DIRECTORIO PARA EL MINISTERIO Y LA VIDA DE LOS PRESBÍTEROS – Espiritualidad sacerdotal

ESPIRITUALIDAD SACERDOTAL


La espiritualidad del sacerdote consiste principalmente en la
profunda relación de amistad con Cristo, puesto que está llamado a «ir
con Él» (cfr. Mc 3, 13). En este sentido, en la vida del
sacerdote Jesús gozará siempre de la preeminencia sobre todo. Cada
sacerdote actúa en un contexto histórico particular, con sus distintos
desafíos y exigencias. Precisamente por esto, la garantía de fecundidad
del ministerio radica en una profunda vida interior. Si el sacerdote no
cuenta con la primacía de la gracia, no podrá responder a los desafíos
de los tiempos, y cualquier plan pastoral, por muy elaborado que sea,
está destinado al fracaso.


2.1. Contexto histórico actual


Saber interpretar los signos de los tiempos


45. La vida y el ministerio de los sacerdotes se desarrollan siempre
en el contexto histórico, a veces lleno de nuevos problemas y de
recursos inéditos, en el que le toca vivir a la Iglesia peregrina en el
mundo.


El sacerdocio no nace de la historia sino de la inmutable voluntad
del Señor. Sin embargo, se enfrenta con las circunstancias históricas y,
aunque sigue siendo siempre idéntico, se configura en cuanto a sus
rasgos concretos también mediante una valoración evangélica de los
“signos de los tiempos”. Por lo tanto, los presbíteros tienen el deber
de interpretar estos “signos” a la luz de la fe y someterlos a un
discernimiento prudente. En cualquier caso, no podrán ignorarlos, sobre
todo si se quiere orientar de modo eficaz e idóneo la propia vida, de
manera que su servicio y testimonio sean siempre más fecundos para el
reino de Dios.


En la fase actual de la vida de la Iglesia, en un contexto social
marcado por un fuerte laicismo, después que se ha propuesto de nuevo a
todos una “medida alta” de la vida cristiana ordinaria, la de la
santidad[185],
los presbíteros están llamados a vivir con profundidad su ministerio
como testigos de esperanza y trascendencia, teniendo en consideración
las exigencias más profundas, numerosas y delicadas, no sólo de orden
pastoral, sino también las realidades sociales y culturales a las que
tienen que hacer frente[186].


Hoy, por lo tanto, están empeñados en diversos campos de apostolado,
que requieren generosidad y dedicación completa, preparación intelectual
y, sobre todo, una vida espiritual madura y profunda, radicada en la
caridad pastoral, que es el camino específico de santidad para ellos y,
además, constituye un auténtico servicio a los fieles en el ministerio
pastoral. De este modo, si se esfuerzan por vivir plenamente su
consagración —permaneciendo unidos a Cristo y dejándose compenetrar por
su Espíritu—, a pesar de sus límites, podrán realizar su ministerio,
ayudados por la gracia, en la cual depositarán su confianza. A ella
deben recurrir, «conscientes de que así pueden tender a la perfección
con la esperanza de progresar cada vez más en la santidad»[187].


La exigencia de la conversión para la evangelización


46. De aquí que el sacerdote esté comprometido, de modo
particularísimo, en el empeño de toda la Iglesia para la evangelización.
Partiendo de la fe en Jesucristo, Redentor del hombre, tiene la certeza
de que en Él hay una «riqueza insondable» (Ef 3, 8), que no puede agotar ninguna época ni ninguna cultura, y a la que los hombres siempre pueden acercarse para enriquecerse[188].


Por tanto, esta es la hora de una renovación de nuestra fe en Jesucristo, que es el mismo «ayer, hoy y siempre» (Heb 13, 8). Por eso, «la llamada a la nueva evangelización es sobre todo una llamada a la conversión»[189].
Al mismo tiempo, es una llamada a aquella esperanza «que se apoya en
las promesas de Dios, y que tiene como certeza indefectible la resurrección de Cristo,
su victoria definitiva sobre el pecado y sobre la muerte, primer
anuncio y raíz de toda evangelización, fundamento de toda promoción
humana, principio de toda auténtica cultura cristiana»[190].


En un contexto así, el sacerdote debe sobre todo reavivar su fe, su
esperanza y su amor sincero al Señor, de modo que pueda ofrecer a Jesús a
la contemplación de los fieles y de todos los hombres como realmente
es: una Persona viva, fascinante, que nos ama más que nadie porque ha
dado su vida por nosotros; «nadie tiene amor más grande que el que da la
vida por sus amigos» (Jn 15, 13).


