesonario puede ser un “lugar”
real de santificación»[328].



Cada sacerdote seguirá la
normativa eclesial que defiende y promueve el valor de la confesión individual e
íntegra de los pecados en el coloquio directo con el confesor[329].
«La confesión individual e íntegra y la absolución constituyen el único modo
ordinario con el que un fiel consciente de que está en pecado grave se
reconcilia con Dios y con la Iglesia» y, por tanto, «todos los que, por su
oficio, tienen encomendada la cura de almas, están obligados a proveer que se
oiga en confesión a los fieles que les están encomendados»[330].
Sin duda, las absoluciones sacramentales impartidas de forma colectiva, sin que
se observen las normas establecidas, hay que considerarlas abusos graves[331].



Por lo que se refiere a la
sede para oír las confesiones, las normas las establece la Conferencia
Episcopal, «asegurando en todo caso que existan siempre en lugar patente
confesionarios provistos de rejillas entre el penitente y el confesor que puedan
utilizar libremente los fieles que así lo deseen»[332].
El confesor tendrá oportunidad de iluminar la conciencia del penitente con unas
palabras que, aunque breves, serán apropiadas para su situación concreta. Estas
ayudarán a la renovada orientación personal hacia la conversión e influirán
profundamente en su camino espiritual, también a través de una satisfacción
oportuna[333].
Así se podrá vivir la confesión también como momento de dirección espiritual.



En cada caso, el presbítero
sabrá mantener la celebración de la Reconciliación a nivel sacramental,
estimulando el dolor por los pecados, la confianza en la gracia, etc. y, al
mismo tiempo, superando el peligro de reducirla a una actividad puramente
psicológica o de simple formalidad.



Entre otras cosas, esto se
manifestará en el cumplimiento fiel de la disciplina vigente acerca del lugar y
la sede para las confesiones, que no se deben recibir «fuera del confesionario,
a no ser por causa justa» [334].



Necesidad de confesarse




72. Como todo buen fiel, el
sacerdote también tiene necesidad de confesar sus propios pecados y debilidades.
Él es el primero en saber que la práctica de este sacramento lo fortalece en la
fe y en la caridad hacia Dios y los hermanos.



Para hallarse en las mejores
condiciones de mostrar con eficacia la belleza de la Penitencia, es esencial que
el ministro del sacramento ofrezca un testimonio personal precediendo a los
demás fieles en esta experiencia del perdón. Además, esto constituye la primera
condición para la revalorización pastoral del sacramento de la Reconciliación:
en la confesión frecuente, el presbítero aprende a comprender a los demás y,
siguiendo el ejemplo de los Santos, se ve impulsado a «ponerlo en el centro de
sus preocupaciones pastorales»[335].
En este sentido, es una cosa buena que los fieles sepan y vean que también sus
sacerdotes se confiesan con regularidad[336].
«Toda la existencia sacerdotal sufre un inexorable decaimiento si le falta por
negligencia o cualquier otro motivo el recurso periódico, inspirado por
auténtica fe y devoción, al sacramento de la Penitencia. En un sacerdote que no
se confesase o se confesase mal, su ser como sacerdote y su ministerio se
resentirían muy pronto, y se daría cuenta también la comunidad de la que es
pastor»[337].



Dirección espiritual para sí mismo y para los demás




73. De manera paralela al sacramento de la Reconciliación, el presbítero no
dejará de ejercer el ministerio de la dirección espiritual[338].
El descubrimiento y la difusión de esta práctica, también en momentos distintos
de la administración de la Penitencia, es un beneficio grande para la Iglesia en
el tiempo presente[339].
La actitud generosa y activa de los presbíteros al practicarla constituye
también una ocasión importante para reconocer y sostener las vocaciones al
sacerdocio y a las distintas formas de vida consagrada.



Para contribuir a mejorar su
propia vida espiritual, es necesario que los mismos presbíteros practiquen la
dirección espiritual, porque «con la ayuda de la dirección o el consejo
espiritual […] es más fácil discernir la acción del Espíritu Santo en la vida de
cada uno»[340].
Al poner la formación de sus almas en las manos de un hermano sabio —instrumento
del Espíritu Santo—, madurarán desde los primeros pasos de su ministerio la
conciencia de la importancia de no caminar solos por el camino de la vida
espiritual y del empeño pastoral. Para el uso de este eficaz medio de formación
tan experimentado en la Iglesia, los presbíteros tendrán plena libertad en la
elección de la persona que los pueda guiar.


2.8. Liturgia de las Horas



74. Para el sacerdote un
modo fundamental de estar delante del Señor es la Liturgia de las Horas: en ella
rezamos como hombres que necesitan el diálogo con Dios, dando voz y supliendo
también a todos aquellos que quizás no saben, no quieren o no encuentran tiempo
para orar.



El Concilio Ecuménico
Vaticano II recuerda que los fieles «que ejercen esta función no sólo cumplen el
oficio de la Iglesia, sino que también participan del sumo honor de la Esposa de
Cristo, porque, al alabar a Dios, están ante su trono en nombre de la Madre
Iglesia»[341].
Esta oración es «la voz de la Esposa que habla al Esposo; más aún, es la oración
de Cristo, con su mismo Cuerpo, al Padre»[342].
En este sentido, el sacerdote prolonga y actualiza la oración de Cristo
Sacerdote.



75. La obligación diaria de
rezar el Breviario (la Liturgia de las Horas), es asimismo uno de los
compromisos solemnes que se toman públicamente en la ordenación diaconal, que no
se puede descuidar salvo causa grave. Es una obligación de amor, que es preciso
cuidar en toda circunstancia, incluso en tiempo de vacaciones. El sacerdote
tiene «la obligación de recitar cada día todas las Horas»[343],
es decir, Laudes y Vísperas, al igual que el Oficio de las Lecturas, al menos
una de las partes de Hora intermedia, y Completas.



76. A fin de que los
sacerdotes puedan profundizar el significado de la Liturgia de las Horas, se
«exige no solamente armonizar la voz con el corazón que ora, sino también
“adquirir una instrucción litúrgica y bíblica más rica especialmente sobre los
salmos”»[344].
Es preciso, pues, interiorizar la Palabra divina, estar atentos a lo que el
Señor “me” dice con esta Palabra, escuchar también el comentario de los Padres
de la Iglesia o del Concilio Ecuménico Vaticano II, profundizar en la vida de
los Santos y en los discursos de los Papas, en la segunda Lectura del Oficio de
las Lecturas, y rezar con esta gran invocación que son los Salmos, que nos
introducen en la oración de la Iglesia. «En la medida en que interioricemos esta
estructura, en que comprendamos esta estructura, en que asimilemos las palabras
de la Liturgia, podremos entrar en consonancia interior, de forma que no sólo
hablemos con Dios como personas individuales, sino que entremos en el “nosotros”
de la Iglesia que ora; que transformemos nuestro “yo” entrando en el “nosotros”
de la Iglesia, enriqueciendo, ensanchando este “yo”, orando con la Iglesia, con
las palabras de la Iglesia, entablando realmente un coloquio con Dios»[345].
Más que rezar el Breviario, se trata de favorecer una actitud de escucha, y
también de vivir la «experiencia del silencio»[346].
De hecho, la Palabra se puede pronunciar y oír solamente en el silencio. Sin
embargo, al mismo tiempo, el sacerdote sabe que nuestro tiempo no favorece el
recogimiento. Muchas veces tenemos la impresión de que hay casi temor de
alejarse de los instrumentos de comunicación de masa, aunque solo sea por un
momento[347].
Por esto, el sacerdote debe redescubrir el sentido del recogimiento y de la
serenidad interior «para acoger en el corazón la plena resonancia de la voz del
Espíritu Santo, y para unir más estrechamente la oración personal con la Palabra
de Dios y con la voz pública de la Iglesia»[348];
debe interiorizar cada vez más su naturaleza de intercesor[349].
Con la Eucaristía, a la cual es “ordenado”, el sacerdote se convierte en el
intercesor calificado para tratar con Dios con gran sencillez de corazón (simpliciter)
las cuestiones de sus hermanos, los hombres. El Papa Juan Pablo II lo recordaba
en su discurso con ocasión del 30° aniversario de
Presbyterorum Ordinis
:
«La identidad sacerdotal es una cuestión de fidelidad a Cristo y al pueblo de
Dios al que nos ha enviado. La conciencia sacerdotal no es sólo algo únicamente
personal. Es una realidad que los hombres continuamente examinan y verifican, ya
que el sacerdote es “elegido” entre los hombres y establecido para intervenir en
sus relaciones con Dios. [...] Puesto que el sacerdote es mediador entre Dios y
los hombres, muchos hombres se dirigen a él para pedirle oraciones. Por tanto,
la oración, en cierto sentido, “crea” al sacerdote, especialmente como pastor.
Y, al mismo tiempo, cada sacerdote se crea a sí mismo constantemente gracias a
la oración. Pienso en la estupenda oración del breviario, Officium divinum,
en la cual toda la Iglesia con los labios de sus ministros ora junto a Cristo»[350].


2.9. Guía de la comunidad



Sacerdote para la comunidad



77. El sacerdote está
llamado a ocuparse de otro aspecto de su ministerio, además de aquellos ya
analizados. Se trata de la solicitud por la vida de la comunidad, que le ha sido
confiada, y que se manifiesta sobre todo en el testimonio de la caridad.




Pastor de la comunidad —a
imagen de Cristo, Buen Pastor, que ofrece toda su vida por la Iglesia—, el
sacerdote existe y vive para ella; por ella reza, estudia, trabaja y se
sacrifica. Estará dispuesto a dar la vida por ella, la amará como ama a Cristo,
volcando sobre ella todo su amor y su afecto[351],
dedicándose —con todas sus fuerzas y sin límite de tiempo— a configurarla, a
imagen de la Iglesia Esposa de Cristo, siempre más hermosa y digna de la
complacencia del Padre y del amor del Espíritu Santo.



Esta dimensión esponsal de
la vida del presbítero como pastor, actuará de manera que guíe su comunidad
sirviendo con abnegación a todos y cada uno de sus miembros, iluminando sus
conciencias con la luz de la verdad revelada, custodiando con autoridad la
autenticidad evangélica de la vida cristiana, corrigiendo los errores,
perdonando, curando las heridas, consolando las aflicciones, promoviendo la
fraternidad[352].



Este conjunto de atenciones,
además de garantizar un testimonio de caridad cada vez más transparente y
eficaz, manifestará también la profunda comunión, que debe existir entre el
presbítero y su comunidad, que es casi la continuación y la actualización de la
comunión con Dios, con Cristo y con la Iglesia[353].
A imitación de Jesús, el sacerdote no está llamado a ser servido, sino a servir
(cfr. Mt 20, 28). Debe estar constantemente en guardia contra la
tentación de abusar, a beneficio personal, del gran respeto y deferencia que los
fieles muestran hacia el sacerdocio y la Iglesia.


Sentir con la Iglesia



78. Para ser un buen guía de
su Pueblo, el presbítero estará también atento para conocer los signos de los
tiempos: los que se refieren a la Iglesia universal y a su camino en la historia
de los hombres, y los más próximos a la situación concreta de cada comunidad.




Esta capacidad de
discernimiento requiere la constante y adecuada puesta al día en el estudio de
las Ciencias Sagradas con referencia a los diversos problemas teológicos y
pastorales, y en el ejercicio de una sabia reflexión sobre los datos sociales,
culturales y científicos, que caracterizan nuestro tiempo.



Al desempeñar su ministerio,
los presbíteros sabrán traducir esta exigencia en una constante y sincera
actitud para sentir con la Iglesia, de tal manera que trabajarán siempre
en el vínculo de la comunión con el Papa, con los Obispos, con los demás
hermanos en el sacerdocio, así como con los diáconos, los demás fieles
consagrados por medio de la profesión de los votos evangélicos y con todos los
fieles.



Los presbíteros deben
mostrar un amor fervoroso por la Iglesia, que es la madre de nuestra existencia
cristiana, y vivir la alegría de su pertenencia eclesial como un testimonio
precioso para todo el pueblo de Dios.



Estos mismos, por otro lado,
podrán requerir —en la forma adecuada y teniendo en cuenta la capacidad de cada
uno— la cooperación de los fieles consagrados y de los fieles laicos, en el
ejercicio de su actividad.



2.10. El celibato sacerdotal



Firme voluntad de la Iglesia



79. La Iglesia, convencida
de las profundas motivaciones teológicas y pastorales, que sostienen la relación
entre celibato y sacerdocio, e iluminada por el testimonio, que confirma también
hoy la validez espiritual y evangélica en tantas existencias sacerdotales, ha
confirmado, en el Concilio Vaticano II y repetidamente en el sucesivo Magisterio
Pontificio, la «firme voluntad de mantener la ley, que exige el celibato
libremente escogido y perpetuo para los candidatos a la ordenación sacerdotal en
el rito latino»[354].



El celibato, en efecto, es
un don gozoso que la Iglesia ha recibido y quiere custodiar, convencida de que
es un bien para sí misma y para el mundo.



Motivación teológico-espiritual del celibato




80. Como todo valor
evangélico, también el celibato se debe vivir como don de la misericordia
divina, como una novedad liberadora, como testimonio especial de radicalidad en
el seguimiento de Cristo y como signo de la realidad escatológica: «el celibato
es una anticipación que hace posible la gracia del Señor que nos “atrae” a sí
hacia el mundo de la resurrección; nos invita siempre de nuevo a trascender
nuestra persona, este presente, hacia el verdadero presente del futuro, que se
convierte en presente hoy»[355].



«No todos entienden esto,
sólo los que han recibido ese don. Hay eunucos que salieron así del vientre de
su madre; a otros les hicieron los hombres, y hay quienes se hacen eunucos ellos
mismos por el Reino de los cielos. El que pueda entender, que entienda» (Mt
19, 10-12)[356].
El celibato se revela como una correspondencia en el amor de una persona que
«dejando padre y madre, sigue a Jesús, buen pastor, en una comunión apostólica,
al servicio del Pueblo de Dios»[357].



Para vivir con amor y con
generosidad el don recibido, es particularmente importante que el sacerdote
entienda desde la formación del seminario la dimensión teológica y la motivación
espiritual de la disciplina sobre el celibato[358].
Este, como don y carisma particular de Dios, requiere la observancia de la
castidad y, por tanto, de la perfecta y perpetua continencia por el Reino de los
cielos, para que los ministros sagrados puedan unirse más fácilmente a Cristo
con un corazón indiviso, y dedicarse más libremente al servicio de Dios y de los
hombres[359]:
«el celibato, elevando integralmente al hombre, contribuye efectivamente a su
perfección»[360].
La disciplina eclesiástica manifiesta, antes que la voluntad del sujeto
expresada por medio de su disponibilidad, la voluntad de la Iglesia, la cual
encuentra su razón última en el estrecho vínculo que el celibato tiene con la
sagrada ordenación, que configura al sacerdote con Jesucristo, Cabeza y Esposo
de la Iglesia[361].



La Carta a los Efesios (cfr. 5, 25-27) pone en estrecha relación la oblación sacerdotal de Cristo (cfr.
5, 25) con la santificación de la Iglesia (cfr. 5, 26), amada con amor esponsal.
Insertado sacramentalmente en este sacerdocio de amor exclusivo de Cristo por la
Iglesia, su Esposa fiel, el presbítero expresa con su compromiso de celibato
dicho amor, que se convierte en caudalosa fuente de eficacia pastoral.



El
celibato, por tanto, no es un influjo, que cae desde fuera sobre
el ministerio sacerdotal, ni puede ser considerado simplemente como una
institución impuesta por ley, porque el que recibe el sacramento del Orden se
compromete a ello con plena conciencia y libertad[362],

después de una preparación que dura varios años, de una profunda
reflexión y oración asidua. Una vez que ha llegado a la firme convicción
de que Cristo le
concede este don por el bien de la Iglesia y para el servicio a los
demás, el sacerdote lo asume para toda la vida, reforzando esta voluntad suya
con la promesa que ya hizo durante el rito de la ordenación diaconal[363].



Por estas razones, la ley
eclesiástica sanciona, por un lado, el carisma del celibato, mostrando cómo este
está en íntima conexión con el ministerio sagrado —en su doble dimensión de
relación con Cristo y con la Iglesia— y, por otro, la libertad de aquel que lo
asume[364].
El presbítero, pues, consagrado a Cristo por un nuevo y excelso título[365],
debe ser bien consciente de que ha recibido un don de Dios que, a su vez,
sancionado por un preciso vínculo jurídico, genera la obligación moral de la
observancia. Este vínculo, asumido libremente, tiene carácter teologal y moral,
antes que jurídico, y es signo de aquella realidad esponsal que se realiza en la
ordenación sacramental.



A través del don del
celibato, el presbítero adquiere también esta paternidad espiritual, pero real,
que tiene dimensión universal y que, de modo particular, se concreta con
respecto a la comunidad, que le ha sido confiada[366].
«Ellos son hijos de su espíritu, hombres encomendados por el Buen Pastor a su
solicitud. Estos hombres son muchos, más numerosos de cuantos pueden abrazar una
simple familia humana […] El corazón del sacerdote, para estar disponible a este
servicio, a esta solicitud y amor, debe estar libre. El celibato es signo de una
libertad que es para el servicio. En virtud de este signo, el sacerdocio
jerárquico, o sea “ministerial”, según la tradición de nuestra Iglesia, está más
estrechamente “ordenado” al sacerdocio común de los fieles»[367].



Ejemplo de Jesús



81. El celibato, entendido de este modo, es entrega de sí mismo
“en” y “con” Cristo a su Iglesia, y expresa el servicio del sacerdote a la
Iglesia “en” y “con” el Señor[368].



El ejemplo es el Señor
mismo, el cual, yendo contra la que se puede considerar la cultura dominante de
su tiempo, eligió libremente vivir célibe. Al seguirlo los discípulos lo dejaron
«todo» para cumplir con la misión que les encomendó (Lc 18, 28-30).



Por ese motivo la Iglesia,
desde los tiempos apostólicos, ha querido conservar el don de la continencia
perpetua de los clérigos, y ha tendido a escoger a los candidatos al Orden
sagrado entre los célibes (Cfr. 2 Tes 2, 15; 1 Cor 7, 5; 9, 5;
1 Tim
3, 2.12; 5, 9; Tit 1, 6.8)[369].



El celibato es un don que se
recibe de la misericordia divina[370],
como elección de libertad y grata acogida de una particular vocación de amor por
Dios y por los hombres. No se debe concebir y vivir como si fuese simplemente un
efecto colateral del presbiterado.



Dificultades y objeciones



82. En el actual clima
cultural, condicionado a menudo por una visión del hombre carente de valores y,
sobre todo, incapaz de dar un sentido pleno, positivo y liberador a la
sexualidad humana, aparece con frecuencia el interrogante sobre la importancia y
el valor del celibato sacerdotal o, por lo menos, sobre la oportunidad de
afirmar su estrecho vínculo y su profunda sintonía con el sacerdocio
ministerial.



«En cierto sentido, esta
crítica permanente contra el celibato puede sorprender, en un tiempo en el que
está cada vez más de moda no casarse. Pero el no casarse es algo
fundamentalmente muy distinto del celibato, porque el no casarse se basa en la
voluntad de vivir sólo para uno mismo, de no aceptar ningún vínculo definitivo,
de mantener la vida en una plena autonomía en todo momento, decidir en todo
momento qué hacer, qué tomar de la vida; y, por tanto, un “no” al vínculo, un
“no” a lo definitivo, un guardarse la vida sólo para sí mismos. Mientras que el
celibato es precisamente lo contrario: es un “sí” definitivo, es un dejar que
Dios nos tome de la mano, abandonarse en las manos del Señor, en su “yo”, y, por
tanto, es un acto de fidelidad y de confianza, un acto que supone también la
fidelidad del matrimonio; es precisamente lo contrario de este “no”, de esta
autonomía que no quiere crearse obligaciones, que no quiere aceptar un vínculo»[371].



El presbítero no se anuncia
a sí mismo, «dentro y a través de su propia humanidad, todo sacerdote debe ser
muy consciente de que lleva a Otro, a Dios mismo, al mundo. Dios es la única
riqueza que, en definitiva, los hombres desean encontrar en un sacerdote»[372].
El modelo sacerdotal es el de ser testigos del Absoluto: el hecho de que hoy en
numerosos ambientes el celibato se comprenda o se aprecie poco no debe llevar a
hipótesis de escenarios distintos, sino que requiere redescubrir de modo nuevo
este don del amor de Dios por los hombres. En efecto, el celibato sacerdotal lo
admiran y lo aman también muchas personas que no son cristianas.



No podemos olvidar que el
celibato se vivifica con la práctica de la virtud de la castidad, que sólo se
puede vivir cultivando la pureza con madurez sobrenatural y humana[373],
en cuanto esencial a fin de desarrollar el talento de la vocación. No es posible
amar a Cristo y a los demás con un corazón impuro. La virtud de la pureza nos
hace capaces de vivir la indicación del Apóstol: «¡Glorificad a Dios con vuestro
cuerpo!» (1 Cor 6, 20). Por otro lado, cuando falta esta virtud, todas
las demás dimensiones se ven perjudicadas. Es verdad que en el contexto actual
las dificultades para vivir la santa pureza son múltiples, pero también es
verdad que el Señor concede su gracia en abundancia y ofrece los medios
necesarios para practicar, con gozo y alegría, esta virtud.



Está claro que, para
garantizar y custodiar este don en un clima de sereno equilibrio y de progreso
espiritual, se deben poner en práctica todas aquellas medidas que alejan al
sacerdote de toda posible dificultad[374].




Es necesario, por tanto, que
los presbíteros se comporten con la debida prudencia en las relaciones con las
personas cuya familiaridad puede poner en peligro la fidelidad al don o bien ser
causa de escándalo para los fieles[375].
En los casos particulares se debe someter al juicio del Obispo, que tiene la
obligación de impartir normas precisas sobre esta materia[376].
Como es lógico, el sacerdote debe abstenerse de toda conducta ambigua y no
olvidar que tiene el deber prioritario de testimoniar el amor redentor de
Cristo. Desafortunadamente, por lo que se refiere a esta materia, algunas
situaciones que lamentablemente han tenido lugar han producido un daño grande a
la Iglesia y a su credibilidad, aunque en el mundo haya habido muchas más
situaciones de este tipo. El contexto actual requiere también de parte de los
presbíteros una sensibilidad y prudencia todavía mayores respecto a las
relaciones con niños y protegidos[377].
En particular, es preciso evitar situaciones que puedan dar lugar a
murmuraciones (p. ej., dejar entrar a niños solos en la casa parroquial o llevar
en coche a menores de edad). En cuanto a la confesión, sería oportuno que por lo
general los menores se confesasen en el confesionario durante los tiempos en los
cuales la Iglesia está abierta al público o que, de lo contrario, si por
cualquier razón fuese necesario actuar de otro modo, se respetasen las
correspondientes normas de prudencia.



Los sacerdotes, pues, no
descuiden aquellas normas ascéticas que han sido garantizadas por la experiencia
de la Iglesia y que son ahora más necesarias debido a las circunstancias
actuales. Por tanto, que eviten prudentemente frecuentar lugares, asistir a
espectáculos, realizar lecturas o frecuentar páginas Web en Internet que puedan
poner en peligro la observancia de la castidad en el celibato[378] o incluso ser ocasión y causa de graves pecados contra la moral cristiana. Al
hacer uso de los medios de comunicación social, como agentes o como usuarios,
observen la necesaria discreción y eviten todo lo que pueda dañar la vocación.




Para custodiar con amor el
don recibido, en un clima de exasperado permisivismo sexual, los sacerdotes
deben recurrir a todos los medios naturales y sobrenaturales que encuentran en
la rica tradición de la Iglesia. Por una parte, la amistad sacerdotal, cuidar
las relaciones buenas con las personas, la ascesis y el dominio de sí, la
mortificación; asimismo, es útil incentivar una cultura de la belleza, en los
distintos campos de la vida, que ayude a la lucha contra todo lo que es
degradante y nocivo, alimentar una cierta pasión por el propio ministerio
apostólico, aceptar serenamente una cierta soledad, una sabia y provechosa
organización del tiempo libre para que no sea un tiempo vacío. Análogamente, son
esenciales la comunión con Cristo, una fuerte piedad eucarística, la confesión
frecuente, la dirección espiritual, los ejercicios y retiros espirituales, un
espíritu de aceptación de las cruces de la vida cotidiana, la confianza y el
amor a la Iglesia, la devoción filial a la Santísima Virgen María y la
consideración del ejemplo de los sacerdotes santos de todos los tiempos[379].




Las dificultades y las
objeciones han acompañado siempre, a lo largo de los siglos, la decisión de la
Iglesia Latina y de algunas Iglesias Orientales de conferir el sacerdocio
ministerial sólo a aquellos hombres que han recibido de Dios el don de la
castidad en el celibato. La disciplina de otras Iglesias Orientales, que admiten
al sacerdocio a hombres casados, no se contrapone a la de la Iglesia Latina: de
hecho, las mismas Iglesias Orientales exigen el celibato de los Obispos; tampoco
admiten el matrimonio de los sacerdotes y no permiten sucesivas nupcias a los
ministros que enviudaron. Se trata, siempre y solamente, de la ordenación de
hombres que ya estaban casados.



Las objeciones que algunos
presentan hoy contra el celibato sacerdotal a menudo se fundan en argumentos que
son un pretexto, como por ejemplo, las acusaciones de que refleja un
espiritualismo desencarnado o de que comporta recelo o desprecio respecto a la
sexualidad; otras veces parten de la consideración de casos tristes y dolorosos,
pero que son siempre particulares, que se tiende a generalizar. Se olvida, en
cambio, el testimonio ofrecido por la inmensa mayoría de los sacerdotes, que
viven el propio celibato con libertad interior, con ricas motivaciones
evangélicas, con fecundidad espiritual, en un horizonte de convencida y gozosa
fidelidad a la propia vocación y misión, por no hablar de tantos laicos que
asumen felizmente un fecundo celibato apostólico.


2.11. Espíritu sacerdotal de pobreza


Pobreza como disponibilidad



83. La pobreza de Jesús
tiene una finalidad salvífica. Cristo, siendo rico, se hizo pobre por nosotros,
para enriquecernos por medio de su pobreza (cfr. 2 Cor 8, 9).



La Carta a los Filipenses nos enseña la relación entre el despojarse de sí mismo y el espíritu de
servicio, que debe animar el ministerio pastoral. Dice San Pablo que Jesús no
«retuvo ávidamente el ser igual a Dios; al contrario, se despojó de Sí mismo
tomando la condición de esclavo» (Flp 2, 6-7). En verdad, difícilmente el
sacerdote podrá ser verdadero servidor y ministro de sus hermanos si está
excesivamente preocupado por su comodidad y por un bienestar excesivo.




A través de la condición de
pobre, Cristo manifiesta que ha recibido todo del Padre desde la eternidad, y
todo lo devuelve al Padre hasta la ofrenda total de su vida.



El ejemplo de Cristo pobre
debe llevar al presbítero a conformarse con Él en la libertad interior ante
todos los bienes y riquezas del mundo[380].
El Señor nos enseña que Dios es el verdadero bien y que la verdadera riqueza es
conseguir la vida eterna: «¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero y
perder su alma? ¿O qué podrá dar uno para recobrarla?» (Mc 8, 36-37).
Todo sacerdote está llamado a vivir la virtud de la pobreza, que consiste
esencialmente en el entregar su corazón a Cristo, como verdadero tesoro, y no a
los recursos materiales.



El sacerdote, cuya parte de
la herencia es el Señor (cfr. Núm 18, 20)[381],
sabe que su misión —como la de la Iglesia— se desarrolla en medio del mundo, y
es consciente de que los bienes creados son necesarios para el desarrollo
personal del hombre. Sin embargo, el sacerdote ha de usar estos bienes con
sentido de responsabilidad, moderación, recta intención y desprendimiento: todo
esto porque sabe que tiene su tesoro en los Cielos; es consciente, en fin, de
que todo se debe usar para la edificación del Reino de Dios (Lc 10, 7;
Mt
10, 9-10; 1 Cor 9, 14; Gál 6, 6)[382] y, por ello, se abstendrá de actividades lucrativas impropias de su ministerio[383].
Asimismo, el presbítero debe evitar dar motivo incluso a la menor insinuación
respecto al hecho de concebir su ministerio como una oportunidad para obtener
también beneficios, favorecer a los suyos o buscar posiciones privilegiadas. Más
bien, debe estar en medio de los hombres para servir a los demás sin límite,
siguiendo el ejemplo de Cristo, el Buen Pastor (cfr. Jn 10, 10).
Recordando, además, que el don que ha recibido es gratuito, ha de estar
dispuesto a dar gratuitamente (Mt 10, 8; Hch 8, 18-25)[384] y a emplear para el bien de la Iglesia y para obras de caridad todo lo que
recibe por ejercer su oficio, después de haber satisfecho su honesto sustento y
de haber cumplido los deberes del propio estado[385].



El presbítero, por último,
si bien no asume la pobreza con una promesa pública, está obligado a llevar una
vida sencilla y a abstenerse de todo lo que huela a vanidad[386];
abrazará, pues, la pobreza voluntaria, con el fin de seguir a Jesucristo más de
cerca[387].
En todo (habitación, medios de transporte, vacaciones, etc.), el presbítero
elimine todo tipo de afectación y de lujo[388].
En este sentido, el sacerdote debe luchar cada día por no caer en el consumismo
y en las comodidades de la vida, que hoy se han apoderado de la sociedad en
numerosas partes del mundo. Un examen de conciencia serio lo ayudará a verificar
cuál es su nivel de vida, su disponibilidad a ocuparse de los fieles y a cumplir
con sus propios deberes; a preguntarse si los medios de los cuales se sirve
responden a una verdadera necesidad o si, en cambio, busca la comodidad
rehuyendo el sacrificio. Precisamente en la coherencia entre lo que dice y lo
que hace, especialmente en relación a la pobreza, se juega en buena parte la
credibilidad y la eficacia apostólica del sacerdote.



Amigo de los más pobres, les
reservará las más delicadas atenciones de su caridad pastoral, con una opción
preferencial por todas las formas de pobreza —viejas y nuevas—, que están
trágicamente presentes en nuestro mundo; recordará siempre que la primera
miseria de la que debe ser liberado el hombre es el pecado, raíz última de todos
los males.



2.12. Devoción a María


Imitar las virtudes de la Madre



84. Existe una «relación
esencial entre la Madre de Jesús y el sacerdocio de los ministros del Hijo», que
deriva de la relación que hay entre la divina maternidad de María y el
sacerdocio de Cristo[389].



En dicha relación radica la
espiritualidad mariana de todo presbítero. La espiritualidad sacerdotal no puede
considerarse completa si no toma seriamente en consideración el testamento de
Cristo crucificado, que quiso confiar a Su Madre al discípulo predilecto y, a
través de él, a todos los sacerdotes, que han sido llamados a continuar Su obra
de redención.



Como a Juan al pie de la
Cruz, a cada presbítero se le encomienda de modo especial a María como Madre
(cfr. Jn 19, 26-27).



Los sacerdotes, que se
cuentan entre los discípulos más amados por Jesús crucificado y resucitado,
deben acoger en su vida a María como a su Madre: será Ella, por tanto, objeto de
sus continuas atenciones y de sus oraciones. La Siempre Virgen es para los
sacerdotes la Madre, que los conduce a Cristo, a la vez que los hace amar
auténticamente a la Iglesia y los guía al Reino de los Cielos.



85. Todo presbítero sabe que
María, por ser Madre, es la formadora eminente de su sacerdocio, ya que Ella es
quien sabe modelar el corazón sacerdotal, protegerlo de los peligros, cansancios
y desánimos. Ella vela, con solicitud materna, para que el presbítero pueda
crecer en sabiduría, edad y gracia delante de Dios y de los hombres (cfr. Lc
2, 40).



No serán hijos devotos,
quienes no sepan imitar las virtudes de la Madre. El presbítero, por tanto, ha
de mirar a María si quiere ser un ministro humilde, obediente y casto, que pueda
dar testimonio de caridad a través de la donación total al Señor y a la Iglesia[390].


La Eucaristía y
María




86. En toda celebración
eucarística, escuchamos de nuevo las palabras «Ahí tienes a tu hijo» que Jesús
dijo a su Madre, mientras que Él mismo nos repite a nosotros: «Ahí tienes a tu
Madre» (Jn 19, 26-27). Vivir la Eucaristía implica también recibir
continuamente este don: «María es mujer “eucarística” con toda su vida. La
Iglesia, tomando a María como modelo, ha de imitarla también en su relación con
este santísimo Misterio. […] María está presente con la Iglesia, y como Madre de
la Iglesia, en todas nuestras celebraciones eucarísticas. Así como Iglesia y
Eucaristía son un binomio inseparable, lo mismo se puede decir del binomio María
y Eucaristía»[391].
De este modo, el encuentro con Jesús en el Sacrificio del Altar conlleva
inevitablemente el encuentro con María, su Madre. En realidad, «por su
identificación y conformación sacramental a Jesús, Hijo de Dios e Hijo de María,
todo sacerdote puede y debe sentirse verdaderamente hijo predilecto de esta
altísima y humildísima Madre»[392].



Obra maestra del Sacrificio
sacerdotal de Cristo, la siempre Virgen Madre de Dios representa a la Iglesia
del modo más puro, «sin mancha ni arruga», totalmente «santa e inmaculada» (Ef
5, 27). La contemplación de la Santísima Virgen pone siempre ante la mirada del
presbítero el ideal al que ha de tender en el ministerio en favor de la propia
comunidad, para que también esta última sea «Iglesia totalmente gloriosa» (ibid.)
mediante el don sacerdotal de la propia vida.


El
sacerdote necesita profundizar constantemente su formación. Aunque el día de su
ordenación recibiera el sello permanente que lo configuró in æternum con
Cristo Cabeza y Pastor, está llamado a mejorar continuamente, a fin de ser más
eficaz en su ministerio. En este sentido, es fundamental que los sacerdotes sean
conscientes del hecho que su formación no acaba en los años del seminario. Al
contrario, desde el día de su ordenación, el sacerdote debe sentir la necesidad
de perfeccionarse continuamente, para ser cada vez más de Cristo Señor.


3.1. Principios


Necesidad de la formación permanente, hoy



87. Como ha recordado
Benedicto XVI «el tema de la identidad sacerdotal [...] es determinante para el
ejercicio del sacerdocio ministerial en el presente y en el futuro»[393].
Estas palabras del Santo Padre constituyen el punto de referencia sobre el cual
fundar la formación permanente del clero: ayudar a profundizar el significado de
ser sacerdote. «El sacerdote tiene como relación fundamental la que le une con
Jesucristo, Cabeza y Pastor»[394] y, en este sentido, la formación permanente debería ser un medio para acrecer
esta relación “exclusiva”, que necesariamente se repercute sobre toda la persona
del presbítero y sus acciones. La formación permanente es una exigencia, que
nace y se desarrolla a partir de la recepción del sacramento del Orden, con el
cual el sacerdote no es sólo «consagrado» por el Padre, «enviado» por el Hijo,
sino también «animado» por el Espíritu Santo. Esta exigencia está destinada a
asimilar progresivamente y de modo siempre más amplio y profundo toda la vida y
la acción del presbítero en la fidelidad al don recibido: «Por esta razón te
recuerdo que reavives el don de Dios que hay en ti» (2Tim 1, 6).




Se trata de una necesidad
intrínseca al mismo don divino[395],
que debe ser continuamente «vivificado» para que el presbítero pueda responder
adecuadamente a su vocación. Él, en cuanto hombre situado históricamente, tiene
necesidad de perfeccionarse en todos los aspectos de su existencia humana y
espiritual para poder alcanzar aquella conformación con Cristo, que es el
principio unificador de todas las cosas.



Las rápidas y difundidas
transformaciones y un tejido social frecuentemente secularizado son otros
factores, típicos del mundo contemporáneo, que hacen absolutamente ineludible el
deber del presbítero de estar adecuadamente preparado, para no diluir la propia
identidad y para responder a las necesidades de la nueva evangelización. A este
grave deber corresponde un preciso derecho de parte de los fieles, sobre los
cuales recaen positivamente los efectos de la buena formación y de la santidad
de los sacerdotes[396].



88. La vida espiritual del
sacerdote y su ministerio pastoral van unidos a aquel continuo trabajo sobre sí
mismos —correspondencia a la obra de santificación del Espíritu Santo—, que
permite profundizar y recoger en armónica síntesis tanto la formación
espiritual, como la humana, intelectual y pastoral. Este trabajo, que se debe
iniciar desde el tiempo del seminario, debe ser favorecido por los Obispos a
todos los niveles: nacional, regional y, principalmente, diocesano.



Es motivo de alegría
constatar que son ya muchas las Diócesis y las Conferencias episcopales
actualmente empeñadas en prometedoras iniciativas para dar una verdadera
formación permanente a los propios sacerdotes. Es de desear que todas las
Diócesis puedan dar respuesta a esta necesidad. De todos modos, donde esto no
fuera momentáneamente posible, es aconsejable que se pongan de acuerdo entre sí,
o tomen contacto con instituciones o personas especialmente preparadas para
desempeñar una tarea tan delicada[397].



Instrumento de santificación




89. La formación permanente
es un medio necesario para que el presbítero alcance el fin de su vocación, que
es el servicio de Dios y de su Pueblo.



Esta formación consiste, en
la práctica, en ayudar a todos los sacerdotes a dar una respuesta generosa en el
empeño requerido por la dignidad y responsabilidad, que Dios les ha confiado por
medio del sacramento del Orden; en cuidar, defender y desarrollar su específica
identidad y vocación; en santificarse a sí mismos y a los demás mediante el
ejercicio del sagrado ministerio.



Esto significa que el
presbítero debe evitar toda forma de dualismo entre espiritualidad y ministerio,
origen profundo de ciertas crisis.



Está claro que para alcanzar
estos fines de orden sobrenatural, es preciso descubrir y analizar los criterios
generales sobre los que se debe estructurar la formación permanente de los
presbíteros.



Tales criterios o principios
generales de organización deben brotar de la finalidad que la formación se
propone o, mejor dicho, se deben buscar en ella.


La debe impartir la Iglesia



90. La formación permanente
es un derecho y un deber del presbítero e impartirla es un derecho y un deber de
la Iglesia. Por tanto, así lo establece la ley universal[398].
En efecto, como la vocación al ministerio sagrado se recibe en la Iglesia,
solamente a Ella le compete impartir la específica formación, según la
responsabilidad propia de tal ministerio. La
formación permanente, por tanto, al ser una actividad unida al ejercicio del
sacerdocio ministerial, pertenece a la responsabilidad del Papa y de los
Obispos. La Iglesia tiene, por tanto, el deber y el derecho de continuar
formando a sus ministros, ayudándolos a progresar en la respuesta generosa al
don que Dios les ha concedido.



A su vez, el ministro ha
recibido también, como exigencia del don que recibió en la ordenación, el
derecho a tener la ayuda necesaria por parte de la Iglesia para realizar eficaz
y santamente su servicio.



Debe ser permanente




91. La actividad de
formación se basa en una exigencia dinámica, intrínseca al carisma ministerial,
que es en sí mismo permanente e irreversible. Por tanto, ni la Iglesia que la
imparte, ni el ministro que la recibe pueden considerarla nunca terminada. Es
necesario, pues, que se plantee y desarrolle de modo que todos los presbíteros
puedan recibirla siempre, teniendo en cuenta las posibilidades y
características, que se relacionan con el cambio de la edad, de la condición de
vida y de las tareas confiadas[399].



Debe ser completa




92. Dicha formación debe
comprender y armonizar todas las dimensiones de la vida sacerdotal; es decir,
debe tender a ayudar a cada presbítero: a desarrollar una personalidad humana
madurada en el espíritu de servicio a los demás, cualquiera que sea el encargo
recibido; a estar intelectualmente preparado en las ciencias teológicas en
armonía con el Magisterio de la Iglesia[400] y también en las humanas en cuanto relacionadas con el propio ministerio, de
manera que desempeñe con mayor eficacia su función de testigo de la fe; a poseer
una vida espiritual sólida, nutrida por la
intimidad con Jesucristo y del amor por la Iglesia; a ejercer su ministerio
pastoral con empeño y dedicación.



En definitiva, tal formación
debe ser completa: humana, espiritual, intelectual, pastoral, sistemática y
personalizada.