Al mismo tiempo, el sacerdote ha de actuar movido por un espíritu de
acogida y de gozo, fruto de su unión con Dios mediante la oración y el
sacrificio, que es un elemento esencial de su misión evangelizadora de
hacerse todo de todos (cfr. 1 Cor 9, 19-23), a fin de ganarlos
para Cristo. Del mismo modo, consciente de la misericordia inmerecida de
Dios en la propia vida y en la vida de sus hermanos, ha de cultivar las
virtudes de la humildad y la misericordia para con todo el pueblo de
Dios, especialmente respecto de las personas que se sienten extrañas a
la Iglesia. El sacerdote, consciente de que toda persona está —de modos
diversos— a la búsqueda de un amor capaz de llevarla más allá de los
estrechos límites de la propia debilidad, del propio egoísmo y, sobre
todo, de la misma muerte, proclamará que Jesucristo es la respuesta a
todas estas inquietudes.


En la nueva evangelización, el sacerdote está llamado a ser heraldo de la esperanza[191],
que deriva también de la conciencia de que él es el primero a quien el
Señor ha tocado: vive la alegría de la salvación que Jesús le ha
ofrecido. Se trata de una esperanza no sólo intelectual, sino del
corazón, porque Cristo ha tocado con su amor al presbítero: «no sois
vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido» (Jn 15, 16).


El desafío de las sectas y de los nuevos cultos


47. La proliferación de sectas y cultos nuevos, así como su difusión,
también entre fieles católicos, constituye un particular desafío al
ministerio pastoral. En el origen de este fenómeno hay motivaciones
diversas y complejas. De todos modos, el ministerio de los presbíteros
ha de responder con prontitud e incisividad a la búsqueda de lo sagrado
y, de modo especial, de la verdadera espiritualidad hoy emergente. Por
consiguiente, es preciso que el sacerdote sea hombre de Dios y maestro
de oración. Al mismo tiempo, se impone la necesidad de hacer que la
comunidad, confiada a su solicitud pastoral sea realmente acogedora, de
modo que nadie pueda sentirse anónimo o bien sea tratado con
indiferencia. Se trata de una responsabilidad que recae, ciertamente,
sobre cada uno de los fieles y muy especialmente sobre el presbítero,
que es el hombre de la comunión. Si sabe acoger con estima y respeto a
todos los que se le acerquen, valorando la personalidad de todos, creará
un estilo de caridad auténtica, que resultará contagioso y se extenderá
gradualmente a toda la comunidad.


Para vencer el desafío de las sectas y cultos nuevos, es
particularmente importante —además del deseo de la salvación eterna de
los fieles, que late en el corazón de todo sacerdote— una catequesis
madura y completa; este trabajo catequético requiere hoy un esfuerzo
especial por parte del ministro de Dios, a fin de que todos sus fieles
conozcan realmente el significado de la vocación cristiana y de la fe
católica. En este sentido, «tal vez la medida más sencilla, la más obvia
y urgente que hay que tomar, y acaso también la más eficaz, sea
aprovechar al máximo las riquezas de la herencia espiritual cristiana»[192].


De modo particular, los fieles deben ser educados en el conocimiento
profundo de la relación, que existe entre su específica vocación en
Cristo y la pertenencia a Su Iglesia, a la que deben aprender a amar
filial y tenazmente. Todo esto se realizará si el sacerdote evita, tanto
en su vida como en su ministerio, todo lo que pueda provocar
indiferencia, frialdad o aceptación parcial de la doctrina y las normas
de la Iglesia. Sin duda, para quienes buscan respuestas entre las
múltiples propuestas religiosas, «la llamada del cristianismo se
manifestará, en primer lugar, a través del testimonio de los miembros de
la Iglesia, de su confianza, su calma, su paciencia y su afecto, y de
su amor concreto al prójimo. Todo ello, fruto de una fe alimentada en la
oración personal auténtica»[193].


Luces y sombras de la labor ministerial


48. Es un motivo de consuelo señalar que hoy la gran mayoría de los
sacerdotes de todas las edades desarrollan su sagrado ministerio con
tesón y alegría, frecuentemente fruto de un heroísmo silencioso.
Trabajan hasta el límite de sus propias energías, sin ver, a veces, los
frutos de su labor.


En virtud de este empeño, constituyen hoy un anuncio vivo de la
gracia divina que, una vez recibida en el momento de la ordenación,
sigue dando un ímpetu siempre nuevo para la labor ministerial.