Formación humana



93. La formación humana es
especialmente importante, puesto que «sin una adecuada formación humana, toda la
formación sacerdotal estaría privada de su fundamento necesario»[401];
objetivamente constituye la plataforma y el fundamento sobre los cuales es
posible edificar el edificio de la formación intelectual, espiritual y pastoral.
El presbítero no debe olvidar que «elegido de entre los hombres [...] sigue
siendo uno de ellos y está llamado a servirles entregándoles la vida de Dios»[402].
Por eso, como hermano entre sus hermanos, para santificarse y para lograr
realizar su misión sacerdotal, deberá presentarse con un bagaje de virtudes
humanas que lo hagan digno de estima de los demás. Es preciso recordar que «para
el sacerdote, que deberá acompañar a otros en el camino de la vida y hasta el
momento de la muerte, es importante que haya conseguido un equilibrio justo
entre corazón y mente, razón y sentimiento, cuerpo y alma, y que sea humanamente
“íntegro”»[403].



En particular, con la mirada
fija en Cristo, el sacerdote deberá practicar la bondad de corazón, la
paciencia, la amabilidad, la fortaleza de ánimo, el amor por la justicia, el
equilibrio, la fidelidad a la palabra dada, la coherencia con las obligaciones
libremente asumidas, etc.[404].
La formación permanente en este campo favorece el crecimiento en las virtudes
humanas, y ayuda a los presbíteros a vivir en cada momento «la unidad de vida en
la realización de su ministerio»[405],
como la cordialidad del trato, las reglas ordinarias de buen comportamiento o la
capacidad de estar en cada contexto.



Existe un nexo entre vida
humana y vida espiritual, que depende de la unidad del alma y del cuerpo propia
de la naturaleza humana, razón por la cual, si permanecen graves carencias
humanas, la “estructura” de la personalidad nunca está a salvo de “caídas”
improvisas.



Asimismo, es importante que
el sacerdote reflexione sobre su comportamiento social, sobre la corrección y la
buena educación —que nacen también de la caridad y de la humildad— en las varias
formas de relaciones humanas, sobre los valores de la amistad, sobre el señorío
del trato, etc.



Por último, en la situación
cultural actual, esta formación se debe planificar también para contribuir
—recurriendo, si fuese necesario, a la ayuda de las ciencias psicológicas[406]
a la maduración humana: esta, aunque resulte difícil precisar sus contenidos,
implica sin duda equilibrio y armonía en la integración de tendencias y valores,
la estabilidad psicológica y afectiva, prudencia, objetividad en los juicios,
fortaleza en el dominio del propio carácter, sociabilidad, etc. De este modo, se
ayuda a los presbíteros, en particular a los jóvenes, a crecer en la maduración
humana y afectiva. En este último aspecto, se enseñará también a vivir con
delicadeza la castidad, junto con la modestia y el pudor, en particular en el
uso prudente de la televisión y de Internet.



En efecto, reviste especial
importancia la formación en el uso de Internet y, en general, de las nuevas
tecnologías de comunicación. Se necesita sobriedad y templanza para evitar
obstáculos a la vida de intimidad con Dios. El mundo Web presenta numerosas
potencialidades con vistas a la evangelización, que sin embargo, mal utilizadas,
pueden conllevar graves daños a las almas; a
veces, con el pretexto de aprovechar mejor el tiempo o de la necesidad de
mantenerse informados, se puede fomentar una curiosidad desordenada que dificulta el siempre necesario
recogimiento del cual deriva la eficacia del compromiso.



En este sentido, aunque el
uso de Internet constituye una oportunidad útil para llevar el anuncio
evangélico a numerosas personas, el sacerdote deberá valorar con prudencia y
ponderación su uso, de modo que no le quite tiempo a su ministerio pastoral en
aspectos como la predicación de la Palabra de Dios, la celebración de los
sacramentos, la dirección espiritual etc., en los cuales es realmente
insustituible. En cualquier caso, su participación en estos nuevos ámbitos
deberá reflejar siempre especial caridad, sentido sobrenatural, sobriedad y
temperancia, a fin de que todos se sientan atraídos, no tanto por la figura del
sacerdote, sino más bien por la Persona de Jesucristo nuestro Señor.



Formación espiritual




94. Teniendo presente cuanto
ya ha sido ampliamente expuesto acerca de la vida espiritual, sólo se
presentarán algunos medios prácticos de formación.



Sería necesario, en primer
lugar, profundizar en los aspectos principales de la existencia sacerdotal
haciendo referencia, en particular, a la enseñanza bíblica, patrística,
teológica y hagiográfica, en la cual el presbítero debe estar continuamente al
día, no sólo mediante la lectura de buenos libros, sino también participando en
cursos de estudio, congresos, etc.[407].




Algunas sesiones
particulares se podrían dedicar al cuidado de la celebración de los sacramentos,
así como también al estudio de cuestiones de espiritualidad, tales como las
virtudes cristianas y humanas, el modo de rezar, la relación entre la vida
espiritual y el ministerio litúrgico, etc.



Más concretamente, es
deseable que cada presbítero, quizás con ocasión de los periódicos ejercicios
espirituales, elabore un proyecto concreto de vida personal —concordado con el
propio director espiritual— para el cual se señalan algunos puntos: 1)
meditación diaria sobre la Palabra o sobre un misterio de la fe; 2) encuentro
diario y personal con Jesús en la Eucaristía, además de la devota celebración de
la Santa Misa y la confesión frecuente; 3) devoción mariana (rosario,
consagración o acto de abandono, coloquio íntimo); 4) momento de formación
doctrinal y hagiográfica; 5) descanso debido; 6) renovado empeño sobre la puesta
en práctica de las indicaciones del propio Obispo y de la propia convicción en
el modo de adherirse al Magisterio y a la disciplina eclesiástica; 7) cuidado de
la comunión y de la amistad y fraternidad sacerdotales. Asimismo, es preciso
profundizar otros aspectos, como la administración del propio tiempo y los
propios bienes, el trabajo y la importancia de trabajar junto con los demás.




Formación intelectual




95. Teniendo en cuenta la
gran influencia que las corrientes humanístico-filosóficas tienen en la cultura
moderna, así como el hecho de que algunos presbíteros no siempre han recibido la
adecuada preparación en tales disciplinas, quizás entre otras cosas porque
provengan de orientaciones escolásticas diversas, se hace necesario que en los
encuentros estén presentes los temas más relevantes de carácter humanístico y
filosófico o que, en cualquier caso, «tengan una relación con las ciencias
sagradas, particularmente en cuanto pueden ser útiles en el ejercicio del
ministerio pastoral»[408].



Estas temáticas constituyen
también una valiosa ayuda para tratar correctamente los principales argumentos
de Sagrada Escritura, de teología fundamental, dogmática y moral, de liturgia,
de derecho canónico, de ecumenismo, etc., teniendo presente que la enseñanza de
estas materias no debe ser excesivamente problemática, ni solamente teórica o
informativa, sino que debe llevar a la auténtica formación, es decir, a la
oración, a la comunión y a la acción pastoral. Además, dedicar un tiempo
—posiblemente cotidiano— al estudio de manuales o ensayos de filosofía, teología
y derecho canónico será una gran ayuda para profundizar el sentire cum
Ecclesia
; en esta tarea, el
Catecismo de la Iglesia Católica
y su
Compendio
constituyen un precioso instrumento básico.


En los
encuentros sacerdotales, se trata de profundizar los documentos del Magisterio
comunitariamente, bajo una guía autorizada, de modo que se facilite en la
pastoral diocesana la unidad de interpretación y de praxis que tanto beneficia a
la obra de la evangelización.



Debe darse particular
importancia, en la formación intelectual, al tratamiento de temas, que hoy
tienen mayor relevancia en el debate cultural y en la praxis pastoral, como, por
ejemplo, los relativos a la ética social, a la bioética, etc.



Los problemas que plantea el
progreso científico, particularmente influyentes sobre la mentalidad y la vida
de los hombres contemporáneos deben recibir un tratamiento especial. Los
presbíteros no deberán eximirse de mantenerse adecuadamente actualizados y
preparados para dar razón de su esperanza (cfr. 1 Pe 3, 15) frente a las
preguntas que planteen los fieles —muchos de ellos de cultura elevada—,
manteniéndose al corriente del avance de las ciencias, y consultando expertos
preparados y de doctrina segura. De hecho, al presentar la Palabra de Dios, el
presbítero debe tener en cuenta el crecimiento progresivo de la formación
intelectual de las personas y, por tanto, saber adecuarse a su nivel y también a
los varios grupos o lugares de proveniencia.



Es del mayor interés
estudiar, profundizar y difundir la doctrina social de la Iglesia. Siguiendo el
impulso de la enseñanza magisterial, es necesario que el interés de todos los
sacerdotes —y, a través de ellos, de todos los fieles— en favor de los
necesitados no quede en un piadoso deseo, sino que se concrete en un empeño de
la propia vida. «Hoy más que nunca la Iglesia es consciente de que su mensaje
social encontrará credibilidad por el testimonio de las obras, antes que
por su coherencia y lógica interna»[409].



Una exigencia imprescindible
para la formación intelectual de los sacerdotes es el conocimiento y la
utilización prudente, en su actividad ministerial, de los medios de
comunicación social
. Estos, si se utilizan bien, constituyen un instrumento
de evangelización providencial, puesto que pueden no sólo llegar a una gran
cantidad de fieles y de alejados, sino también influir profundamente en su
mentalidad y su modo de actuar.



Al respecto, sería oportuno
que el Obispo o la misma Conferencia episcopal preparasen programas e
instrumentos técnicos adecuados a este fin. Al mismo tiempo, el sacerdote debe
evitar todo protagonismo, de modo que no sea él quien brille ante los hombres y
mujeres de su tiempo, sino Jesús, nuestro Señor.



Formación pastoral




96. Para una adecuada
formación pastoral es necesario realizar encuentros, que tengan como objetivo
principal la reflexión sobre el plan pastoral de la Diócesis. En ellos, no
debería faltar tampoco el estudio de todas las cuestiones relacionadas con la
vida y la práctica pastoral de los presbíteros como, por ejemplo, la moral
fundamental, la ética en la vida profesional y social, etc. Resultaría sumamente
interesante la organización de cursos o seminarios sobre la pastoral del
sacramento de la Confesión[410] o sobre cuestiones prácticas de dirección espiritual, tanto en general como en
situaciones específicas. La formación práctica en el campo de la liturgia
reviste asimismo especial importancia. Habría que prestar especial atención a
aprender a celebrar bien la Santa Misa —como ya se ha observado, el ars
celebrandi
es una condición sine qua non de la actuosa
participatio
de los fieles— y a la adoración fuera de la Misa.



Otros temas a tratar,
particularmente útiles, pueden ser los relacionados con la catequesis, la
familia, las vocaciones sacerdotales y
religiosas, el conocimiento de la vida y la espiritualidad de los santos, los
jóvenes, los ancianos, los enfermos, el
ecumenismo, los llamados «alejados», las
cuestiones bioéticas, etc.



Es muy importante para la
pastoral, en las actuales circunstancias, organizar ciclos especiales para
profundizar y asimilar el
Catecismo de la Iglesia Católica
, que —de modo
especial para los sacerdotes— constituye un precioso instrumento de formación
tanto para la predicación como, en general, para la obra de evangelización.




Debe ser orgánica y completa




97. Para que la formación
permanente sea completa, es necesario que esté estructurada «no como algo, que
sucede de vez en cuando, sino como una propuesta sistemática de contenidos, que
se desarrolla en etapas y se reviste de modalidades precisas»[411].
Esto conlleva la necesidad de crear una cierta estructura organizativa, que
establezca oportunamente los instrumentos, los tiempos y los contenidos para su
concreta y adecuada realización. En este sentido, en la vida del sacerdote será
útil volver a temas como: el conocimiento completo de las Escrituras, de los
Padres de la Iglesia y los grandes Concilios; de cada uno de los contenidos de
la fe en su unidad; de cuestiones esenciales de la teología moral y de la
doctrina social de la Iglesia; de teología ecuménica y de la orientación
fundamental acerca de las grandes religiones en relación con los diálogos
ecuménico, interreligioso e intercultural; de la filosofía y del derecho
canónico[412].



Tal organización debe estar
acompañada por el hábito del estudio personal, ya que los cursos periódicos
también resultarían de escasa utilidad si no fueran acompañados de la aplicación
al estudio[413].



Debe ser personalizada




98. Aunque se imparta a
todos, la formación permanente tiene como objetivo directo el servicio a cada
uno de aquellos que la reciben. De este modo, junto con los medios colectivos o
comunes, deben existir todos los demás medios que tienden a personalizar la
formación de cada uno.



Por esta razón se debe
favorecer, sobre todo entre los responsables directos, la conciencia de tener
que llegar a cada sacerdote personalmente, haciéndose cargo de cada uno, no
contentándose con poner a disposición de todos las distintas oportunidades.




A su vez, cada presbítero
debe sentirse animado, con la palabra y el ejemplo de su Obispo y de sus
hermanos en el sacerdocio, a asumir la responsabilidad de la propia formación, a
ser el primer formador de sí mismo[414].



3.2. Organización y medios


Encuentros sacerdotales



99. El itinerario de los
encuentros sacerdotales debe tener la característica de la unidad y del progreso
por etapas.



Esta unidad debe apuntar a
la conformación con Cristo, de modo que la verdad de fe, la vida espiritual y la
actividad ministerial lleven a la progresiva maduración de todo el presbiterio.




El camino formativo unitario
está marcado por etapas bien definidas. Esto exigirá una específica atención a
las diversas edades de los presbíteros, no descuidando ninguna, como también una
verificación de las etapas ya cumplidas, con la advertencia de acordar entre
ellos los caminos formativos comunitarios con los personales, sin los cuales los
primeros no podrían surtir efecto.



Los encuentros de los
sacerdotes deben considerarse necesarios para crecer en la comunión, para una
toma de conciencia cada vez mayor y para un adecuado examen de los problemas
propios de cada edad.



Acerca de los contenidos de
tales reuniones, se pueden tomar los temas eventualmente propuestos por las
Conferencias episcopales nacionales y regionales. En todo caso, es necesario que
sean establecidos en un preciso plan de formación de la Diócesis que, de ser
posible, se actualice cada año[415].



El Obispo podrá
prudentemente confiar su organización y desarrollo a Facultades o Institutos
teológicos y pastorales, al Seminario, a organismos o federaciones empeñadas en
la formación sacerdotal[416],
o a algún otro Centro o Instituto que, según las posibilidades y la oportunidad,
podrá ser diocesano, regional o nacional. En todo caso debe quedar garantizada
la correspondencia a las exigencias de ortodoxia doctrinal, de fidelidad al
Magisterio y a la disciplina eclesiástica, la competencia científica y el
adecuado conocimiento de las reales situaciones pastorales.



Año Pastoral




100. Será responsabilidad
del Obispo, también a través de eventuales cooperaciones prudentemente elegidas,
proveer para que en el año sucesivo a la ordenación presbiteral o a la diaconal,
sea programado un año llamado pastoral. Esto facilitará el paso de la
indispensable vida propia del seminario al ejercicio del sagrado ministerio,
procediendo gradualmente, facilitando una progresiva y armónica maduración
humana y específicamente sacerdotal[417].



Durante el curso de este
año, será conveniente evitar que los nuevos ordenados sean colocados en
situaciones excesivamente gravosas o delicadas, así como también se deberán
evitar destinos en los cuales lleven a cabo su ministerio lejos de sus hermanos.
Es más, sería conveniente, en la medida de las posibilidades, favorecer alguna
oportuna forma de vida en común.



Este período de formación
podría transcurrir en una residencia destinada a propósito para este fin (Casa
del Clero) o en un lugar, que pueda constituir un preciso y sereno punto de
referencia para todos los sacerdotes, que están en las primeras experiencias
pastorales. Esto facilitará el coloquio y el
diálogo con el Obispo y con los hermanos, la oración en común (en particular, la
Liturgia de las Horas, así como el ejercicio de otras fructuosas prácticas de
piedad como la adoración eucarística, el Santo Rosario, etc.), el intercambio de
experiencias, el animarse recíprocamente, el florecer de buenas relaciones de
amistad.



Sería oportuno que el Obispo
enviase a los nuevos sacerdotes con hermanos de vida ejemplar y celo pastoral.
La primera destinación, no obstante las frecuentemente graves urgencias
pastorales, debería responder, sobre todo, a la exigencia de encaminar
correctamente a los jóvenes presbíteros. El sacrificio de un año podrá entonces
ser más fructuoso para el futuro.



No es superfluo subrayar el
hecho de que este año, delicado y precioso, deberá favorecer la plena maduración
del conocimiento entre el presbítero y su Obispo, que, comenzada en el
Seminario, debe convertirse en una auténtica relación de hijo con su padre.




En lo que se refiere a la
parte intelectual, este año no deberá ser tanto un período de aprendizaje de
nuevas materias, sino más bien de profunda asimilación e interiorización de lo
que se ha estudiado en los cursos institucionales. De este modo se favorecerá la
formación de una mentalidad capaz de valorar los particulares a la luz del
designio de Dios[418].



En este contexto, podrán
oportunamente estructurarse lecciones y seminarios de praxis de la confesión, de
liturgia, de catequesis y de predicación, de derecho canónico, de espiritualidad
sacerdotal, laical y religiosa, de doctrina social, de la comunicación y de sus
medios, de conocimiento de las sectas o de las nuevas formas de religión, etc.




En definitiva, la tarea de
síntesis debe constituir el camino por el que transcurre el año pastoral. Cada
elemento debe corresponder al proyecto fundamental de maduración de la vida
espiritual.



El éxito del año pastoral
está siempre condicionado por el empeño personal del mismo interesado, que debe
tender cada día a la santidad, en la continua búsqueda de los medios de
santificación, que lo han ayudado desde el seminario. Además, cuando en algunas
Diócesis existan dificultades prácticas —escasez de sacerdotes, mucho trabajo
pastoral, etc.— para organizar un año con dichas características, el Obispo debe
estudiar como adaptar a la situación concreta las distintas propuestas para el
año pastoral, teniendo en cuenta que en cualquier caso resulta de gran
importancia para la formación y la perseverancia en el ministerio de los jóvenes
sacerdotes.



Tiempo de descanso




101. Existen algunos
factores, que pueden insinuar el desánimo en quien ejerce una actividad
pastoral: el peligro de la rutina; el cansancio físico debido al gran trabajo al
que, hoy especialmente, están sometidos los presbíteros a causa de su
ministerio; el mismo cansancio psicológico causado, a menudo, por la lucha
continua contra la incomprensión, los malentendidos, los prejuicios, el ir
contra fuerzas organizadas y poderosas, que se mueven para acreditar
públicamente la opinión según la cual hoy el sacerdote pertenece a una minoría
culturalmente obsoleta.



A pesar de las urgencias
pastorales, es más, justamente para afrontarlas de modo adecuado, es conveniente
reconocer nuestros límites y «encontrar y tener la humildad, la valentía de
descansar»[419].
Aunque normalmente el descanso ordinario es el medio más eficaz para recobrar
fuerzas y seguir trabajando para el Reino de Dios, puede ser útil que se conceda
a los presbíteros tiempos más o menos largos para estar de modo más sereno e
intenso con el Señor Jesús, recobrando fuerzas y ánimo para continuar el camino
de santificación.



Para responder a esta
particular exigencia, en muchos lugares ya se han experimentado, a menudo con
resultados prometedores, diversas iniciativas. Estas experiencias son válidas y
pueden ser tomadas en consideración, no obstante las dificultades que se
encuentran en algunas zonas donde mayormente se sufre la carencia numérica de
presbíteros.



Para este fin, podrían tener
una función notable los monasterios, los santuarios u otros lugares de
espiritualidad, a ser posible fuera de los grandes centros, dejando al
presbítero libre de responsabilidades pastorales directas durante el período en
el cual se retira.



En algunos casos podrá ser
útil que estos períodos tengan una finalidad de estudio o de profundización en
las ciencias sagradas, sin olvidar, al mismo tiempo, el fin de fortalecimiento
espiritual y apostólico.



En todo caso, que se evite
cuidadosamente el peligro de considerar estos períodos como un tiempo meramente
de vacaciones o de reivindicarlos como un derecho y, el sacerdote sienta más que
nunca en los días de descanso la necesidad de celebrar el Sacrificio
eucarístico, centro y origen de su vida.



Casa del Clero




102. Es deseable, donde sea
posible, erigir una «Casa del Clero» que podría constituir lugar de encuentro
para tener los citados encuentros de formación, y de referencia para otras
muchas circunstancias. Esta casa debería ofrecer todas aquellas estructuras
organizativas que puedan hacerla confortable y atrayente.



Allí donde aún no existiese
ese centro y las necesidades lo sugirieran, es aconsejable crear, a nivel
nacional o regional, estructuras adaptadas para la recuperación física, psíquica
y espiritual de los sacerdotes con especiales necesidades.



Retiros y Ejercicios Espirituales




103. Como demuestra la larga
experiencia espiritual de la Iglesia, los Retiros y los Ejercicios Espirituales
son un instrumento idóneo y eficaz para una adecuada formación permanente del
clero. Hoy día siguen conservando toda su necesidad y actualidad. Contra una
praxis, que tiende a vaciar al hombre de todo lo que sea interioridad, el
sacerdote debe encontrar a Dios y a sí mismo haciendo un descanso espiritual
para sumergirse en la meditación y en la oración.



Por este motivo la
legislación canónica establece que los clérigos: «están llamados a participar de
los retiros espirituales, según las disposiciones del derecho particular»[420].
Los dos modos más usuales, que podrían ser prescriptos por el Obispo en la
propia Diócesis son: el retiro espiritual de un día —de ser posible mensual— y
los cursos anuales de retiro, por ejemplo, de seis días.



Es muy oportuno que el
Obispo programe y organice los retiros periódicos y los Ejercicios Espirituales
anuales, de modo que cada sacerdote tenga la posibilidad de elegirlos entre los
que normalmente se hacen, en la Diócesis o fuera de ella, dados por sacerdotes
ejemplares, por Asociaciones sacerdotales[421] o por Institutos religiosos especialmente experimentados por su mismo carisma en
la formación espiritual, o en monasterios.



Además es aconsejable la
organización de un retiro especial para los sacerdotes ordenados en los últimos
años, en el que tenga parte activa el mismo Obispo[422].



Durante tales encuentros, es importante que se traten temas espirituales, se
ofrezcan largos espacios de silencio y de oración y se cuiden particularmente
las celebraciones litúrgicas, el sacramento de la Penitencia, la adoración
eucarística, la dirección espiritual y los actos de veneración y culto a la
Virgen María.



Para conferir mayor
importancia y eficacia a estos instrumentos de formación, el Obispo podría
nombrar en particular un sacerdote con la tarea de organizar los tiempos y los
modos de su desarrollo.



En todo caso, es necesario
que los retiros y especialmente los Ejercicios Espirituales anuales se vivan
como tiempos de oración y no como cursos de actualización teológico-pastoral.


Necesidad de la programación



104. Aun reconociendo las
dificultades habituales que una auténtica formación permanente suele encontrar,
a causa sobre todo de las numerosas y gravosas obligaciones a las que están
sometidos los sacerdotes, todas las dificultades son superables cuando se pone
empeño para afrontarlas con responsabilidad.



Para mantenerse a la altura
de las circunstancias y afrontar las exigencias del urgente trabajo de
evangelización, se hace necesaria —entre otros instrumentos— una acción de
gobierno pastoral valiente dirigida a hacerse cargo de los sacerdotes. Es
indispensable que los Obispos exijan, con la fuerza del amor, que sus sacerdotes
sigan generosamente las legítimas disposiciones emanadas en esta materia.




La existencia de un “plan de
formación permanente” conlleva, no sólo que sea concebido o programado, sino
también realizado. Por esto, es necesaria una clara estructuración del trabajo,
con objetivos, contenidos e instrumentos para realizarlo. «Esta
responsabilidad lleva al obispo, en comunión con el presbiterio, a hacer un
proyecto y establecer un programa capaces de estructurar la formación permanente
no como un mero episodio, sino como una propuesta sistemática de contenidos, que
se desarrolla por etapas y tiene modalidades precisas»[423].


3.3. Responsables


El presbítero



105. El primer y principal
responsable de la propia formación permanente es el mismo presbítero. En
realidad, a cada sacerdote incumbe el deber de ser fiel al don de Dios y al
dinamismo de conversión cotidiana, que viene del mismo don[424].



Este deber deriva del hecho
de que ninguno puede sustituir al propio presbítero en el vigilar sobre sí mismo
(cfr. 1 Tim 4, 16). Él, en efecto, por participar del único sacerdocio de
Cristo, está llamado a revelar y a actuar, según una vocación suya, única e
irrepetible, algún aspecto de la extraordinaria riqueza de gracia, que ha
recibido.



Por otra parte, las
condiciones y situaciones de vida de cada sacerdote son tales que, también desde
un punto de vista meramente humano, exigen que tome parte personalmente en su
propia formación, de manera que ponga en ejercicio las propias capacidades y
posibilidades.



Por tanto, participará
activamente en los encuentros de formación, dando su propia contribución en base
a sus competencias y posibilidades concretas, y se ocupará de proveerse y de
leer libros y revistas, que sean de segura doctrina y de experimentada utilidad
para su vida espiritual y para un fructuoso desempeño de su ministerio.



Entre las lecturas, el
primer puesto lo debe ocupar la Sagrada Escritura; después por los escritos de
los Padres, de los Doctores de la Iglesia, de los Maestros de espiritualidad
antiguos y modernos, y los Documentos del Magisterio eclesiástico, los cuales
constituyen la fuente más autorizada y actualizada de la formación permanente;
asimismo, los escritos y las biografías de los santos serán de gran utilidad.
Los presbíteros, por tanto, los estudiarán y profundizarán de modo directo y
personal para poderlos presentar adecuadamente a los fieles laicos.


Ayuda a sus hermanos



106. En todos los aspectos
de la existencia sacerdotal emergerán los «particulares vínculos de caridad
apostólica, de ministerio y de fraternidad»[425],
en los cuales se funda la ayuda recíproca, que se prestarán los presbíteros[426].
Es de desear que crezca y se desarrolle la cooperación de todos los presbíteros
en el cuidado de su vida espiritual y humana, así como del servicio ministerial.
La ayuda que en este campo se debe prestar a los sacerdotes puede encontrar un
sólido apoyo en diversas Asociaciones sacerdotales. Se trata de Asociaciones que
«teniendo estatutos aprobados por la autoridad competente, estimulan a la
santidad en el ejercicio del ministerio y favorecen la unidad de los clérigos
entre sí y con el propio Obispo»[427].




Desde este punto de vista,
hay que respetar con gran cuidado el derecho de cada sacerdote diocesano a
practicar la propia vida espiritual del modo que considere más oportuno, siempre
de acuerdo —como es obvio— con las características de la propia vocación, así
como con los vínculos que de ella derivan.



La Iglesia[428] tiene en gran consideración el trabajo que estas Asociaciones, así como los
Movimientos y las nuevas comunidades aprobados, cumplen en favor de los
sacerdotes; lo reconoce como un signo de la vitalidad con que el Espíritu Santo
la renueva continuamente.



El Obispo




107. El Obispo, por amplia y
necesitada de solicitud pastoral que sea la porción del Pueblo de Dios que le ha
sido encomendada, debe prestar una atención del todo particular en lo que se
refiere a la formación permanente de sus presbíteros[429].



Existe, en efecto, una
relación especial entre estos y el Obispo, debido al «hecho que los presbíteros
reciben a través de él su sacerdocio y comparten con él la solicitud pastoral
por el Pueblo de Dios»[430].
Eso determina también que el Obispo tenga responsabilidades específicas en el
campo de la formación sacerdotal. De hecho, el Obispo debe tener una actitud de
Padre respecto a sus sacerdotes, comenzando por los seminaristas, evitando una
lejanía o un estilo personal propio de un simple “empleador”. En virtud de su
función, siempre debe mostrarse cercano a sus presbíteros, fácilmente accesible:
su primera preocupación deben ser sus sacerdotes, es decir, los colaboradores en
su ministerio episcopal.



Tales responsabilidades se
expresan tanto en relación con cada uno de los presbíteros —para quienes la
formación debe ser lo más personalizada posible—, como en relación con el
conjunto de todos los que forman el presbiterio diocesano. En este sentido, el
Obispo cultivará con empeño la comunicación y la comunión entre los presbíteros,
teniendo cuidado, en particular, de custodiar y promover la verdadera índole de
la formación permanente, educar sus conciencias acerca de su importancia y
necesidad y, finalmente, programarla y organizarla, estableciendo un plan de
formación con las estructuras necesarias y las personas adecuadas para llevarlo
a cabo[431].



Al ocuparse de la formación
de sus sacerdotes, es necesario que el Obispo se comprometa con su propia y
personal formación permanente. La experiencia enseña que, en la medida en que el
Obispo está más convencido y empeñado en la propia formación, tanto más sabrá
estimular y sostener la de su presbiterio.



En esta delicada tarea,
aunque el Obispo desempeñe un papel insustituible e indelegable, sabrá pedir la
colaboración del Consejo presbiteral que, por su naturaleza y finalidades, es el
organismo idóneo para ayudarlo especialmente en lo que se refiere, por ejemplo,
a la elaboración del plan de formación.



Todo Obispo, pues, se
sentirá sostenido y ayudado en su tarea por sus hermanos en el Episcopado,
reunidos en Conferencia[432].



La formación de los formadores




108. Ninguna formación es
posible si no hay, además del sujeto que se debe formar, también el sujeto que
forma, el formador. La bondad y la eficacia de un plan de formación dependen en
parte de las estructuras pero, principalmente, de la persona de los formadores.




Es evidente que la
responsabilidad del Obispo hacia esos formadores es particularmente
imprescindible. En primer lugar, tiene la delicada tarea de formar a los
formadores para que tengan «la “ciencia del amor”, que sólo se aprende de
“corazón a corazón” con Cristo»[433].
Así, bajo la guía del Obispo, estos presbíteros aprenden a no tener otro deseo
que el de servir a sus hermanos con este trabajo de formación.



Es necesario, por tanto, que
el mismo Obispo nombre un “grupo de formadores” y que las personas sean elegidas
entre aquellos sacerdotes altamente cualificados y estimados por su preparación
y madurez humana, espiritual, cultural y pastoral. Los formadores, en efecto,
deben ser ante todo hombres de oración, docentes con marcado sentido
sobrenatural, de profunda vida espiritual, de conducta ejemplar, con adecuada
experiencia en el ministerio sacerdotal, capaces de conjugar —como los Padres de
la Iglesia y los santos maestros de todos los tiempos— las exigencias
espirituales con aquellas más propiamente humanas del sacerdote. Pueden ser
elegidos también entre los miembros de los Seminarios, de los Centros o
Instituciones académicas aprobadas por la Autoridad eclesiástica, y también
entre aquellos Institutos religiosos cuyo carisma se refiere justamente a la
vida y la espiritualidad sacerdotal. En todo caso deben ser garantizadas la
ortodoxia de la doctrina y la fidelidad a la disciplina eclesiástica. Los
formadores, además, deben ser colaboradores de confianza del Obispo, que es
siempre el responsable último de la formación de los presbíteros, sus más
preciados colaboradores.



Es oportuno que se cree
también un grupo de programación y de realización, distinto del de los
formadores, con el fin de ayudar al Obispo a fijar los contenidos, que deben
desarrollarse cada año en cada uno de los ámbitos de la formación permanente;
preparar los elementos necesarios; predisponer los cursos, las sesiones, los
encuentros y los retiros; organizar oportunamente los calendarios, de modo que
se prevean las ausencias y las sustituciones de los presbíteros, etc. Para una
buena programación se puede también realizar la consulta de algún especialista
en temas particulares.



Mientras que un solo grupo
de formadores es suficiente, es posible que existan —si las necesidades lo
requieren— varios grupos de programación y de realización.



Colaboración entre las Iglesias




109. En lo referente sobre
todo a los medios colectivos, la programación de los diferentes medios de
formación permanente y de sus contenidos concretos puede ser establecida —sin
perjuicio de la responsabilidad del Obispo respecto a su circunscripción— de
común acuerdo entre varias Iglesias particulares, tanto a nivel nacional y
regional —a través de las respectivas Conferencias de los Obispos— como,
principalmente, entre Diócesis limítrofes o más cercanas. Así, por ejemplo, se
podrían utilizar —si se consideran adecuadas— las estructuras interdiocesanas,
como las Facultades y los Institutos teológicos y pastorales, y también los
organismos o las federaciones empeñados en la formación presbiteral. Tal unión
de fuerzas, además de realizar una auténtica comunión entre las Iglesias
particulares, podría ofrecer a todos posibilidades más cualificadas y
estimulantes para la formación permanente[434].



Colaboración de centros académicos y de espiritualidad




110. Los Institutos de
estudio, de investigación y los Centros de espiritualidad, así como los
Monasterios de observancia ejemplar y los Santuarios constituyen otros puntos de
referencia para la actualización teológica y pastoral, además de ser lugares
donde cultivar el silencio, la oración, la práctica de la confesión y de la
dirección espiritual, el saludable reposo incluso físico, los momentos de
fraternidad sacerdotal. De este modo, también las familias religiosas podrían
colaborar en la formación permanente y contribuir a la renovación del clero
exigida por la nueva evangelización del Tercer Milenio.


3.4. Necesidad en orden a la edad y a situaciones especiales


Primeros años de sacerdocio



111. Durante los primeros
años posteriores a la ordenación
, se debería facilitar a los sacerdotes la
posibilidad de encontrar las condiciones de vida y ministerio, que les permitan
traducir en obras los ideales forjados durante el período de formación en el
seminario[435].
Estos primeros años, que constituyen una necesaria verificación de la formación
inicial después del delicado primer impacto con la realidad, son los más
decisivos para el futuro. Estos años requieren, pues, una armónica maduración
para hacer frente —con fe y con fortaleza— a los momentos de dificultad. Con
este fin, los jóvenes sacerdotes deberán tener la posibilidad de una relación
personal con el propio Obispo y con un sabio padre espiritual; les serán
facilitados tiempos de descanso, de meditación, de retiro mensual. Asimismo, es
útil subrayar la necesidad de que se inserte, especialmente a los jóvenes
presbíteros, en un auténtico camino de fe en el presbiterio o en la comunidad
parroquial acompañados por el Obispo y los hermanos sacerdotes delegados para
ello.



Teniendo presente cuanto ya
se ha dicho para el año pastoral, es necesario organizar, en los primeros años
de sacerdocio, encuentros anuales de formación en los que se elaboren y
profundicen adecuados temas teológicos, jurídicos, espirituales y culturales,
sesiones especiales dedicadas a problemas de moral, de pastoral, de liturgia,
etc. Tales encuentros pueden también ser ocasión para renovar el permiso de
confesar, según lo establecido por el Código de Derecho Canónico y por el
Obispo[436].
Sería útil también que a los jóvenes presbíteros se facilitara la posibilidad de
una convivencia familiar entre ellos y con los más maduros, de modo que sea
posible el intercambio de experiencias, el conocimiento recíproco y también la
delicada práctica evangélica de la corrección fraterna.



En numerosos lugares también
ha resultado una buena experiencia organizar a lo largo del año breves
encuentros bajo la guía del Obispo para sacerdotes jóvenes, por ejemplo, para
los que cuentan con menos de diez años de sacerdocio, a fin de acompañarlos más
de cerca en esos primeros años; sin duda, serán también ocasiones para hablar de
la espiritualidad sacerdotal, los desafíos para los ministros, la práctica
pastoral, etc. en un ambiente de convivencia fraterna y sacerdotal.



Conviene, en definitiva, que
el clero joven crezca en un ambiente espiritual de auténtica fraternidad y
delicadeza, que se manifiesta en la atención personal, también en lo que
respecta a la salud física y a los diversos aspectos materiales de la vida.



Tras un cierto número de años




112. Transcurrido un
cierto número de años
de ministerio, los presbíteros adquieren una sólida
experiencia y el gran mérito de darse por completo por el crecimiento del Reino
de Dios en el trabajo cotidiano. Este grupo de sacerdotes constituye un gran
recurso espiritual y pastoral.



Necesitan que les den
ánimos, que los valoren con inteligencia y que les sea posible profundizar en la
formación en todas sus dimensiones, con el fin de examinarse a sí mismos y
examinar sus acciones; reavivar las motivaciones del sagrado ministerio;
reflexionar sobre las metodologías pastorales a la luz de lo que es esencial, en
comunión con el presbiterio y mediante la amistad con el propio Obispo; superar
eventuales sentimientos de cansancio, de frustración, de soledad; redescubrir,
en definitiva, el manantial de la espiritualidad sacerdotal[437].



Por este motivo, es
importante que estos presbíteros se beneficien de especiales y profundas
sesiones de formación en las cuales —además de los contenidos teológicos y
pastorales— se examinen todas las dificultades psicológicas y afectivas, que
pudieran nacer durante ese período. Es aconsejable, por tanto, que en tales
encuentros estén presentes no sólo el Obispo, sino también aquellos expertos que
puedan dar una contribución válida y segura para la solución de los problemas
expuestos.


Edad avanzada



113. Los presbíteros
ancianos o de edad avanzada, a los cuales se debe otorgar delicadamente todo
signo de consideración, también entran en el circuito vital de la formación
permanente, considerada quizás no tanto como un estudio profundo o debate
cultural, sino como «confirmación serena y segura de la función, que todavía
están llamados a desempeñar en el Presbiterio»[438].



Además de la formación
organizada para los sacerdotes de edad madura, estos podrán convenientemente
disfrutar de momentos, ambientes y encuentros especialmente dirigidos a
profundizar en el sentido contemplativo de la vida sacerdotal; para redescubrir
y gustar de la riqueza doctrinal de cuanto ha sido ya estudiado; para sentirse
útiles —que lo son—, pudiendo ser valorados en formas adecuadas de verdadero y
propio ministerio, sobre todo como expertos confesores y directores
espirituales. En particular, podrán compartir con los demás las propias
experiencias, animar, acoger, escuchar y dar serenidad a sus hermanos, estar
disponibles cuando se les pida el servicio de «convertirse ellos mismos en
valiosos maestros y formadores de otros sacerdotes»[439].



Sacerdotes en situaciones especiales




114. Independientemente de
la edad, los presbíteros se pueden encontrar en «una situación de debilidad
física o de cansancio moral»[440].
Ofreciendo sus sufrimientos, contribuyen de modo eminente a la obra de la
redención, dando «un testimonio sellado por la elección de la cruz acogida con
la esperanza y la alegría pascual»[441].



A estos presbíteros, la
formación permanente debe ofrecer estímulos para «continuar de modo sereno y
fuerte su servicio a la Iglesia»[442] y para ser signo elocuente de la primacía del ser sobre el obrar, de los
contenidos sobre las técnicas, de la gracia sobre la eficacia exterior. De este
modo, podrán vivir la experiencia de S. Pablo: «Me alegro de mis sufrimientos
por vosotros: así completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de
Cristo, en favor de su Cuerpo que es la Iglesia» (Col 1, 24).



El Obispo y sus sacerdotes
jamás deberán dejar de realizar visitas periódicas a estos hermanos enfermos,
que podrán ser informados, sobre todo, de los acontecimientos de la Diócesis, de
modo que se sientan miembros vivos del presbiterio y de la Iglesia universal, a
la que edifican con sus sufrimientos.



Los
presbíteros que se aproximan a concluir su jornada terrena, gastada al servicio
de Dios para la salvación de sus hermanos, deberán estar rodeados de un especial
y afectuoso cuidado.



Al continuo consuelo de la
fe, a la pronta administración de los sacramentos, se seguirán los sufragios por
parte de todo el presbiterio.



Soledad del sacerdote




115. El sacerdote puede
experimentar a cualquier edad y en cualquier situación, la sensación de soledad[443].
Hay una soledad que, lejos de ser entendida como aislamiento psicológico, es del
todo normal, es consecuencia de vivir sinceramente el Evangelio y constituye una
preciosa dimensión de la propia vida. En algunos casos, sin embargo, podría
deberse a especiales dificultades, como marginaciones, incomprensiones,
desviaciones, abandonos, imprudencias, limitaciones de carácter propias y de
otros, calumnias, humillaciones, etc. De aquí se podría derivar un agudo sentido
de frustración que sería sumamente perjudicial.



Sin embargo, también estos
momentos de dificultad se pueden convertir, con la ayuda del Señor, en ocasiones
privilegiadas para un crecimiento en el camino de la santidad y del apostolado.
En ellos, en efecto, el sacerdote puede descubrir que «se trata de una soledad
habitada por la presencia del Señor»[444].
Obviamente esto no puede hacer olvidar la grave responsabilidad del Obispo y de
todo el presbiterio por evitar toda soledad producida por descuido de la
comunión sacerdotal. Corresponde a la Diócesis establecer cómo realizar
encuentros entre sacerdotes a fin de que estén juntos, aprendan uno de otro, se
corrijan y se ayuden mutuamente, porque nadie es sacerdote solo y exclusivamente
en esta comunión con el Obispo cada uno puede llevar a cabo su servicio.