Junto a estas luces, que iluminan la vida del sacerdote, no faltan
sombras, que tienden a disminuir la belleza de su testimonio y a hacerlo
menos eficaz el ejercicio del ministerio: «En el mundo actual, los
hombres tienen que hacer frente a muchas obligaciones. Problemas muy
diversos les angustian y muchas veces exigen soluciones rápidas. Por
eso, muchas veces se encuentran en peligro de perderse en la dispersión.
Los presbíteros, a su vez, comprometidos y distraídos en las muchísimas
obligaciones de su ministerio, se preguntan con ansiedad cómo
compaginar su vida interior con las exigencias de la actividad exterior»[194].


El ministerio sacerdotal es una empresa fascinante pero ardua,
siempre expuesta a la incomprensión y a la marginación, y, sobre todo
hoy día, a la fatiga, la desconfianza, el aislamiento y a veces la
soledad.


Para vencer los desafíos que la mentalidad laicista plantea al
presbítero, este hará todos los esfuerzos posibles para reservar el
primado absoluto a la vida espiritual, al estar siempre con Cristo, y a
vivir con generosidad la caridad pastoral intensificando la comunión con
todos y, en primer lugar, con los otros presbíteros. Como recordaba
Benedicto XVI a los sacerdotes, «la relación con Cristo, el coloquio
personal con Cristo es una prioridad pastoral fundamental, es condición
para nuestro trabajo por los demás. Y la oración no es algo marginal:
precisamente rezar es “oficio” del sacerdote, también como representante
de la gente que no sabe rezar o no encuentra el tiempo para rezar»[195].


2.2. Estar con Cristo en la oración


Primacía de la vida espiritual


49. Se podría decir que el presbítero ha sido concebido en la
larga noche de oración en la que el Señor Jesús habló al Padre acerca de
sus Apóstoles y, ciertamente, de todos aquellos que, a lo largo de los
siglos, participarían de su misma misión (cfr. Lc 6, 12; Jn 17, 15-20)[196]. La misma oración de Jesús en el huerto de Getsemaní (cfr. Mt
26, 36-44), dirigida toda ella hacia el sacrificio sacerdotal del
Gólgota, manifiesta de modo paradigmático «hasta qué punto nuestro
sacerdocio debe estar profundamente vinculado a la oración, radicado en
la oración»[197].


Nacidos como fruto de esta oración y llamados a renovar de modo
sacramental e incruento un Sacrificio que de esta es inseparable, los
presbíteros mantendrán vivo su ministerio con una vida espiritual a la
que darán primacía absoluta, evitando descuidarla a causa de las
diversas actividades.


Precisamente para desarrollar un ministerio pastoral fructuoso, el
sacerdote necesita tener una sintonía particular y profunda con Cristo,
el Buen Pastor, el único protagonista principal de cada acción pastoral:
«Él [Cristo] es siempre el principio y fuente de la unidad de la vida
de los presbíteros. Por tanto, estos conseguirán la unidad de su vida
uniéndose a Cristo en el conocimiento de la voluntad del Padre y en la
entrega de sí mismos a favor del rebaño a ellos confiado. Así,
realizando la misión del buen Pastor, encontrarán en el ejercicio mismo
de la caridad pastoral el vínculo de la perfección sacerdotal que una su
vida con su acción»[198].


Medios para la vida espiritual


50. En efecto, entre las graves contradicciones de la cultura
relativista es evidente una auténtica desintegración de la personalidad,
causada por el oscurecimiento de la verdad sobre el hombre. El riesgo
del dualismo en la vida sacerdotal siempre está al acecho.


Esta vida espiritual debe encarnarse en la existencia de cada
presbítero a través de la liturgia, la oración personal, el tenor de
vida y la práctica de las virtudes cristianas; todo esto contribuye a la
fecundidad de la acción ministerial. La misma configuración con Cristo
exige que el sacerdote cultive un clima de amistad con el Señor Jesús,
haga experiencia de un encuentro personal con Él, y se ponga al servicio
de la Iglesia, su Cuerpo, que el presbítero amará, dándose a ella
mediante el servicio fiel e incansable de los deberes del ministerio
pastoral[199].