No hay que olvidarse tampoco
de aquellos hermanos, que han abandonado el ejercicio del ministerio sagrado,
con el fin de ofrecerles la ayuda necesaria, sobre todo con la oración y la
penitencia. La debida actitud de caridad hacia ellos no debe inducir jamás a
tomar en consideración la posibilidad de confiarles tareas eclesiásticas, que
puedan crear confusión y desconcierto, sobre todo entre los fieles, a raíz de su
situación.


El Señor de la mies, que
llama y envía a los trabajadores que deben trabajar en su campo (cfr. Mt
9, 38), ha prometido con fidelidad eterna: «os daré pastores según mi corazón» (Jer
3, 15). La esperanza de recibir abundantes y santas vocaciones sacerdotales,
como ya sucede en numerosos países, así como la certeza de que el Señor no
permitirá que a Su Iglesia le falte la luz necesaria para afrontar la
apasionante aventura de arrojar las redes al lago, están basadas sobre la
fidelidad divina, siempre viva y operante en la Iglesia[445].



Al don de Dios, la Iglesia
responde con acciones de gracias, fidelidad, docilidad al Espíritu, y con una
oración humilde e insistente.



Para realizar su misión
apostólica, todo sacerdote llevará esculpidas en el corazón las palabras del
Señor: «Padre, yo te he glorificado sobre la tierra, he llevado a cabo la obra
que me encomendaste: dar la vida eterna a los hombres» (Cfr. Jn 17, 2-4).
Para esto, hará de su propia vida don de sí mismo —raíz y síntesis de la
caridad pastoral— a la Iglesia, a imagen del don de Cristo[446].
De este modo, empleará con alegría y paz todas sus fuerzas ayudando a sus
hermanos, viviendo como signo de caridad sobrenatural, en la obediencia, en la
castidad del celibato, en la sencillez de vida y en el respeto a la disciplina y
la comunión de la Iglesia.



En su obra evangelizadora,
el presbítero trasciende el orden natural para adherir «a las cosas de Dios»
(Cfr. Heb 5, 1). El sacerdote, pues, está llamado a elevar al hombre
engendrándolo a la vida divina y haciéndolo crecer en la relación con Dios hasta
llegar a la plenitud de Cristo. Por esta razón, un sacerdote auténtico, movido
por su fidelidad a Cristo y a la Iglesia, constituye una fuerza incomparable de
verdadero progreso para bien del mundo entero.



«La nueva evangelización
requiere nuevos evangelizadores, y estos son los sacerdotes, que se esfuerzan
por vivir su ministerio como camino específico hacia la santidad»[447].
¡Las obras de Dios las hacen los hombres de Dios!



Como Cristo, el sacerdote
debe presentarse al mundo como modelo de vida sobrenatural: «Os he dado ejemplo
para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis» (Jn
13, 15).



El testimonio dado con la
vida es lo que eleva al presbítero; el testimonio es, además, la predicación más
elocuente. La misma disciplina eclesiástica, vivida por auténticas motivaciones
interiores, es una ayuda magnífica para vivir la propia identidad, para fomentar
la caridad y para dar ese auténtico testimonio de vida sin el cual la
preparación cultural o la programación más rigurosa resultarían vanas ilusiones.
De nada sirve hacer, si falta el estar con Cristo.



Aquí está el horizonte de la
identidad, de la vida, del ministerio, de la formación permanente del sacerdote:
un deber de trabajo inmenso, abierto, valiente, iluminado por la fe, sostenido
por la esperanza, radicado en la caridad.



En esta obra tan necesaria
como urgente, nadie está solo. Es necesario que los presbíteros sean ayudados
por una acción de gobierno pastoral de los propios Obispos, que sea ejemplar,
vigorosa, llena de autoridad, realizada siempre en perfecta y transparente
comunión con la Sede Apostólica y apoyada por la colaboración fraterna del
entero presbiterio y de todo el Pueblo de Dios.



A María, Estrella de la
nueva evangelización, se confíe todo sacerdote. En Ella, «modelo del amor de
madre que debe animar a todos los que colaboran en la misión apostólica de la
Iglesia para engendrar a los hombres a una vida nueva»[448],
los sacerdotes encontrarán la ayuda, que les permitirá renovar sus vidas; la
protección constante de María hará brotar de sus vidas sacerdotales una fuerza
evangelizadora cada vez más intensa y renovada, en este tercer milenio de la
Redención.



El Sumo Pontífice,
Benedicto XVI, ha aprobado el presente Directorio y ha ordenado su publicación
el 14 de enero de 2013.




Roma, Palacio de las
Congregaciones, 11 de febrero, memoria de la Santísima Virgen María de Lourdes,
del año 2013.



Mauro Card. Piacenza

Prefecto
+Celso
Morga Iruzubieta


Arzobispo tit. de Alba
marítima

Secretario






Oh María,

Madre de Jesucristo y Madre
de los sacerdotes:

acepta este título con el
que hoy te honramos

para exaltar tu maternidad

y contemplar contigo

el Sacerdocio de tu Hijo
unigénito y de tus hijos,

oh Santa Madre de Dios.




Madre de Cristo,

que al Mesías Sacerdote
diste un cuerpo de carne

por la unción del Espíritu
Santo

para salvar a los pobres y
contritos de corazón,

custodia en tu seno y en la
Iglesia a los sacerdotes,

oh Madre del Salvador.




Madre de la fe,

que acompañaste al templo al
Hijo del hombre,

en cumplimiento de las
promesas hechas a nuestros Padres:

presenta a Dios Padre, para
su gloria,

a los sacerdotes de tu Hijo,

oh Arca de la Alianza.




Madre de la Iglesia,

que con los discípulos en el
Cenáculo

implorabas el Espíritu

para el nuevo Pueblo y sus
Pastores:

alcanza para el orden de los
presbíteros

la plenitud de los dones,

oh Reina de los Apóstoles.




Madre de Jesucristo,

que estuviste con Él al
comienzo de su vida

y de su misión,

lo buscaste como Maestro
entre la muchedumbre,

lo acompañaste en la cruz,

exhausto por el sacrificio
único y eterno,

y tuviste a tu lado a Juan,
como hijo tuyo:

acoge desde el principio

a los llamados al
sacerdocio,

protégelos en su formación,

y acompaña a tus hijos

en su vida y en su
ministerio,

oh Madre de los Sacerdotes.




Amén.
[449]








[1]
Cfr.
Conc. Ecum. Vat. II,
Constitución dogmática acerca de la Iglesia
Lumen gentium
:
AAS
57 (1965), 28; Decreto sobre la formación sacerdotal
Optatam
totius
: AAS 58 (1966), 22; Decreto acerca del oficio pastoral de
los Obispos
Christus Dominus
: AAS 58 (1966), 16; Decreto sobre
el ministerio y la vida de los presbíteros
Presbyterorum Ordinis
:
AAS
58 (1966), 991-1024; Pablo VI, Carta enc.
Sacerdotalis caelibatus

(24 de junio de 1967): AAS 59 (1967), 657-697;
S. Congregación para el Clero,
Carta circular Inter ea (4 de noviembre de 1969): AAS 62
(1970), 123-134; Sínodo de los
Obispos, Documento acerca del sacerdocio ministerial Ultimis
temporibus
(30 de noviembre de 1971): AAS 63 (1971), 898-922;
Codex Iuris Canonici
(25 de enero de 1983), can. 273-289; 232-264;
1008-1054; S. Congregación para la
Educación católica, Ratio Fundamentalis Institutionis Sacerdotalis
(19 de marzo de 1985), 101; Juan
Pablo II,
Cartas
a los Sacerdotes con ocasión del Jueves
Santo; Catequesis sobre los presbíteros, en las
Audiencias
generales
del 31 de marzo al 22 de septiembre de 1993.


[2]
Juan Pablo II, Exhort. ap. post-sinodal
Pastores dabo vobis
(25 de marzo de 1992):
AAS 84 (1992), 657-804.


[3]
Congregación para el Clero, Directorio Dives
Ecclesiae
para el Ministerio y la Vida de los Presbíteros (31 de marzo
de 1994): opúsculo bilingüe latín-italiano, LEV, Ciudad del Vaticano 1994.


[4]
Juan Pablo II, Exhort. ap. post-sinodal
Pastores dabo vobis
, 18.


[5]
Cfr. Por
ejemplo: Juan Pablo II, Carta
ap. en forma de motu proprio
Misericordia Dei
(7 de abril de 2002):
AAS 94 (2002), 452-459; Carta enc.
Ecclesia de Eucharistia
(17
de abril de 2003): AAS 95 (2003), 433-475; Exhort. ap. post-sinodal

Pastores gregis
(16 de octubre de 2003):
AAS

96 (2004), 825-924;
Cartas a los sacerdotes (1995-2002; 2004-2005);
Benedicto XVI, Exhort. ap.
post-sinodal
Sacramentum caritatis
(22 de febrero de 2007): AAS
99 (2007), 105-180;
Mensaje a los participantes en la XX edición del
curso sobre el fuero interno, organizado por la Penitenciaría Apostólica

(12 de marzo de 2009): “L’Osservatore Romano”, edición en lengua española,
n. 12, 20 de marzo de 2009, 9;
Discurso a los participantes en la
plenaria de la Congregación para el Clero
(16 de marzo de 2009):
“L’Osservatore Romano”, edición en lengua española, n. 12, 20 de marzo de
2009, 5 y 9;
Carta para la convocación del Año sacerdotal con ocasión
del 150º aniversario del “Dies natalis” de Juan María Vianney
(16 de
junio de 2009): “L’Osservatore Romano”, edición en lengua española, 19 de
junio de 2009, 7; Discurso a los participantes en un curso organizado por
la Penitenciaría Apostólica
(11 de marzo de 2010): “L’Osservatore
Romano”, edición en lengua española, n. 11, 14 de marzo de 2010, 5;

Discurso a los participantes en el Congreso Teológico organizado por la
Congregación para el Clero
(12 de marzo de 2010): “L’Osservatore
Romano”, edición en lengua española, n. 12, 21 de marzo de 2010, 5, 5;
Vigilia con ocasión de la Conclusión del Año sacerdotal
(10 de junio de
2010): “L’Osservatore Romano”, edición en lengua española, n. 25, 20 de
junio de 2010, 8-10;
Carta a los seminaristas
(18 de octubre de
2010): “L’Osservatore Romano”, edición en lengua española, n. 43, 24 de
octubre de 2010, 3-4.


[6]
Cfr.
Benedicto XVI, Carta
Apostólica en forma de Motu proprio
Ubicumque et semper
, con la cual
se instituye el Consejo Pontificio para la Promoción de la Nueva
Evangelización (21 de septiembre de 2010): AAS 102 (2010), 788-792.


[7]
Benedicto XVI,
Acto de
consagración de los sacerdotes al Corazón Inmaculado de María
(12 de
mayo de 2010): “L’Osservatore Romano”, edición en lengua española, n. 20, 16
de mayo de 2010, 15.


[8]
Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal
Pastores dabo vobis
, 15.


[9]
Conc. Ecum. Vat. II,
Decr.
Presbyterorum Ordinis
, 2.


[10]

Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm.
Lumen gentium
, 1.


[11]
Cfr.
Conc. Ecum. Vat. II, Decr.
Presbyterorum Ordinis
, 2.


[13]
Juan Pablo II, Exhort. ap.
postsinodal
Pastores dabo vobis
, 11.


[14]
Ibid., 15.


[15]
Ibid., 21; Cfr. Conc. Ecum.
Vat. II, Decr.
Presbyterorum Ordinis,
2; 12.


[16]
Cfr. Ibid., 12.


[17]
Ibid., 23.


[18]
Mensaje de los Padres sinodales al Pueblo de Dios (28 de octubre
de 1990), III: “L’Osservatore Romano”, edición en lengua española, n. 44, 2
de noviembre de 1990, 12.


[19]
Ibid., 16.


[20]
Cfr. ibid., 12: l.c., 675-677.


[21]
Cfr. Conc. Ecum. Trident.,
Sessio XXIII, De sacramento Ordinis: DS, 1763-1778;
Juan Pablo II, Exhort. ap.
postsinodal
Pastores dabo vobis
, 11-18; Audiencia general (31
de marzo de 1993): “L’Osservatore Romano”, edición en lengua española, n.
14, 2 de abril de 1993, 3.


[22]
Conc. Ecum. Vat. II, Decr.
Presbyterorum Ordinis,
2.


[23]
Cfr. Conc. Ecum. Vat. II,
Const. dogm.
Lumen gentium
, 18-31; Decr.
Presbyterorum Ordinis,
2; C.I.C., can. 1008.


[24]
Cfr. Conc. Ecum. Vat. II,
Const. dogm.
Lumen gentium
, 10; Decr.
Presbyterorum Ordinis
,
2.


[25]
Cfr. Conc. Ecum. Vat. II.,
Decr.
Apostolicam actuositatem
: AAS 58 (1966), 3; Juan Pablo II,
Exhort. ap. postsinodal
Christifideles laici
(30 de diciembre de
1988), 14: AAS 81 (1989), 409-413.


[26]
Cfr. Juan Pablo II, Exhort.
ap. postsinodal
Pastores dabo vobis
, 13-14; Audiencia general
(31 marzo 1993).


[28]
Ibid.


[30]
Cfr. Conc. Ecum. Vat. II,
Const.

Gaudium et spes
,
22: AAS 58 (1966), 1042.


[31]
Cfr. Congregación para la Doctrina
de la Fe, Declaración
Dominus Iesus
sobre la unicidad y la
universalidad salvífica de Jesucristo y de la Iglesia (6 de agosto de 2000),
13-15: AAS 92 (2000), 754-756.


[32]
Cfr. Juan Pablo II, Exhort.
ap. postsinodal
Pastores dabo vobis
, 18.


[33]
Cfr. ibid., 15.


[34]
Cfr. Conc. Ecum. Vat. II,
Decr.
Presbyterorum Ordinis,
12.


[35]
Cfr. Conc. Ecum. Vat. II,
Const. dogm.
Dei Verbum
: AAS 58 (1966),
10; Decr.
Presbyterorum Ordinis
, 4.


[36]
Cfr. Conc. Ecum. Vat. II,
Decr.
Presbyterorum Ordinis
, 5;
Catecismo de la Iglesia Católica
,
1120.


[37]
Cfr. Benedicto XVI, Exhort.
ap. postsinodal
Sacramentum caritatis
(22 de febrero de 2007), 13;
48: l.c., 114-115; 142.


[38]
Cfr. Conc. Ecum. Vat. II,
Decr.
Presbyterorum Ordinis
, 6.


[39]
Juan Pablo II, Exhort. ap.
postsinodal
Pastores dabo vobis
, 16.


[40]
Cfr.
ibid.


[41]
Institutio Generalis Missalis Romani (2002), 78.


[42]
Juan Pablo II, Exhort. ap.
postsinodal
Pastores dabo vobis
, 3.


[43]
Cfr. Conc. Ecum. Vat. II,
Const. dogm.
Lumen gentium
, 28; Decr.
Presbyterorum Ordinis
,
7; Decr.
Christus Dominus
, 28; Decr.
Ad Gentes, 19;
Juan Pablo II, Exhort. ap.
postsinodal
Pastores dabo vobis
, 17.


[44]
Cfr. Conc. Ecum. Vat. II,
Const. dogm.
Lumen gentium
28; Pontificale romanum, Ordinatio
Episcoporum, Presbyterorum et Diaconorum
, cap. I., n. 51, Ed. typica
altera, 1990, 26.


[45]

Conc. Ecum. Vat. II,
Const. dogm.
Lumen gentium,
28.


[46]
Cfr. Juan Pablo II, Exhort.
ap. postsinodal
Pastores dabo vobis
, 16.


[47]
Cfr. Congregación para la Doctrina
de la Fe, Carta sobre la Iglesia como comunión
Communionis notio

(28 de mayo de 1992), 10: AAS 85 (1993), 844.


[48]
Cfr. Juan Pablo II, Carta
enc.
Redemptoris missio
(7 dicembre 1990), 23: AAS 83 (1991),
269.


[49]
Conc. Ecum. Vat. II, Decr.
Presbyterorum Ordinis
, 10; Cfr.
Juan Pablo II, Exhort. ap.
postsinodal
Pastores dabo vobis
, 32.


[50]
Cfr. Conc. Ecum. Vat. II,
Const. dogm.
Lumen gentium
, 28; Decr.
Presbyterorum Ordinis
,
7.


[51]
Cfr. C.I.C., can. 266 § 1.


[52]
Cfr. Conc. Ecum. Vat. II,
Const. dogm.
Lumen gentium
, 23; 26;
S. Congregación para el Clero,
Notas directrices
Postquam Apostoli
(25 de marzo de 1980), 5; 14; 23:
AAS 72 (1980), 346-347; 353-354; 360-361; Tertuliano, De praescriptione, 20, 5-9: CCL 1, 201-202;
Congregación para la Doctrina de la
Fe, Carta
Communionis notio

sobre algunos aspectos de la
Iglesia entendida como comunión, 10.


[53]
Benedicto XVI, Exhort. ap.
postsinodal
Sacramentum caritatis
, 85.


[54]
Juan Pablo II, Carta enc.
Redemptoris missio
, 67.


[55]

Cfr. Congregación para el Clero,
carta circular La identidad misionera del Presbítero en la Iglesia como
dimensión intrínseca del ejercicio de los tria munera
(29 de junio de
2010), 3.3.5: LEV, Ciudad del Vaticano 2011, 307.


[56]
Cfr. Conc. Ecum. Vat. II,
Const. dogm.
Lumen gentium
, 23; Decr.
Presbyterorum Ordinis
,
10; Juan Pablo II, Exhort. ap.
postsinodal
Pastores dabo vobis
, 32;
S. Congregación para el Clero,
Notas directrices
Postquam Apostoli
(25 de marzo de 1980);
Congregación para la Evangelización
de los pueblos,
Guía pastoral para los sacerdotes diocesanos de
las Iglesias que dependen de la Congregación para la Evangelización de los
Pueblos
(1 de octubre de 1989), 4: EV 11, 1588-1590; C.I.C.,
can. 271.


[57]
Congregación para la Doctrina de
la Fe,
Nota doctrinal acerca de algunos aspectos de la
Evangelización
(3 de diciembre de 2007), 3: AAS 100
(2008), 491.


[58]
Pablo VI, Exhort. ap.
postsinodal

Evangelii nuntiandi
(8 de diciembre de 1975), 80: AAS 68
(1976), 74.


[59]
Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm.
Lumen gentium
, 13.


[61]
Ratzinger Card. Josef,
Conferencia con ocasión del Jubileo de los Catequistas (10 de
diciembre de 2000)


[62]
Congregación para la Doctrina de
la Fe,
Nota doctrinal acerca de algunos aspectos de la
Evangelización
(3 de diciembre de 2007), 12: AAS 100 (2008), 501.


[63]
Cfr. Congregación para el Clero,

Directorio General para la Catequesis
(15 de agosto de 1997), 53:
LEV, Ciudad del Vaticano 1997, 55-56.


[64]
Juan Pablo II, Exhort. ap.
postsinodal
Christifideles laici
(30 de diciembre de 1988), 37.


[65]
Congregación para el Clero,

Directorio General para la Catequesis
(15 de agosto de 1997), 49.


[66]
Ratzinger Card. Josef,
Conferencia con ocasión del Jubileo de los Catequistas (10 de diciembre de
2000).


[67]
Congregación para el Clero,
Carta circular La identidad misionera del Presbítero en la Iglesia como
dimensión intrínseca del ejercicio de los tria munera
(29 de junio de
2010), 3.3.


[68]
Pablo VI, Discurso al
Sacro Colegio Cardenalicio
(22 de junio de 1973): AAS 65, 1973,
383, citado en la Exhort. ap. postsinodal

Evangelii nuntiandi
(8 de diciembre de 1975), 3.


[69]
Juan Pablo II, Carta ap.
Novo millennio ineunte
(6 de enero de 2001), 40: AAS 93 (2001),
294-295.


[70]
Juan Pablo II,
Discurso
en la Asamblea del CELAM
, Puerto Príncipe (9 de marzo de 1983):
AAS 75 (1983), 771-779.


[71]
Juan Pablo II,
Homilía
de la santa Misa en el santuario de la Santa Cruz de Mogila
(9 de junio
de 1979): AAS 71 (1979), 865.


[72]
Ratzinger Card. Josef,
Conferencia con ocasión del Jubileo de los Catequistas
(10 de diciembre
de 2000.


[73]
Benedicto XVI, Carta
apostólica en forma de Motu proprio
Ubicumque et semper
, con la cual
se instituye el Consejo Pontificio para la Promoción de la Nueva
Evangelización (21 de septiembre de 2010).


[74]
Cfr. Benedicto XVI, Exhort.
ap. postsinodal
Africae munus
(19 de noviembre de
2011), LEV, Ciudad del Vaticano 2011, 165.


[75]
Benedicto XVI, Carta
apostólica en forma de motu proprio
Ubicumque et semper
, con la cual
se instituye el Consejo Pontificio para la Promoción de la Nueva
Evangelización (21 de septiembre de 2010).


[76]
Conc. Ecum. Vat. II, Const.
dogm.
Lumen gentium
, 28; Cfr. Congregación para la Doctrina de la Fe,
Nota doctrinal acerca de algunos aspectos de la
Evangelización
(3 de
diciembre de 2007), 12; Pablo VI,
Exhort. ap. postsinodal

Evangelii nuntiandi
(8 de diciembre de 1975), 52.


[77]
Conc. Ecum. Vat. II, Decr.

Presbyterorum Ordinis
, 4.


[78]
Ibid., 2.


[79]
Ibid., 4.


[80]
Juan Pablo II, Carta enc.
Redemptoris missio
(7 de diciembre de 1990), 3: AAS 83 (1991),
251-252.


[81]
Ibid.


[82]
Juan Pablo II,
Discurso
en la Asamblea del CELAM
, Puerto Príncipe (9 de marzo de 1983):
l.c., 771-779.


[83]
Juan Pablo II, Carta ap.
Novo millennio ineunte
, 40.


[84]
Ibid.


[85]
Juan Pablo II, Carta enc.
Redemptoris missio
, 11.


[86]
Benedicto XVI, Carta
apostólica en forma de motu proprio
Ubicumque et semper
, con la cual
se instituye el Consejo Pontificio para la Promoción de la Nueva
Evangelización (21 de septiembre de 2010).


[87]
Congregación para el Clero,
Carta circular La identidad misionera del Presbítero en la Iglesia como
dimensión intrínseca del ejercicio de los tria munera
(29 de junio de
2010), 3.3.1: l.c., 28.


[88]
Juan Pablo II, Carta ap.
Novo millennio ineunte
, 40.


[90]
Congregación para el Clero,
Carta circular La identidad misionera del Presbítero en la Iglesia como
dimensión intrínseca del ejercicio de los tria munera
(29 de junio de
2010), conclusión: l.c., 36.


[91]
Ibid., 11.


[92]
Ibid., 28.


[93]
Juan Pablo II, Exhort. ap.
postsinodal

Pastores gregis
, 37.


[94]
Benedicto XVI, Carta ap. en
forma de Motu proprio
Porta fidei
(11 de octubre de 2011), 9: AAS
103 (2011), 728.


[95]
Cfr. Benedicto XVI, Exhort.
ap. postsinodal
Africae munus
(19 de noviembre de
2011): l.c., 171.


[96]
Pablo VI, Exhort. ap.
postsinodal

Evangelii nuntiandi
, 80.


[97]
Juan Pablo II, Carta enc.
Redemptoris missio
, 2.


[98]
Cfr. Benedicto XVI, Exhort.
ap. postsinodal
Africae munus
,
l.c., 171.


[99]
Juan Pablo II, Carta ap.
Novo millennio ineunte
, 40.


[100]
Conc. Ecum. Vat. II, Const.

Gaudium et spes
, 44.


[101]
Cfr. Juan Pablo II, Carta ap.
Novo millennio ineunte
, 40.


[102]
Juan Pablo II,
Carta a los
Sacerdotes con ocasión del Jueves Santo
(8 de abril de 1979), 8: AAS
71 (1979), 393-417.


[103]
Cfr. Conc. Ecum. Vat. II,
Decr.
Presbyterorum Ordinis
, 16;
Pablo VI, Carta enc.
Sacerdotalis caelibatus

(24 de junio de 1967), 56.


[104]
S. Juan María Vianney, en
B. Nodet, Le curé d’Ars. Sa
pensée - Son cœur
, ed. Xavier Mappus, Foi Vivante, 1966, 98-99 (citado
en Benedicto XVI,
Carta
para la convocación del Año sacerdotal con ocasión del 150º aniversario del
“Dies natalis” de Juan María Vianney
(16 de junio de 2009): l.c.,
7).


[105]
Cfr. S. Agustín, In
Iohannis Evangelium Tractatus
, 123, 5: CCL 36, 678; Conc. Ecum. Vat. II, Decr.
Presbyterorum Ordinis
, 14.


[106]
Benedicto XVI,
Discurso a
los miembros del XI Consejo Ordinario de la Secretería General del Sínodo de
los Obispos
(1 de junio de 2006), “L’Osservatore Romano”, edición en
lengua española, n. 23, 9 de junio de 2006, 18.


[107]
Cfr. Juan Pablo II, Exhort.
ap. postsinodal
Pastores dabo vobis
, 21; C.I.C., can. 274.


[108]
Cfr. C.I.C., can. 275 § 2 y 529 § 1.


[109]
Cfr. ibid., can. 574 § 1.


[110]
Cfr. Conc. Ecum. Trident.,
Sessio XXIII, De sacramento Ordinis, cap. I e IV, cann. 3, 4, 6: DS,
1763-1776; Conc. Ecum. Vat. II,
Const. dogm.
Lumen gentium
, 10;
S. Congregación para la Doctrina de
la Fe, Carta a los Obispos de la Iglesia Católica acerca de algunas
cuestiones concernientes al ministro de la Eucaristía
Sacerdotium
ministeriale
(6 de agosto de 1983), 1: AAS 75 (1983), 1001.


[111]
Cfr.
Conc. Ecum. Vat. II, Const.
dogm.
Lumen gentium
, 9, 32; C.I.C., can. 208.


[112]

Cfr. Conc. Ecum. Vat. II,
Decr.
Presbyterorum Ordinis
, 7.


[113]
Cfr. Ibid.


[114]
Conc. Ecum. Vat. II, Const.
dogm.
Lumen gentium
, 10.


[116]
Cfr. Conc. Ecum. Vat. II,
Decr.
Presbyterorum Ordinis
, 11.


[117]
Cfr. Juan Pablo II,
Discurso
al Episcopado de Suiza (15 de junio de 1984):
“L’Osservatore Romano”, edición en lengua española, n. 28, 8 de julio de
1984, 11.


[118]
Juan Pablo II, Exhort. ap.
postsinodal
Pastores dabo vobis
, 23.


[119]
Juan Pablo II, Exhort. ap.
postsinodal
Pastores dabo vobis
, 12; Cfr.
Conc. Ecum. Vat. II, Const.
dogm.
Lumen gentium
, 1.


[120]
Cfr. Conc. Ecum. Vat. II,
Const. dogm.
Lumen gentium
, 8.


[121]
Cfr. S. Agustín, Sermo
46, 30: CCL 41, 555-557.


[122]
Juan Pablo II, Exhort. ap.
postsinodal
Pastores dabo vobis
, 28.


[123]
Conc. Ecum. Vat. II, Const.
dogm.
Lumen gentium
, 27.


[124]
Cfr. Conc. Ecum. Vat. II,
Const. dogm.
Lumen gentium
, 22; Decr.
Christus Dominus
, 4;
C.I.C.
, can. 336.


[125]
Cfr. Congregación para la Doctrina de
la Fe, Carta acerca de la Iglesia como comunión
Communionis notio
,
14: l.c., 847.


[126]
Cfr.
C.I.C.,
can. 902; S. Congregación
para los Sacramentos y el Culto divino, Decr. part. Promulgato
Codice
(12 de septiembre de 1983), II, I, 153: Notitiae 19
(1983), 542.


[127]
Cfr. Santo Tomás de Aquino,
Summa theol.
, III, q. 82, a. 2 ad 2; Sent. IV, d. 13, q. 1, a 2,
q 2; Conc. Ecum. Vat. II,
Const.
Sacrosanctum Concilium
, 41, 57.


[128]
Cfr. S. Congregación de los Ritos,
Instrucción Eucharisticum Mysterium (25 de mayo de 1967), 47: AAS
59 (1967), 565-566.


[129]
Cfr. C.I.C. can. 273.


[130]
Cfr. Conc. Ecum. Vat. II,
Decr.
Presbyterorum Ordinis
, 15;
Juan Pablo II, Exhort. ap.
postsinodal
Pastores dabo vobis
, 65; 79.


[131]
S. Ignacio de Antioquía,
Ad Ephesios,
XX 1-2: «[...] Si
el Señor me revelara que cada uno por su cuenta y todos juntos [...]
vosotros estáis unidos de corazón en una inquebrantable sumisión al Obispo y
al presbiterio, partiendo el único pan, que es remedio de inmortalidad,
antídoto para no morir, sino para vivir siempre en Jesucristo»: Patres
Apostolici
; ed. F.X.
FUNK, II, 203-205.


[132]
Juan Pablo II, Exhort. ap.
postsinodal
Pastores dabo vobis
, 17: l.c., 683; Cfr.
Conc. Ecum. Vat. II, Const.
dogm.
Lumen gentium
, 28; Decr.
Presbyterorum Ordinis
, 8;
C.I.C.
, can. 275, § 1.


[133]
Cfr. Juan Pablo II, Exhort.
ap. postsinodal
Pastores dabo vobis
, 74;
Congregación para la evangelización
de los pueblos,
Guía pastoral para los sacerdotes diocesanos de
las Iglesias que dependen de la Congregación para la Evangelización de los
Pueblos
, 6.


[134]
Cfr. Conc. Ecum. Vat. II,
Decr.
Presbyterorum Ordinis
, 8; C.I.C., can. 369, 498 y 499.


[135]
Cfr. Conc. Ecum. Vat. II,
Const. dogm.
Lumen gentium
, 6; Benedicto XVI,


Ángelus
(19 de junio de 2005), “L’Osservatore
Romano”, edición en lengua española, n. 25, 24 de junio de 2005, 1;
Juan Pablo II, Exhort. ap.
postsinodal

Ecclesia in Africa
(14 de septiembre de 1995): AAS
88 (1996), 63.


[136]
Cfr. Pontificale Romanum, De Ordinatione Episcopi, Presbyterorum et
Diaconorum,
cap. II, 105; 130, l.c., 54; 66-67;
Conc. Ecum. Vat. II, Decr.
Presbyterorum Ordinis
, 8.


[138]
C.I.C., can. 265.


[139]
Cfr. Juan Pablo II,
Discurso en la Catedral de Quito a los Obispos, los Sacerdotes, los
Religiosos y los Seminaristas
(29 de enero de 1985): “L’Osservatore
Romano”, edición en lengua española, n. 6, 10 de febrero de 1985, 6-7.


[140]
Juan Pablo II, Exhort. ap.
postsinodal
Pastores dabo vobis
, 31.


[141]
Cfr. Ibid., 17; 74.


[142]
C.I.C., can. 498 § 1, 2°.


[143]
Juan Pablo II,
Exhort. ap. postsinodal
Pastores dabo vobis
, 31.


[144]
Cfr.
Ibid.,
31; 41; 68.


[145]
Cfr. C.I.C., can. 214 y 215.


[146]
Cfr. C.I.C., can. 271.


[147]
Cfr. Benedicto XVI,
Mensaje
para la Cuaresma 2012
(3 de noviembre de 2011): AAS 104 (2012),
199-204.


[148]
Juan Pablo II, Exhort. ap.
postsinodal
Pastores dabo vobis
, 74.


[149]
Juan Pablo II,
Audiencia
general
(4 de agosto de 1993), 4: “L’Osservatore Romano”,
edición en lengua española, n. 32, 6 de agosto de 1993, 3.


[150]
Cfr. Conc. Ecum. Vat. II,
Decr.
Presbyterorum Ordinis
, 12-14.


[151]
Cfr. Ibid., 8.


[152]
Cfr.
S. Agustín, Sermones
355, 356, De vita et moribus clericorum: PL 39, 1568-1581.


[153]
Cfr. Conc. Ecum. Vat. II,
Const. dogm.
Lumen gentium
, 28; Decr.
Presbyterorum Ordinis
,
8; Decr.
Christus Dominus
, 30.


[154]
Cfr. S. Congregación para los Obispos, Directorio Ecclesiae Imago
(22 de febrero de 1973), 112: l.c., 1343-1344;
Congregación para los Obispos,
Directorio Apostolorum Successores para el ministerio pastoral de los
Obispos (22 de febrero de 2004), LEV, Ciudad del Vaticano 2004, 211;
C.I.C.
, can. 280; 245 § 2 y 550 § 1;
Juan Pablo II, Exhort. ap.
postsinodal
Pastores dabo vobis
, 81.


[155]
Benedicto XVI,
Audiencia
privada a los sacerdotes de la Fraternidad san Carlos con ocasión del XXV de
fundación
(12 de febrero de 2011): “L’Osservatore Romano”, 13 de febrero
de 2011, 8.


[156]
Pablo VI, Carta enc.
Sacerdotalis caelibatus

(24 de junio de 1967), 80.


[157]
Cfr. Conc. Ecum. Vat. II,
Const.
Sacrosanctum Concilium
, 26; 99; Institutio generalis
Liturgiae Horarum
, 25.


[158]
Cfr. C.I.C., can. 278 §
2; Juan Pablo II, Exhort. ap.
postsinodal
Pastores dabo vobis
, 31; 68; 81.


[159]
Cfr. C.I.C., can. 550 § 2.


[160]
Cfr. Ibid., can. 545 § 1.


[161]
Cfr. Ibid., can. 533 § 1.


[162]
Cfr. Ibid., can. 1226 y 1228.


[164]
Benedicto XVI,
Homilía con
ocasión de la celebración de las Vísperas
(Fátima – 12 de mayo de 2010):
“L’Osservatore Romano”, edición en lengua española, n. 20, 16 de mayo de
2010, 13.


[166]
S. Cipriano, De Oratione
Domini
, 23: PL 4, 553; Cfr.
Conc. Ecum. Vat. II, Const.
dogm.
Lumen gentium
, 4.


[167]
Juan Pablo II,
Audiencia
general
(4 de agosto de 1993), 4: l.c., 3.


[168]
Cfr. Juan Pablo II,
Audiencia general
(7 de julio de 1993);
Conc. Ecum. Vat. II, Decr.
Presbyterorum Ordinis
, 15.


[169]
Juan Pablo II, Exhort. ap.
postsinodal
Pastores dabo vobis
, 15.


[170]
Cfr. Conc. Ecum Vat. II, Decr.
Presbyterorum Ordinis
, 9; C.I.C., can. 275 § 2 y 529 § 2.


[171]
Juan Pablo II, Exhort. ap.
postsinodal
Pastores dabo vobis.
, 74.


[172]
Cfr. C.I.C., can. 529 § 2.


[173]
Cfr. Conc. Ecum. Vat. II,
Const. dogm.
Lumen gentium
, 31.


[174]
Cfr. Juan Pablo II, Exhort.
ap. postsinodal
Pastores dabo vobis
, 74;
Pablo VI, Carta enc.
Ecclesiam suam
(6 de agosto de 1964), III: AAS 56 (1964), 647.


[175]
Cfr. Congregación para el Clero,
El sacerdote ministro de la Misericordia Divina. Vademécum para
Confesores y Directores espirituales
(9 de marzo de 2011): opúscolo,
LEV, Ciudad del Vaticano 2011.


[176]
Cfr. Juan Pablo II,
Audiencia general
(7 de julio de 1993): l.c., 3.


[177]
Cfr. C.I.C.,
can. 529 § 1.


[178]
Cfr. Conc. Ecum Vat. II, Decr.
Presbyterorum Ordinis
, 11; C.I.C., can. 233 § 1.


[179]
Juan Pablo II,
Exhort. ap. postsinodal
Pastores dabo vobis,
74.


[180]
Cfr. C.I.C., can. 287 § 2; S.
Congregación para el Clero, Decr. Quidam Episcopi (8 de marzo
de 1982), AAS 74 (1982), 642-645.


[181]
Cfr. Congregación para la
Evangelización de los Pueblos,
Guía pastoral para los sacerdotes diocesanos de
las Iglesias que dependen de la Congregación para la Evangelización de los
Pueblos
, 9: l.c., 1604-1607;
S. Congregación para el Clero,
Decr. Quidam Episcopi (8 de marzo de 1982), l.c., 642-645.


[182]
Juan Pablo II,
Audiencia
general
(28 de julio de 1993): “L’Osservatore Romano”, edición en lengua
española, n. 31, 30 de julio de 1993, 3; Cfr.
Conc. Ecum. Vat. II, Const.
past.

Gaudium et spes
, 43; Sínodo de los Obispos, Documento acerca del sacerdocio ministerial
Ultimis temporibus
(30 de noviembre de 1971), II, I, 2: l.c.,
912-913; C.I.C., can. 285 § 3 y 287 § 1.


[183]

Catecismo de la Iglesia Católica
, 2442; C.I.C., can. 227.


[184]
Sínodo de los Obispos,
Documento acerca del sacerdocio ministerial Ultimis temporibus (30 de
noviembre de 1971), II, I, 2: l.c., 913.


[185]
Cfr. Juan Pablo II, Carta ap.
Novo millennio ineunte
(6 de enero de 2001): AAS 93 (2001),
266-309; Benedicto XVI,
Audiencia general
(13 de abril de 2011): “L’Osservatore Romano”, edición
en lengua española, n.16, 17 de abril de 2011, 11-12.


[186]
Cfr. Juan Pablo II, Exhort.
ap. postsinodal
Pastores dabo vobis
, 5.


[187]
Juan Pablo II,
Audiencia
general
(26 de mayo de 1993): “L’Osservatore Romano”, edición en
lengua española, n. 22, 28 de mayo de 1993, 3.


[188]
Cfr.
Juan Pablo II,
Discurso
inaugural en la IV Conferencia
General del Episcopado Latinoamericano
(Santo Domingo, 12-28 de octubre
de 1992), 24: AAS 85 (1993), 826.


[189]
Ibid., 1.


[190]
Ibid., 25.


[191]
Cfr. ibid.


[192]
Consejo Pontificio para el Diálogo
Interreligioso, Documento
Jesucristo portador del agua viva. Una
reflexión cristiana sobre la “Nueva Era”
, § 6.2 (3 de febrero de 2003):
EV 22, 54-137.


[193]
Ibid.


[194]
Conc. Ecum. Vat. II, Decr.
Presbyterorum Ordinis
, 14.


[195]
Benedicto XVI,
Vigilia con
ocasión de la Conclusión del Año sacerdotal
(10 de junio de 2010):
l.c.
, 8.


[196]
Cfr. Benedicto XVI,
Homilía
en la Santa Misa Crismal
(9 de abril de 2009): “L’Osservatore Romano”,
edición en lengua española, 17 de abril de 2009, 3.


[197]
Juan Pablo II,
Carta a los
Sacerdotes para el Jueves Santo
(13 de abril de 1987): AAS 79
(1987), 1285-1295.


[198]
Conc. Ecum. Vat. II, Decr.
Presbyterorum Ordinis
, 14.


[199]
Cfr. C.I.C., can. 276 §
2, 1°.


[200]
Cfr.
Conc. Ecum. Vat. II, Decr.
Presbyterorum Ordinis
, 5; 18; Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal
Pastores dabo vobis
,
23; 26; 38; 46; 48; C.I.C.,
can. 246 § 1 y 276 § 2, 2°.


[201]
Cfr.
Conc. Ecum. Vat. II, Decr.
Presbyterorum Ordinis
, 5; 18; C.I.C.,
cann. 246, § 4; 276, § 2, 5°; Juan
Pablo II, Exhort. ap. postsinodal
Pastores dabo vobis
, 26; 48.


[202]
Cfr.
Conc. Ecum. Vat. II, Decr.
Presbyterorum Ordinis
, 18; C.I.C., can. 239;
Juan Pablo II, Exhort. ap.
postsinodal
Pastores dabo vobis
, 40; 50; 81.