Por tanto, es necesario que en la vida de oración del presbítero no falten nunca la celebración diaria de la eucaristía[200], con una adecuada preparación y sucesiva acción de gracias; la confesión frecuente[201] y la dirección espiritual ya practicada en el Seminario y a menudo antes[202]; la celebración íntegra y fervorosa de la Liturgia de las Horas[203], obligación cotidiana[204]; el examen de conciencia[205]; la oración mental propiamente dicha[206]; la lectio divina[207], los ratos prolongados de silencio y de diálogo, sobre todo, en ejercicios y retiros espirituales periódicos[208]; las preciosas expresiones de devoción mariana como el Rosario[209]; el Vía Crucis y otros ejercicios piadosos[210]; la provechosa lectura hagiográfica[211];
etc. Sin duda, el buen uso del tiempo, por amor de Dios y de la
Iglesia, permitirá al sacerdote mantener más fácilmente una sólida vida
de oración. De hecho, se aconseja que el presbítero, con la ayuda de su
director espiritual, trate de atenerse con constancia a este plan de
vida, que le permite crecer interiormente en un contexto en el cual
numerosas exigencias de la vida lo podrían inducir muchas veces al
activismo y a descuidar la dimensión espiritual.


Cada año, como un signo del deseo duradero de fidelidad, los
presbíteros renuevan en la Misa crismal, delante del Obispo y junto con
él, las promesas hechas en la ordenación[212].


El cuidado de la vida espiritual, que aleja al enemigo de la tibieza,
debe ser para el sacerdote una exigencia gozosa, pero es también un
derecho de los fieles que buscan en él —consciente o inconscientemente—
al hombre de Dios, al consejero, al mediador de paz, al amigo
fiel y prudente y al guía seguro en quien se pueda confiar en los
momentos más difíciles de la vida para hallar consuelo y firmeza[213].


Benedicto XVI presenta en su Magisterio un texto altamente
significativo acerca de la lucha contra la tibieza espiritual que deben
llevar a cabo quienes viven una mayor cercanía con el Señor por razones
de ministerio: «Nadie está tan cerca de su señor como el servidor que
tiene acceso a la dimensión más privada de su vida. En este sentido,
“servir” significa cercanía, requiere familiaridad. Esta familiaridad
encierra también un peligro: el de que lo sagrado con el que tenemos
contacto continuo se convierta para nosotros en costumbre. Así se apaga
el temor reverencial. Condicionados por todas las costumbres, ya no
percibimos la grande, nueva y sorprendente realidad: Él mismo está
presente, nos habla y se entrega a nosotros. Contra este acostumbrarse a
la realidad extraordinaria, contra la indiferencia del corazón debemos
luchar sin tregua, reconociendo siempre nuestra insuficiencia y la
gracia que implica el hecho de que Él se entrega así en nuestras manos»[214].


Imitar a Cristo que ora


51. A causa de las numerosas obligaciones muchas veces procedentes de
la actividad pastoral, hoy más que nunca, la vida de los presbíteros
está expuesta a una serie de solicitudes, que lo podrían llevar a un
creciente activismo, sometiéndolo a un ritmo a veces frenético y
arrollador.


Contra esta tentación no se debe olvidar que la primera intención de
Jesús fue convocar en torno a sí a los Apóstoles, sobre todo para que
«estuviesen con Él» (Mc 3, 14).


El mismo Hijo de Dios quiso dejarnos el testimonio de su oración. De
hecho, con mucha frecuencia los Evangelios nos presentan a Cristo en
oración: cuando el Padre le revela su misión (Lc 3, 21-22), antes de la llamada de los Apóstoles (Lc 6, 12), en la acción de gracias durante la multiplicación de los panes (Mt 14, 19; 15, 36; Mc 6, 41; 8,7; Lc 9, 16; Jn 6, 11), en la transfiguración en el monte (Lc 9, 28-29), cuando sana al sordomudo (Mc 7, 34) y resucita a Lázaro (Jn 11, 41 ss), antes de la confesión de Pedro (Lc 9, 18), cuando enseña a los discípulos a orar (Lc 11, 1), cuando regresan de su misión (Mt 11, 25 ss; Lc 10, 21), al bendecir a los niños (Mt 19, 13) y al rezar por Pedro (Lc 22, 32).


Toda su actividad cotidiana nacía de la oración. Se retiraba al desierto o al monte a orar (Mc l, 35; 6, 46; Lc 5, 16; Mt 4, 1; 14, 23), se levantaba de madrugada (Mc 1, 35) y pasaba la noche entera en oración con Dios (Mt 14, 23.25; Mc 6, 46.48; Lc 6, 12).


Hasta el final de su vida, en la última Cena (Jn 17, 1-26), durante la agonía (Mt 26, 36-44), en la Cruz (Lc 23, 34.46; Mt 27, 46; Mc
15, 34) el divino Maestro demostró que la oración animaba su ministerio
mesiánico y su éxodo pascual. Resucitado de la muerte, vive para
siempre e intercede por nosotros (Heb 7, 25)[215].