[203]
Cfr.
Conc. Ecum. Vat. II, Decr.
Presbyterorum Ordinis
, 18; C.I.C., can. 246 § 2; 276 § 2, 3°;
Juan Pablo II, Exhort. ap.
postsinodal
Pastores dabo vobis
, 26; 72;
Congregación para el Culto Divino y
la Disciplina de los Sacramentos, Respuestas Celebratio integra
a cuestiones acerca de la obligatoriedad del rezo de la Liturgia de las
Horas (15 de noviembre de 2000), en Notitiae 37 (2001), 190-194.


[204]
Cfr. C.I.C. can. 1174 § 1.


[205]
Conc. Ecum. Vat. II, Decr.
Presbyterorum Ordinis
, 18; Juan
Pablo II, Exhort. ap. postsinodal
Pastores dabo vobis
, 26;
37-38; 47; 51; 53; 72.


[206]
Cfr. C.I.C.,
can. 276 § 2, 5°.


[207]
Cfr. Conc. Ecum. Vat. II,
Decr.
Presbyterorum Ordinis
, 4; 13; 18;
Juan Pablo II, Exhort. ap.
postsinodal
Pastores dabo vobis
, 26; 47; 53; 70; 72.


[208]
Cfr.
Conc. Ecum. Vat. II, Decr.
Presbyterorum Ordinis
, 18; C.I.C., can. 276 § 2, 4°;
Juan Pablo II, Exhort. ap.
postsinodal
Pastores dabo vobis
, 80.


[209]
Cfr.
Conc. Ecum. Vat. II, Decr.
Presbyterorum Ordinis
18; C.I.C., can. 246 § 3 y 276 § 2, 5°.
Juan Pablo II,
Exhort. ap. postsinodal
Pastores dabo vobis
, 36; 38; 45; 82.


[210]
Cfr. Conc. Ecum. Vat. II,
Decr.
Presbyterorum Ordinis
, 18;
Juan Pablo II, Exhort. ap.
postsinodal
Pastores dabo vobis,
26; 37-38; 47; 51; 53; 72.


[211]
Cfr. Conc. Ecum. Vat. II,
Decr.
Presbyterorum Ordinis
, 18.


[212]
Cfr. Juan Pablo II,
Carta a
los Sacerdotes para el Jueves Santo de 1979
(8 de abril de 1979), 1;
Exhort. ap. postsinodal
Pastores dabo vobis
, 80.


[213]
Cfr. Possidio, Vita Sancti
Aurelii Augustini
, 31: PL 32, 63-66.


[214]
Benedicto XVI,
Homilía en
la Santa Misa crismal
(20 de marzo de 2008): “L’Osservatore Romano”,
edición en lengua española, n. 13, 28 de marzo de 2008, 6.


[215]
Cfr. Institutio Generalis Liturgiae Horarum, 3-4;
Catecismo de la
Iglesia Católica
, 2598 – 2606.


[216]
Benedicto XVI,

Ángelus

(18 de diciembre de 2005): “L’Osservatore Romano”, edición en lengua
española, n. 51, 23 de diciembre de 2005, 1.


[217]
Ibid.


[219]
Ibid., 2599; Cfr. Lc 2, 19.51.


[220]
Pontificale Romanum, De ordinatione Episcopi, Presbyterorum et
Diaconorum
, II, 151, l.c., 87-88.


[221]
Cfr.
Conc. Ecum. Vat. II, Decr.
Presbyterorum Ordinis
, 18; Sínodo
de los Obispos, Documento acerca del sacerdocio ministerial
Ultimis temporibus
(30 de noviembre de 1971), II, I, 3: l.c.,
913-915; Juan Pablo II,
Exhort. ap. postsinodal
Pastores dabo vobis
, 46-47;
Audiencia
general
(2 de junio de 1993), 3.


[222]
«Numquam enim
minus solus sum, quam cum solus esse videor»: Epist. 33 (Maur. 49), 1: CSEL 82, 229.


[223]
Cfr. Conc. Ecum. Vat. II,
Decr.
Presbyterorum Ordinis
, 14;
Juan Pablo II, Exhort. ap.
postsinodal
Pastores dabo vobis
, 23.


[224]
Cfr. C.I.C., can. 279 § 1.


[225]
Pablo VI, Carta enc.
Sacerdotalis caelibatus
, 93.


[226]
Cfr. Ibid., 15; Juan Pablo II,
Exhort. ap. postsinodal
Pastores dabo vobis
, 27.


[227]
Cfr. Juan Pablo II, Carta enc.

Veritatis splendor
(6 agosto 1993), 31; 32; 106: AAS 85
(1993), 1158-1159; 1159-1160; 1216.


[228]
Cfr. C.I.C., can. 274 §
2.


[229]
Conc. Ecum. Vat. II, Decr.
Presbyterorum Ordinis
, 15.


[230]
Ibid.


[231]
Cfr. C.I.C., can. 273.


[232]
Cfr. Conc. Ecum. Vat. II,
Const. dogm.
Lumen gentium
, 23.


[233]
Cfr. ibid., 27; C.I.C., can. 381 § 1.


[234]
Cfr. Conc. Ecum. Vat. II,
Decr.
Christus Dominus
, 2;
Const. dogm.
Lumen gentium
, 22; C.I.C., can. 333 § 1.


[236]
Cfr. Benedicto XVI,
Homilía
en la Santa Misa crismal
(5 de abril de 2012): “L'Osservatore Romano”, 6
de abril de 2012, 7.


[237]
Ibid.


[238]
Cfr. Juan Pablo II, Const. ap.

Sacrae disciplinae leges
(25 de enero de 1983): AAS 75 (1983),
Pars II, XIII; Discurso a los participantes en el Symposium
internationale «Ius in vita et in missione Ecclesiae»
(23 de abril de
1993): “L'Osservatore Romano”, 25 de abril de 1993, 4.


[239]
Cfr. Juan Pablo II, Const. ap.

Sacrae disciplinae leges
(25 de enero de 1983): l.c., Pars II,
XIII.


[240]
Cfr. C.I.C., can. 392 y 619.


[241]
Cfr. Conc. Ecum. Vat. II,
Const.
Sacrosanctum Concilium
, 7.


[242]
Ibid., 10.


[243]
C.I.C., can.
838.


[244]
Cfr. Conc. Ecum. Vat. II,
Const.
Sacrosanctum Concilium
, 22.


[245]
Cfr. C.I.C., can. 846 § 1.


[246]
Cfr.
S. Congregación para el Clero,
Carta circular Omnes Christifideles (25 de enero de 1973), 9: EV
5, 1207-1208.


[247]
Juan Pablo II, Carta al
Card. Vicario de Roma
(8 de septiembre de 1982).


[248]
Cfr.
Pablo VI, Alocuciones al
clero
(17 de febrero de 1969; 17 de febrero de 1972; 10 de febrero de
1978): AAS 61 (1969), 190; 64 (1972), 223; 70 (1978), 191;
Juan Pablo II,
Carta a los
Sacerdotes con ocasión del Jueves Santo 1979
(8 de abril de 1979), 7:
l.c.
, 403-405; Alocuciones al clero (9 de noviembre de 1978;
19
de abril de 1979
): “L’Osservatore Romano”, edición en lengua española,
19 de noviembre de 1978, 2
y 11;
“L’Osservatore Romano”, edición en lengua española, 29 de abril de 1979, 12.


[250]
Cfr. Consejo Pontificio para los Textos
Legislativos, Chiarimenti circa il valore vincolante dell’art. 66
del Direttorio per il ministero e la vita dei presbiteri
(22 de octubre
de 1994): “Communicationes” 27 (1995), 192-194.


[251]
C.I.C., can. 284.


[252]
Cfr. Ibid., can. 24 § 2.


[253]
Cfr.
Pablo VI, Motu Proprio
Ecclesiae Sanctae
, I, 25 § 2: AAS 58 (1966), 770;
S. Congregación para los Obispos,
Carta circular a todos los representantes pontificios Per venire incontro
(27 de enero de 1976): EV 5, 1162-1163;
S. Congregación para la Educación
Católica, Carta circular The document (6 de enero de 1980):
“L’Osservatore Romano” supl., 12 de abril de 1980.


[254]
Cfr.
Pablo VI, Audiencia general
(17 de septiembre de 1969): “L’Osservatore Romano”, edición en lengua
española, n. 38, 21 de septiembre de 1969, 3; Alocución al clero (1
de marzo de 1973): “L’Osservatore Romano”, edición en lengua española, n.
11, 18 de marzo de 1973, 3.


[255]

Cfr. Conc. Ecum. Vat. II,
Const. dogm.
Dei Verbum
, 5;
Catecismo de
la Iglesia Católica
, 1-2, 142.


[256]

Cfr. ibid., 150-152, 185-187.


[257]

Cfr. Juan Pablo II,
Audiencia general
(21 de abril de 1993), 6: “L’Osservatore Romano”,
edición en lengua española, n. 17, 23 de abril de 1993, 3.


[258]

Cfr. Conc. Ecum. Vat. II,
Const. dogm.
Dei Verbum
, 25.


[259]
Benedicto XVI,

Ángelus

(6 de noviembre de 2005): “L’Osservatore Romano”, edición en lengua
española, n. 45, 11 de noviembre de 2005, 6.


[260]

Cfr. C.I.C., can. 757; 762 y 776.


[261]

Conc. Ecum. Vat. II, Decr.
Presbyterorum Ordinis
, 4.


[262]

Ibid., Cfr. Juan Pablo II,
Exhort. ap. postsinodal
Pastores dabo vobis,
26: l.c.,
697-700.


[263]
Benedicto XVI, Exhort. ap.
postsinodal
Verbum Domini
(30 de septiembre de 2010), 80: AAS
102 (2010), 751-752.


[264]

Cfr. Juan Pablo II,
Audiencia general
(12 de mayo de 1993): “L’Osservatore Romano”, edición
en lengua española, n. 20, 14 de mayo de 1993, 3.


[265]

Cfr. Conc. Ecum. Vat. II,
Const. dogm.
Dei Verbum,
10; Juan Pablo II,
Audiencia general
(12 de mayo de 1993).


[266]
Benedicto XVI, Exhort. ap.
postsinodal
Sacramentum caritatis
, 46.


[267]

Cfr. Santo Tomás de Aquino,
Summa theologiae
, I, q. 43, a. 5.


[268]
Benedicto XVI, Exhort. ap.
postsinodal
Verbum Domini
(30 de septiembre de 2010), 82: l.c.,
753-754.


[269]

Cfr. C.I.C., can. 769.


[270]
Benedicto XVI, Exhort. ap.
postsinodal
Verbum Domini,
59.


[271]

Cfr. Juan Pablo II, Exhort.
ap.
Catechesi tradendae
(16 de octubre de 1979), 18: AAS 71
(1979), 1291-1292.


[272]

Cfr. C.I.C., can. 768.


[273]

Cfr. C.I.C., can. 528 § 1 y 776.


[274]
Benedicto XVI,
Homilía en
la Santa Misa crismal
(5 de abril de 2012): l.c., 7.


[275]

Cfr. Conc.
Ecum. Vat. II,
Decr.
Presbyterorum Ordinis
,
9.


[276]

Cfr. ibid., 6.


[277]

Cfr. C.I.C., can. 779.


[278]

Cfr. Juan Pablo II, Const. ap.

Fidei Depositum
(11 de octubre de 1992): AAS 86 (1992),
113-118.


[279]
Benedicto XVI, Carta ap. en
forma de motu proprio
Porta fidei
(11 de octubre de 2011), 11: AAS
103 (2011), 730.


[280]
Ibid.


[281]

Cfr. Juan Pablo II,
Audiencia general
(12 de mayo de 1993), 3.


[282]

Cfr. Conc. Ecum. Vat. II,
Decr.
Presbyterorum Ordinis
, 5;
Benedicto XVI, Exhort. ap.
postsinodal
Sacramentum caritatis
(22 de febrero de 2007), 78; 84-88.


[283]

Ibid.


[284]
«Sacerdos habet duos actus: unum principalem, supra corpus Christi verum; et
alium secundarium, supra corpus Christi mysticum. Secundus autem actus
dependet a primo, sed non convertitur» (Santo
Tomás, Summa theologiae, Suppl., q. 36, a. 2, ad 1).


[285]
Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr.
Presbyterorum Ordinis
, 5; 13; S.
Justino, Apología I, 67: PG 6, 429-432;
S. Agustín, In Iohannis
Evangelium Tractatus
, 26, 13-15: CCL 36, 266-268;
Benedicto XVI, Exhort. ap.
post-sinodal
Sacramentum caritatis
, 80;
Congregación para el Culto Divino y
la Disciplina de los Sacramentos, Instrucción
Redemptionis
Sacramentum
sobre algunas cosas que se deben observar y evitar acerca de
la Santísima Eucaristía (25 de marzo de 2004), 110: AAS 96 (2004),
581.


[286]
Conc. Ecum. Vat. II, Const.
dogm.
Lumen gentium
, 11; Cfr. también, Decr.
Presbyterorum Ordinis
,
18.


[287]

Cfr. C.I.C., can. 904.


[288]
Benedicto XVI, Exhort. ap.
postsinodal
Sacramentum caritatis
, 80.


[289]
Cfr. ibid., 64: l.c., 152-154.


[290]

Cfr. Conc. Ecum. Vat. II,
Const.
Sacrosanctum Concilium
, 128;
Juan Pablo II, Carta enc.
Ecclesia de Eucharistia
(17 de abril de 2003), 49-50: l.c.,
465-467; Benedicto XVI,
Exhort. ap. postsinodal
Sacramentum caritatis
, 80.


[291]

Cfr. Conc. Ecum. Vat. II,
Const.
Sacrosanctum Concilium
, 122-124;
Congregación para el Culto Divino y
la Disciplina de los Sacramentos, Instrucción
Redemptionis
Sacramentum
(25 de marzo de 2004), 121-128: l.c., 583-585.


[292]

Cfr. Conc. Ecum. Vat. II,
Const.
Sacrosanctum Concilium
, 122-124;
Congregación para el Culto Divino y
la Disciplina de los Sacramentos, Instrucción
Redemptionis
Sacramentum
, 121-128.


[293]

Cfr. Conc. Ecum. Vat. II,
Const.
Sacrosanctum Concilium
, 112, 114, 116;
Juan Pablo II, Carta enc.
Ecclesia de Eucharistia
(17 de abril de 2003), 49: l.c., 465-466;
Benedicto XVI, Exhort. ap.
postsinodal
Sacramentum caritatis
(22 de febrero de 2007), 42:
l.c.
, 138-139.


[294]

Cfr. Conc. Ecum. Vat. II,
Const.
Sacrosanctum Concilium
, 120.


[295]

Cfr. ibid., 30; Benedicto XVI,
Exhort. ap. postsinodal
Sacramentum caritatis
(22 de febrero de
2007), 55: l.c., 147-148.


[296]
Juan Pablo II, Carta enc.
Ecclesia de Eucharistia
, 52. Cfr. Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos,
Instrucción
Redemptionis
Sacramentum
(25 de marzo de 2004): l.c.,
549-601.


[297]

Cfr. Conc. Ecum. Vat. II,
Const.
Sacrosanctum Concilium
, 22; C.I.C., can. 846 § 1;
Benedicto XVI, Exhort. ap.
postsinodal
Sacramentum caritatis
(22 de febrero de 2007), 40.


[298]
Benedicto XVI, Exhort. ap.
postsinodal
Sacramentum caritatis
, 38.


[299]

Cfr. C.I.C., can. 929; Institutio Generalis Missalis Romani
(2002), 81; 298; S.
Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos,
Instrucción Liturgicae instaurationes (5 de septiembre de 1970), 8:
AAS 62 (1970), 701; Instrucción
Redemptionis
Sacramentum
,
121-128.


[300]

Juan Pablo II,
Audiencia
general
(9 de junio de 1993), 6: “L’Osservatore Romano”, edición en
lengua española, n. 24, 11 de junio de 1993, 3; Cfr. Exhort. ap. postsinodal

Pastores dabo vobis
, 48;
Catecismo de la Iglesia Católica
,
1418; Juan Pablo II, Carta
enc.
Ecclesia de Eucharistia
, 25;
Congregación para el Culto Divino y
la Disciplina de los Sacramentos, Instrucción
Redemptionis
Sacramentum
, 134; Benedicto XVI,
Exhort. ap. postsinodal
Sacramentum caritatis
, 67-68.


[301]

Juan Pablo II,
Audiencia
general
(2 de junio de 1993), 5; Cfr.
Conc. Ecum. Vat. II, Const.
Sacrosanctum Concilium
, 99-100.


[303]
Ibid., 1414; Cfr. C.I.C., can. 901.


[304]
Cfr. C.I.C., can. 945 § 2.


[305]
Pablo VI, Motu Proprio
Firma in Traditione
(13 de junio de 1974): AAS 66 (1974), 308.


[306]
Congregación para el Clero,
Decreto Mos iugiter (22 de febrero de 1991), art. 7: AAS 83
(1991), 446.


[307]
Pablo VI, Motu Proprio Firma in Traditione (13 de junio de
1974): l.c., 308.


[308]
Congregación para el Clero,
Decreto Mos iugiter (22 de febrero de 1991): l.c., 443-446.


[309]
Cfr. C.I.C., can. 945-958.


[310]
Ibid., can. 1385.


[311]
Cfr. ibid., can. 948-949; 199, 5°.


[312]
Cfr. C.I.C., can. 952.


[313]
Ibid., can. 955, 4.


[314]
Cfr. ibid., can. 958 § 1.


[315]
Cfr. ibid., can. 953.


[316]
Congregación para el Clero,
Decreto Mos iugiter (22 de febrero de 1991), art. 5 § 1: l.c.,
443-446.


[317]
Ibid., art. 2 § 1-2, 443-446.


[318]
Cfr. ibid., art. 2 § 3, 443-446.


[319]
Cfr. C.I.C., can. 951.


[320]
Ibid., can. 534 § 1.


[321]

Cfr. Conc. Ecum. Trident.,
sess. VI, De Iustificatione, c. 14; sess. XIV, De Poenitentia,
c. 1, 2, 5-7, can. 10; sess. XXIII, De Ordine, c. 1;
Conc. Ecum. Vat. II, Decr.
Presbyterorum Ordinis,
2, 5; C.I.C., can. 965.


[323]

Cfr. C.I.C., can. 966 § 1; 978 § 1 y 981;
Juan Pablo II, Discurso a
la Penitenciaría Apostólica
(27 de marzo de 1993): “L’Osservatore
Romano”, edición en lengua española, n. 15, 9 de abril de 1993, 12.


[324]
Cfr. Juan Pablo II, Carta ap.
en forma de motu proprio
Misericordia Dei
(7 de abril de 2002), 1-2:
l.c., 455.


[325]

Cfr. C.I.C., can. 986.


[326]
«Los Ordinarios
del lugar, así como los párrocos y los rectores de iglesias y santuarios,
deben verificar periódicamente que se den de hecho las máximas facilidades
posibles para la confesión de los fieles. En particular, se recomienda la
presencia visible de los confesores en los lugares de culto durante los
horarios previstos, la adecuación de estos horarios a la situación real de
los penitentes y la especial disponibilidad para confesar antes de las Misas
y también, para atender a las necesidades de los fieles, durante la
celebración de la Santa Misa, si hay otros sacerdotes disponibles»:
Juan Pablo II, Carta ap.
Misericordia Dei
, 2.


[327]
Cfr.Congregación para el Clero,
Carta circular a los Rectores de los Santuarios (15 de agosto de
2011): “L’Osservatore Romano”, 12 de agosto de 2011, 7.


[328]
Benedicto XVI,
Discurso a
los participantes en el Curso promovido por la Penitenciaría Apostólica

(25 de de marzo de de 2011): “L’Osservatore Romano”, 26 de de marzo de de
2011, 7.


[329]

Cfr. C.I.C., can. 960; Juan
Pablo II, Litt. enc.
Redemptor hominis
,
20: AAS 64 (1979), 257-324; Carta ap.
Misericordia Dei
(7 de abril de 2002), 3: l.c., 456.


[330]
Juan Pablo II, Carta ap.
Misericordia Dei
(7 de abril de 2002), 1: l.c., 455.


[331]
La confesión y la absolución colectiva se reserva sólo para casos
extraordinarios contemplados en las disposiciones vigentes y con las
condiciones requeridas: Cfr. C.I.C.,
can. 961-963; Pablo VI,
Alocución
(20 de marzo de 1978): AAS 70 (1978), 328-332;
Juan Pablo II,
Alocución

(30 de enero de 1981): AAS 73 (1981), 201-204; Exhort. ap.
postsinodal
Reconciliatio et paenitentia
(2 de diciembre de 1984),
33: AAS 77 (1985), 270; Carta ap.
Misericordia Dei
, 4-5.


[332]
C.I.C., can. 964 § 2.
Además, el ministro del sacramento, por causa justa y excluído el caso de
necesidad, puede legítimamente decidir, aunque el penitente no lo pida, que
la confesión sacramental se reciba en un confesionario provisto de rejilla
fija (Cfr. Consejo Pontificio para los textos
Legislativos, Responsio ad propositum dubium: de loco excipiendi
sacramentales confessiones
: AAS 90 [1998], 711).


[333]

Cfr. C.I.C., can. 978 § 1 y 981.


[334]

Ibid., can. 964; Cfr. Juan
Pablo II, Carta ap.
Misericordia Dei
(7 de abril de 2002), 9:
l.c., 459.


[336]

Cfr. C.I.C., can. 276 § 2, 5°; Conc. Ecum. Vat. II, Decr.
Presbyterorum Ordinis
, 18.


[337]

Juan Pablo II, Exhort. ap.
postsinodal
Reconciliatio et paenitentia
, 31; Exhort. ap. postsinodal

Pastores dabo vobis
, 26.


[338]
Cfr. Benedicto XVI,
Mensaje
al Card. James Francis Stafford, Penitenciario Mayor, y a los participantes
en la XX edición del Curso de la Penitenciaría Apostólica
sobre le
Fuero interno
(12 de marzo de 2009): “L’Osservatore Romano”, edición en
lengua española, 20 de marzo de 2009, 9;
Congregación para el Clero,
El sacerdote ministro de la Misericordia Divina. Vademécum para Confesores y
Directores espirituales
(9 de marzo de 2011), 64-134: l.c.,
28-53.


[339]

Cfr.
Juan Pablo II, Exhort. ap.
postsinodal
Reconciliatio et paenitentia
, 32.


[340]
Congregación para el Clero,
El sacerdote ministro de la Misericordia Divina. Vademécum para Confesores y
Directores espirituales
(9 de marzo de 2011), 98: l.c., 39; Cfr.
ibid. 110-111: l.c., 42-43.


[341]
Conc. Ecum. Vat. II, Const.
Sacrosanctum Concilium
, 85.


[342]
Ibid., 84.


[343]
Benedicto XVI, Exhort. ap.
postsinodal
Verbum Domini
, 62; Cfr. Institutio Generalis Liturgiae
Horarum
, 29; C.I.C., can. 276 § 3 y 1174 § 1.


[344]

Catecismo de la Iglesia Católica
, 1176, citando
Conc. Ecum. Vat. II, Const.
Sacrosanctum Concilium
, 90.


[345]
Benedicto XVI,
Encuentro
con los sacerdotes de la Diócesis de Albano
, Castel Gandolfo (31 de
agosto de 2006): “L’Osservatore Romano”, edición en lengua española, n. 36,
8 de septiembre de 2006, 7.


[346]
Juan Pablo II, Carta ap.
Spiritus et Sponsa
, 13: AAS 96 (2004), 425.


[347]
Cfr. Benedicto XVI, Exhort.
ap. postsinodal
Verbum Domini
, 66.


[348]
Institutio Generalis Liturgiae Horarum, 213.


[350]
Juan Pablo II, Discurso a los participantes en el Simposio Internacional con ocasión
del XXX aniversario de la promulgación del Decreto conciliar

Presbyterorum Ordinis, 27 de octubre de 1995, n. 5.


[351]

Cfr. Juan Pablo II, Exhort.
ap. postsinodal
Pastores dabo vobis
, 22-23; Cfr. Carta ap.
Mulieris dignitatem
(15 agosto 1988), 26: AAS 80 (1988), 1715-1716.


[352]

Cfr. Conc. Ecum. Vat. II,
Decr.
Presbyterorum Ordinis
,
6; C.I.C., can. 529 §
1.


[353]

S. Juan Crisóstomo, De
sacerdotio
, III, 6: PG 48, 643-644: «El nacimiento espiritual de
las almas es privilegio de los sacerdotes: ellos las hacen nacer a la vida
de la gracia por medio del Bautismo; por medio de ellos nos revestimos de
Cristo, somos sepultados con el Hijo de Dios y llegamos a ser miembros de
aquella santa Cabeza (cfr. Rom 6, 1; Gál 3, 27). Por lo tanto,
nosotros debemos respetar a los sacerdotes más que a príncipes y reyes, y
venerarlos más que a nuestros padres. Estos últimos nos han engendrado por
medio de la sangre y de la voluntad de la carne (cfr. Jn 1, 13); los
sacerdotes en cambio, nos hacen nacer como hijos de Dios, pues son los
instrumentos de nuestra bienaventurada regeneración, de nuestra libertad y
de nuestra adopción en el orden de la gracia».


[354]

Juan Pablo II, Exhort. ap.
postsinodal
Pastores dabo vobis
, 29; Cfr.
Conc. Ecum. Vat. II, Decr.
Presbyterorum Ordinis
, 16; PaBlo
VI, Carta enc.
Sacerdotalis caelibatus

(24 de junio de 1967),
14: l.c., 662; C.I.C., can. 277 § 1.


[355]
Benedicto XVI,
Vigilia con
ocasión de la Clausura del Año sacerdotal
(10 de junio de 2010): l.c.,
10.


[356]

Cfr. Juan Pablo II, Carta enc.

Veritatis splendor
, 22.


[357]
Juan Pablo II, Exhort. ap.
postsinodal
Pastores dabo vobis
, 29.


[358]

Cfr. Conc. Ecum. Vat. II,
Decr.
Optatam
totius
, 10;
C.I.C., can. 247, § 1;
S. Congregación para la Educación
Católica, Ratio Fundamentalis Institutionis Sacerdotalis, 48;
Orientaciones educativas para la formación al celibato sacerdotal (11
de abril de 1974), 16: EV 5 (1974-1976), 200-201.


[359]

Cfr. Conc. Ecum. Vat. II,
Decr.
Presbyterorum Ordinis
,
16; Juan Pablo II,
Carta a
los Sacerdotes para el Jueves Santo de 1979
(8 de abril de 1979), 8:
l.c.
, 405-409; Exhort. ap. postsinodal
Pastores dabo vobis
, 29;
C.I.C., can. 277 § 1.


[360]
Pablo VI, Carta enc.
Sacerdotalis caelibatus

(24 de junio de 1967), 55: l.c., 678-679.


[361]

Cfr. Conc. Ecum. Vat. II,
Decr.
Presbyterorum Ordinis
, 16;
Paolo VI, Carta enc.
Sacerdotalis caelibatus
,
14.


[362]

Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr.
Presbyterorum Ordinis
, 16; C.I.C.,
can. 1036 y 1037.


[363]

Cfr. Pontificale Romanum, De ordinatione Episcopi, Presbyterorum et
Diaconorum,
III, 228, l.c., 134;
Juan Pablo II,
Carta a
los Sacerdotes para el Jueves Santo de 1979
(8 de abril de 1979), 9: l.c.,
409-411.


[364]

Cfr. Sínodo de los Obispos,
Documento acerca del sacerdocio ministerial Ultimis temporibus (30 de
noviembre de 1971), II, I, 4: l.c., 916-917.


[365]

Cfr. Conc. Ecum. Vat. II,
Decr.
Presbyterorum Ordinis
, 16.


[366]

Cfr. ibid.


[367]
Juan Pablo II,
Carta a los
Sacerdotes para el Jueves Santo
(8 de abril de 1979), 8.


[368]

Cfr. Juan Pablo II, Exhort.
ap. postsinodal
Pastores dabo vobis
, 29.


[369]

Para la interpretación de estos textos, Cfr.
Conc. de Elvira, (a.
300-305) can. 27; 33: Bruns Herm.
Canones Apostolorum et Conciliorum saec. IV-VII, II, 5-6;
Conc. De Neocesarea (a. 314),
can. 1: Pont.Commissio ad redigendum C.I.C Orientalis, IX,
1/2, 74-82; Conc. Ecum. Niceno
I (a. 325), can. 3: Conc. Oecum. Decr., 6;
Sínodo Romano (a. 386):
Concilia Africae
a. 345-325, CCL 149, (in Conc. de Telepte), 58-63;
Conc. de Cartago (a. 390):
ibid
., 13; 133 ss.; Conc.
Trullano (a. 691), can. 3, 6, 12, 13, 26, 30, 48: Pont. Commissio
ad redigendum
C.I.C. Orientalis, IX, I/1, 125-186;
Siricio, decretal Directa
(a. 386): PL 13, 1131-1147; Inocencio
I, carta Dominus inter (a. 405):
Bruns, Cit. 274-277. S. León
Mano, Carta a Rusticus (a. 456): PL 54, 1191;
Eusebio de Cesarea,
Demonstratio Evangelica
, 1, 9: PG 22, 82 (78-83);
Epifanio de Salamina,
Panarion
, PG 41, 868, 1024; Expositio Fidei, PG 42, 822-826.


[370]

Cfr. S. Congregación para la
Educación católica, Orientaciones educativas para la formación al
celibato sacerdotal
(11 de abril de 1974), 16: l.c., 200-201.


[371]
Benedicto XVI,
Vigilia con
ocasión de la Clausura del Año sacerdotal
(10 de junio de 2010): l.c.,
10.


[373]
Cfr. Juan Pablo II, Exhort.
ap. postsinodal
Pastores dabo vobis
, 29; 50;
Congregación para la educación
Católica, Instrucción In continuità acerca de los criterios de
discernimiento vocacional en relación con las personas de tendencias
homosexuales antes de su admisión al Seminario y a las Órdenes sagradas (4
de noviembre de 2005): AAS 97 (2005), 1007-1013; Orientaciones
educativas para la formación al celibato sacerdotal
(11 de abril de
1974): EV 5 (1974-1976), 188-256.


[374]

Cfr. S. Juan Crisóstomo, De
Sacerdotio
VI 2: PG 48, 679: «El
alma del sacerdote debe ser más pura que los rayos del sol, para que el
Espíritu Santo no lo abandone y para que pueda decir: Ya no soy yo el que
vive, es Cristo quien vive en mí (Gál 2, 20). Si los anacoretas del
desierto, alejados de la ciudad y de los encuentros públicos y de todo ruido
propio de esos lugares, gozando plenamente del puerto y de la bonanza, no se
confían en la seguridad propia de la vida, sino que agregan multitud de
otros cuidados, creciendo en virtudes y cuidando de hacer y decir las cosas
con diligencia, para poder presentarse en la presencia de Dios con confianza
e intacta pureza, en todo lo que resulta a las facultades humanas; ¿qué
fuerza y violencia te parece que serán necesarias al sacerdote, para
sustraer su alma de toda mancha y conservar intacta la belleza espiritual?
Él ciertamente necesita una mayor pureza que los monjes. Y, sin embargo,
justamente él, que necesita más, está expuesto a mayores ocasiones
inevitables, en las cuales puede resultar contaminado si, con asidua
sobriedad y vigilancia, no hace que su alma sea inaccesible a esas
insidias».


[375]

Cfr. C.I.C., can. 277 §
2.


[376]

Cfr. ibid., can. 277 § 3.


[377]
Cfr. Juan Pablo II, Litterae
apostolicae Motu Proprio datae Sacramentorum sanctitatis tutela
quibus Normae de gravioribus delictis Congregationi pro Doctrina Fidei
reservatis promulgantur (30 de abril de 2001): AAS 93 (2001), 737-739
(modificadas por Benedicto XVI
el 21 de mayo de 2010: AAS 102 [2010] 419-430).


[378]

Cfr. Conc. Ecum. Vat. II,
Decr.
Presbyterorum Ordinis
,
16.


[379]
Cfr. Pablo VI, Carta enc.
Sacerdotalis caelibatus
, 79-81; Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal
Pastores dabo vobis
,
29.


[380]

Cfr. Conc. Ecum. Vat. II,
Decr.
Presbyterorum Ordinis
, 17; 20-21.


[381]

Cfr. Benedicto XVI,
Discurso a la Curia Romana
(22 de diciembre de 2006): AAS, 98 (2006).


[382]

Cfr.
Conc. Ecum. Vat. II, Decr.
Presbyterorum Ordinis
, 17;
Juan Pablo II,
Audiencia
general
(21 de julio de 1993), 3: “L’Osservatore Romano”, edición en
lengua española, n. 30, 23 de julio de 1993, 3.


[383]

Cfr. C.I.C., can. 286 y 1392.


[384]

Cfr. Conc. Ecum. Vat. II,
Decr.
Presbyterorum Ordinis
,
17.


[385]

Cfr. ibid.; C.I.C., can. 282; 222 § 2 y 529 § 1.


[386]

Cfr. C.I.C., can. 282 § 1.


[387]

Cfr. Conc. Ecum. Vat. II,
Decr.
Presbyterorum Ordinis
, 17.


[388]

Cfr. ibid., 17.


[389]

Cfr. Juan Pablo II,
Audiencia general
(30 de junio de 1993): “L’Osservatore Romano”, edición
en lengua española, n. 27, 2 de julio de 1993, 3.


[390]

Cfr. Conc. Ecum. Vat. II,
Decr.
Presbyterorum Ordinis
, 18.


[391]
Juan Pablo II, Carta enc.
Ecclesia de Eucharistia
(17 de abril de 2003): l.c., 53; 57.


[392]
Benedicto XVI,
Audiencia
general
(12 de agosto de 2009): “L’Osservatore Romano”, edición en
lengua española, n. 33, 14 de agosto de 2009, 12.


[394]
Juan Pablo II, Exhort. ap.
postsinodal
Pastores dabo vobis
, 16.


[395]

Cfr. ibid., 70.


[396]

Cfr. ibid.


[397]

Cfr. ibid., 79.


[398]

Cfr.
C.I.C.
, can. 279.


[399]

Cfr. Juan Pablo II, Exhort.
ap. postsinodal
Pastores dabo vobis
, 76.


[400]
Cfr. Congregación para la Doctrina de
la Fe, Inst.
Donum veritatis
acerca de la vocación eclesial
del teólogo (24 de mayo de 1990), 21-41: AAS 82 (1990), 1559-1569;
Comisión Teológica Internacional,
Theses Rationes magisterii cum theologia acerca de la relación mutua
entre magisterio eclesiástico y teología (6 de junio de 1976), tesis n. 8:
“Gregorianum” 57 (1976), 549-556.


[401]
Juan Pablo II, Exhort. ap.
postsinodal
Pastores dabo vobis
, 43; Cfr.
Conc. Ecum. Vat. II, Decr.
Optatam
totius
, 11.


[402]
Benedicto XVI,

Videomensaje a los participantes en el retiro sacerdotal internacional

(27 de septiembre - 3 de octubre de 2009): “L’Osservatore Romano”, edición
en lengua española, n. 40, 2 de octubre de 2009, 3.


[403]
Benedicto XVI,
Carta a los
seminaristas
(18 de octubre de 2010), 6: l.c., 4.


[404]

Cfr.
Conc. Ecum. Vat. II, Decr.
Presbyterorum Ordinis
, 3.


[405]
Ibid., 14.


[406]
Cfr. Congregación para la Educación
católica,
Orientaciones para el uso de las competencias de la
psicología en la admisión y la formación de los candidatos al sacerdocio
(29
de junio de 2008), 5: “L’Osservatore Romano”, edición en lengua española, n.
46, 14 de noviembre de 2008, 16-18.


[407]

Cfr. Conc. Ecum. Vat. II,
Decr.
Presbyterorum Ordinis
,
19; Decr.
Optatam
totius
, 22; C.I.C., can. 279 § 2;
S. Congregación para la Educación
Católica, Ratio Fundamentalis Institutionis Sacerdotalis (19
de marzo de 1985), 101.


[408]

C.I.C., can. 279 § 3; Congregación para la Educación Católica, Decretos de Reforma de
los estudios eclesiásticos de Filosofía
(28 de enero de 2011), 8 ss.:
AAS
103 (2011), 148 ss.


[409]

Cfr. Juan Pablo II, Carta enc.

Centesimus annus
(1 de mayo de 1991), 57: AAS 83 (1991),
862-863.


[410]
Cfr. Consejo Pontificio para la
Familia, Documento Cristo continua o “Vademecum” para los
confesores sobre algunos temas de moral conyugal
(12 de febrero de
1997): “L’Osservatore Romano”, edición en lengua española, n. 10, 7 de marzo
de 1997, 7-11.


[411]

Juan Pablo II, Exhort. ap.
postsinodal
Pastores dabo vobis
, 79.


[412]
Cfr. S. Congregación para la
Educación Católica, Ratio fundamentalis institutionis sacerdotalis
(19 de marzo de 1985), 76 ss.


[413]

Cfr. Juan Pablo II, Exhort.
ap. postsinodal
Pastores dabo vobis
, 79.


[414]

Cfr. ibid.


[415]

Cfr. ibid.


[416]

Cfr. ibid.; Conc. Ecum. Vat.
II, Decr.
Optatam
totius
, 22; Decr.
Presbyterorum Ordinis
,
19.


[417]

Cfr. Pablo VI, Carta ap.
Ecclesiae Sanctae
(6 agosto 1966), I, 7: AAS 58 (1966), 761;
S. Congregación para el Clero,
Carta circular a los Presidentes de las Conferencias episcopales Inter ea
(4 de noviembre de 1969), 16: l.c., 130-131;
S. Congregación para la educación
católica, Ratio Fundamentalis Institutionis Sacerdotalis (19
de marzo de 1985), 63; 101; C.I.C., can. 1032 § 2.


[418]

Cfr. Congregación para la Educación
Católica, Ratio Fundamentalis Institutionis Sacerdotalis, 63.


[419]
Benedicto XVI,
Vigilia con
ocasión de la Clausura del Año sacerdotal
(10 de junio de 2010): l.c.,
8.


[420]

C.I.C., can. 276 § 2, 4°; Cfr. can. 533 § 2 y 550 § 3.


[421]
Cfr. Conc. Ecum. Vat. II,
Decr.
Presbyterorum Ordinis
,
8.


[422]

Cfr. S. Congregación para la
Educación Católica, Ratio Fundamentalis Institutionis Sacerdotalis,
(19 de marzo de 1985), 101.


[423]
Juan Pablo II, Exhort. ap.
postsinodal
Pastores dabo vobis
, 79.


[424]

Cfr. ibid., 70.


[425]

Conc. Ecum. Vat. II, Decr.
Presbyterorum Ordinis
, 8.


[426]

Cfr. ibid.


[427]

C.I.C., can. 278 § 2.


[428]

Cfr. Conc. Ecum. Vat. II,
Decr.
Presbyterorum Ordinis
, 8; C.I.C., can. 278, § 2;
Juan Pablo II, Exhort. ap.
postsinodal
Pastores dabo vobis
, 81.


[429]

Cfr. Conc. Ecum. Vat. II,
Decr.
Christus Dominus
, 16; Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal

Pastores gregis
, 47.


[430]

Juan Pablo II, Exhort. ap.
postsinodal
Pastores dabo vobis
, 79.


[431]

Cfr. ibid.


[432]

Cfr. Conc. Ecum. Vat. II,
Decr.
Optatam
totius
, 22; S.
Congrega-ción para la Educación Católica, Ratio Fundamentalis
Institutionis Sacerdotalis
(19 de marzo de 1985), 101.


[433]
Benedicto XVI,
Homilía de
inauguración del Año Sacerdotal con la celebración de las segundas Vísperas

(19 de junio de 2009), “L’Osservatore Romano”, edición en lengua española,
n. 26, 26 de junio de 2009, 5.


[434]

Cfr. Juan Pablo II, Exhort.
ap. postsinodal
Pastores dabo vobis
, 79.


[435]

Cfr. ibid.


[436]

Cfr. C.I.C., can. 970 y 972.


[437]

Cfr. Juan Pablo II, Exhort.
ap. postsinodal
Pastores dabo vobis
, 77.


[438]

Ibid.


[439]

Ibid.


[440]

Ibid.


[441]

Ibid., 41.


[442]

Ibid., 77.


[443]

Cfr. ibid., 74.


[444]

Ibid.


[445]

Cfr. Juan Pablo II, Exhort.
ap. postsinodal
Pastores dabo vobis
, 82.


[446]
Cfr. ibid., 23.


[447]

Ibid., 82.


[448]

Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm.

Lumen gentium
, 65.


[449]


Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal
Pastores dabo vobis,
82.




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