Por eso, la prioridad fundamental del sacerdote es su relación
personal con Cristo a través de la abundancia de los momentos de
silencio y oración, en los cuales cultiva y profundiza su relación con
la persona viva de Jesús, nuestro Señor. Siguiendo el ejemplo de san
José, el silencio del sacerdote «no manifiesta un vacío interior, sino,
al contrario, la plenitud de fe que lleva en el corazón, y que guía
todos sus pensamientos y todos sus actos»[216].
Un silencio que, como el del santo Patriarca, «guarda la Palabra de
Dios, conocida a través de las Sagradas Escrituras, confrontándola
continuamente con los acontecimientos de la vida de Jesús; un silencio
entretejido de oración constante, oración de bendición del Señor, de
adoración de su santísima voluntad y de confianza sin reservas en su
providencia»[217].


En la comunión de la santa Familia de Nazaret, el silencio de José
armonizaba con el recogimiento de María, «realización más perfecta» de
la obediencia de la fe[218], la cual «conservaba las “obras grandes” del Todopoderoso y las meditaba en su corazón»[219].


De este modo, los fieles verán en el sacerdote a un hombre apasionado
de Cristo, que lleva consigo el fuego de Su amor; un hombre que sabe
que el Señor le llama y está lleno de amor por los suyos.


Imitar a la Iglesia que ora


52. Para permanecer fiel al empeño de «estar con Jesús», hace falta que el presbítero sepa imitar a la Iglesia que ora.


Al difundir la Palabra de Dios, que él mismo ha recibido con gozo, el
sacerdote recuerda la exhortación del Evangelio que hizo el Obispo el
día de su ordenación: «Por esto, haciendo de la Palabra el objeto
continuo de tu reflexión, cree siempre lo que lees, enseña lo que crees y
haz vida lo que enseñas. De este modo, mientras darás alimento al
Pueblo de Dios con la doctrina y serás consuelo y apoyo con el buen
testimonio de vida, serás constructor del templo de Dios, que es la
Iglesia». De modo semejante, en cuanto a la celebración de los
sacramentos, y en particular de la Eucaristía: «Sé por lo tanto
consciente de lo que haces, imita lo que realizas y, ya que celebras el
misterio de la muerte y resurrección del Señor, lleva la muerte de
Cristo en tu cuerpo y camina en su vida nueva». Finalmente, con respecto
a la dirección pastoral del Pueblo de Dios, a fin de conducirlo al
Padre: «Por esto, no ceses nunca de tener la mirada puesta en Cristo,
Pastor bueno, que ha venido no para ser servido, sino para servir y para
buscar y salvar a los que se han perdido»[220].


Oración como comunión


53. El presbítero, fortalecido por el vínculo especial con el Señor,
sabrá afrontar los momentos en que se podría sentir solo entre los
hombres; además, renovará con vigor su trato con Jesús en la Eucaristía,
lugar real de la presencia de su Señor.


Así como Jesús, que, mientras estaba a solas, estaba continuamente con el Padre (cfr. Lc 3, 21; Mc
1, 35), también el presbítero debe ser el hombre, que, en el
recogimiento, en el silencio y en la soledad, encuentra la comunión con
Dios[221], por lo que podrá decir con San Ambrosio: «Nunca estoy tan poco solo como cuando estoy solo»[222].


Junto al Señor, el presbítero encontrará la fuerza y los instrumentos
para acercar a los hombres a Dios, para encender la fe de los demás,
para suscitar compromiso y coparticipación.


2.3. Caridad pastoral


Manifestación de la caridad de Cristo


54. La caridad pastoral, íntimamente ligada a la Eucaristía,
constituye el principio interior y dinámico capaz de unificar las
múltiples y diversas actividades pastorales del presbítero y de llevar a
los hombres a la vida de la Gracia.


La actividad ministerial debe ser una manifestación de la caridad de
Cristo, de la que el presbítero sabrá expresar actitudes y conductas
hasta la donación total de sí mismo al rebaño que le ha sido confiado[223].
Estará especialmente cerca de los que sufren, los pequeños, los niños,
las personas que pasan dificultades, los marginados y los pobres, a
todos llevará el amor y la misericordia del Buen Pastor.


La asimilación de la caridad pastoral de Cristo, de manera que dé
forma a la propia vida, es una meta que exige del sacerdote una intensa
vida eucarística, así como continuos esfuerzos y sacrificios, porque
esta no se improvisa, no conoce descanso y no se puede alcanzar de una
vez par siempre. El ministro de Cristo se sentirá obligado a vivir esta
realidad y a dar testimonio de ella, incluso cuando, por su edad, se le
dispense de las tareas pastorales concretas.


Más allá del funcionalismo


55. Hoy día, la caridad pastoral corre el riesgo de ser vaciada de su significado por el llamado funcionalismo.
De hecho, no es raro percibir en algunos sacerdotes la influencia de
una mentalidad que equivocadamente tiende a reducir el sacerdocio
ministerial a los aspectos funcionales. “Hacer” de sacerdote, desempeñar
determinados servicios y garantizar algunas prestaciones comprendería
toda la existencia sacerdotal. Pero el sacerdote no ejerce sólo un
“trabajo” y después está libre para dedicarse a sí mismo: el riesgo de
esta concepción reduccionista de la identidad y del ministerio
sacerdotal es que lo impulse hacia un vacío que, con frecuencia, se
llena de formas no conformes al propio ministerio.


El sacerdote, que se sabe ministro de Cristo y de la Iglesia, que
actúa como apasionado de Cristo con todas las fuerzas de su vida al
servicio de Dios y de los hombres, encontrará en la oración, en el
estudio y en la lectura espiritual, la fuerza necesaria para vencer
también este peligro[224].


2.4. La obediencia


Fundamento de la obediencia


56. La obediencia es una virtud de primordial importancia y va
estrechamente unida a la caridad. Como enseña el Siervo de Dios Pablo
VI, en la «caridad pastoral» se puede superar «el deber de obediencia
jurídica, a fin de que la misma obediencia sea más voluntaria, leal y
segura»[225].
El mismo sacrificio de Jesús sobre la Cruz adquirió significado y valor
salvífico a causa de su obediencia y de su fidelidad a la voluntad del
Padre. Él fue «obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz» (Flp 2, 8). La Carta a los Hebreos subraya también que Jesús «aprendió, sufriendo, a obedecer» (Heb 5, 8). Se puede decir, por tanto, que la obediencia al Padre está en el mismo corazón del Sacerdocio de Cristo.


Como para Cristo, también para el presbítero, la obediencia expresa
la disponibilidad total y dichosa de cumplir la voluntad de Dios. Por
esto el sacerdote reconoce que dicha voluntad se manifiesta también a
través de las indicaciones de sus legítimos superiores. La
disponibilidad para con estos últimos hay que comprenderla como
verdadero ejercicio de la libertad personal, consecuencia de una
elección madurada constantemente ante Dios en la oración. La virtud de
la obediencia, que el sacramento y la estructura jerárquica de la
Iglesia requieren intrínsecamente, la promete explícitamente el clérigo,
primero en el rito de ordenación diaconal y después en el de la
ordenación presbiteral. Con ella el presbítero fortalece su voluntad de
comunión, entrando, así, en la dinámica de la obediencia de Cristo,
quien se hizo Siervo obediente hasta una muerte de cruz (cfr. Flp 2, 7-8)[226].


En la cultura contemporánea se subraya la importancia de la
subjetividad y de la autonomía de cada persona, como algo intrínseco a
la propia dignidad. Este valor, en sí mismo positivo, cuando se
absolutiza y reivindica fuera de su justo contexto, adquiere un valor
negativo[227].
Esto puede manifestarse también en el ámbito eclesial y en la misma
vida del sacerdote, si la fe, la vida cristiana y la actividad
desarrollada al servicio de la comunidad, fuesen reducidas a un hecho
puramente subjetivo.


El presbítero está, por la misma naturaleza de su ministerio, al
servicio de Cristo y de la Iglesia. Este, por tanto, se pondrá en
disposición de acoger cuanto le es indicado justamente por los
superiores y, si no está legítimamente impedido, debe aceptar y cumplir
fielmente el encargo que le encomiende su Ordinario[228].


El Decreto Presbyterorum Ordinis
describe los fundamentos de la obediencia de los sacerdotes a partir de
la obra divina a la que son llamados, mostrando después el marco de
esta obediencia:


– el misterio de la Iglesia: «el ministerio sacerdotal es el
ministerio de la Iglesia misma. Por eso, sólo se puede realizar en la
comunión jerárquica de todo el pueblo de Dios»[229];


– la fraternidad cristiana: «la caridad pastoral, por tanto, urge a
los presbíteros a que, actuando en esta comunión, entreguen mediante la
obediencia su propia voluntad al servicio de Dios y de los hermanos. Lo
harán aceptando y cumpliendo con espíritu de fe lo que manden y
recomienden el Sumo Pontífice, su propio Obispo y otros superiores;
gastándose y agotándose de buena gana en cualquier servicio que se les
haya confiado, aunque sea el más pobre y humilde. Por esta razón, en
efecto, mantienen y consolidan la unidad necesaria con sus hermanos en
el ministerio, sobre todo con los que el Señor estableció rectores
visibles de su Iglesia y trabajan en la construcción del Cuerpo de
Cristo, que crece “a través de los ligamentos que lo nutren”»[230].


Obediencia jerárquica


57. El presbítero tiene una «obligación especial de respeto y obediencia» al Sumo Pontífice y al propio Ordinario[231].
En virtud de la pertenencia a un determinado presbiterio, él está
dedicado al servicio de una Iglesia particular, cuyo principio y
fundamento de unidad es el Obispo[232]; este último tiene sobre ella toda la potestad ordinaria, propia e inmediata, necesaria para el ejercicio de su oficio pastoral[233].
La subordinación jerárquica requerida por el sacramento del Orden
encuentra su actualización eclesiológico-estructural en referencia al
propio Obispo y al Romano Pontífice; este último tiene el primado (principatus) de la potestad ordinaria sobre todas las Iglesias particulares[234].


La obligación de adherirse al Magisterio en materia de fe y de moral
está intrínsecamente ligada a todas las funciones, que el sacerdote debe
desarrollar en la Iglesia[235].
El disentir en este campo debe considerarse algo grave, ya que produce
escándalo y desorientación entre los fieles. La llamada a la
desobediencia, especialmente al Magisterio definitivo de la Iglesia, no
es un camino para renovar a la Iglesia[236].
Su inagotable vivacidad solamente puede brotar siguiendo al Maestro,
obediente hasta la cruz, a cuya misión se colabora «con la alegría de la
fe, la radicalidad de la obediencia, el dinamismo de la esperanza y la
fuerza del amor»[237].


Nadie mejor que el presbítero tiene conciencia del hecho de que la
Iglesia tiene necesidad de normas que sirvan para proteger adecuadamente
los dones del Espíritu Santo encomendados a la Iglesia; ya que su
estructura jerárquica y orgánica es visible, el ejercicio de las
funciones divinamente confiadas a Ella —especialmente la de guía y la de
celebración de los sacramentos— debe ser organizado adecuadamente[238].


En cuanto ministro de Cristo y de su Iglesia, el presbítero asume
generosamente el compromiso de observar fielmente todas y cada una de
las normas, evitando toda forma de adhesión parcial según criterios
subjetivos, que crean división y repercuten —con notable daño pastoral—
sobre los fieles laicos y sobre la opinión pública. En efecto, «las
leyes canónicas, por su misma naturaleza, exigen la observancia» y
requieren que «todo lo que sea mandado por la cabeza, sea observado por
los miembros»[239].


Con la obediencia a la autoridad constituida, el sacerdote, entre
otras cosas, favorecerá la mutua caridad dentro del presbiterio, y
fomentará la unidad, que tiene su fundamento en la verdad.


Autoridad ejercitada con caridad


58. Para que la observancia de la obediencia sea real y pueda
alimentar la comunión eclesial, todos los que han sido constituidos en
autoridad —los Ordinarios, los Superiores religiosos, los Moderadores de
Sociedades de vida apostólica—, además de ofrecer el necesario y
constante ejemplo personal, deben ejercitar con caridad el propio
carisma institucional, bien sea previniendo, bien requiriendo, con el
modo y en el momento oportuno, la adhesión a todas las disposiciones en el ámbito magisterial y disciplinar[240].


Esta adhesión es fuente de libertad, en cuanto que no impide, sino
que estimula la madura espontaneidad del presbítero, quien sabrá asumir
una postura pastoral serena y equilibrada, creando una armonía en la que
la capacidad personal se funde en una superior unidad.


Respeto de las normas litúrgicas


59. Entre varios aspectos del problema, hoy mayormente relevantes,
merece la pena que se ponga en evidencia el del amor y respeto
convencido de las normas litúrgicas.


La liturgia es el ejercicio del sacerdocio de Jesucristo[241], «la cumbre hacia la cual tiende la acción de la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de la que mana toda su fuerza»[242].
Ella constituye un ámbito en el que el sacerdote debe tener particular
conciencia de ser ministro, es decir, siervo, y de deber obedecer
fielmente a la Iglesia. «Regular la sagrada liturgia compete únicamente a
la autoridad de la Iglesia, que reside en la Sede Apostólica y, según
norma de derecho, en el Obispo»[243]. El sacerdote, por tanto, en tal materia no añadirá, quitará o cambiará nada por propia iniciativa[244].


Esto vale de modo especial para los sacramentos, que son por
excelencia actos de Cristo y de la Iglesia, y que el sacerdote
administra en la persona de Cristo Cabeza y en nombre de la Iglesia,
para el bien de los fieles[245].
Estos tienen verdadero derecho a participar en las celebraciones
litúrgicas tal como las quiere la Iglesia, y no según los gustos
personales de cada ministro, ni tampoco según particularismos rituales
no aprobados, expresiones de grupos, que tienden a cerrarse a la
universalidad del Pueblo de Dios.


Unidad en los planes pastorales


60. Es necesario que los sacerdotes, en el ejercicio de su
ministerio, no sólo participen responsablemente en la definición de los
planes pastorales, que el Obispo —con la colaboración del Consejo
Presbiteral[246]— determina, sino que además armonicen con estos las realizaciones prácticas en la propia comunidad.


La sabia creatividad, el espíritu de iniciativa propio de la madurez
de los presbíteros, no sólo no se suprimirán, sino que se valorarán
adecuadamente en beneficio de la fecundidad pastoral. Tomar caminos
diversos en este campo puede significar, de hecho, el debilitamiento de
la misma obra de evangelización.


Importancia y obligatoriedad del traje eclesiástico


61. En una sociedad secularizada y tendencialmente materialista,
donde tienden a desaparecer incluso los signos externos de las
realidades sagradas y sobrenaturales, se siente particularmente la
necesidad de que el presbítero —hombre de Dios, dispensador de Sus
misterios— sea reconocible a los ojos de la comunidad, también por el
vestido que lleva, como signo inequívoco de su dedicación y de la
identidad de quien desempeña un ministerio público[247].
El presbítero debe ser reconocible sobre todo, por su comportamiento,
pero también por un modo de vestir, que ponga de manifiesto de modo
inmediatamente perceptible por todo fiel, más aún, por todo hombre[248], su identidad y su presencia a Dios y a la Iglesia.


El hábito talar es el signo exterior de una realidad interior: «de
hecho, el sacerdote ya no se pertenece a sí mismo, sino que, por el
carácter sacramental recibido (cfr. Catecismo de la Iglesia Católica,
n. 1563 y 1582), es “propiedad” de Dios. Este “ser de Otro” deben poder
reconocerlo todos, gracias a un testimonio límpido. […] En el modo de
pensar, de hablar, de juzgar los hechos del mundo, de servir y de amar,
de relacionarse con las personas, incluso en el hábito, el sacerdote
debe sacar fuerza profética de su pertenencia sacramental, de su ser
profundo»[249].


Por esta razón, el sacerdote, como el diácono transeúnte, debe[250]:


a) llevar o el hábito talar o «un traje eclesiástico
decoroso, según las normas establecidas por la Conferencia Episcopal y
según las legitimas costumbres locales»[251].
El traje, cuando es distinto del talar, debe ser diverso de la manera
de vestir de los laicos y conforme a la dignidad y sacralidad de su
ministerio; la forma y el color deben ser establecidos por la
Conferencia Episcopal, siempre en armonía con las disposiciones de
derecho universal;


b) por su incoherencia con el espíritu de tal disciplina, las praxis contrarias no se pueden considerar legítimas costumbres[252] y deben ser removidas por la autoridad competente[253].
Exceptuando las situaciones del todo excepcionales, el no usar el
traje eclesiástico por parte del clérigo puede manifestar un escaso
sentido de la propia identidad de pastor, enteramente dedicado al
servicio de la Iglesia[254].


Además, el hábito talar —también en la forma, el color y la dignidad—
es especialmente oportuno, porque distingue claramente a los sacerdotes
de los laicos y da a entender mejor el carácter sagrado de su
ministerio, recordando al mismo presbítero que es siempre y en todo
momento sacerdote, ordenado para servir, para enseñar, para guiar y para
santificar las almas, principalmente mediante la celebración de los
sacramentos y la predicación de la Palabra de Dios. Vestir el hábito
clerical sirve asimismo como salvaguardia de la pobreza y la castidad.


2.5. Predicación dela Palabra


Fidelidad a la Palabra


62. Cristo encomendó a los Apóstoles y a la Iglesia la misión de predicar la Buena Nueva a todos los hombres.


Transmitir la fe es preparar a un pueblo para el Señor, revelar,
anunciar y profundizar en la vocación cristiana: la llamada, que Dios
dirige a cada hombre al manifestarle el misterio de la salvación y, a la
vez, el puesto, que debe ocupar con referencia al mismo misterio, como
hijo adoptivo en el Hijo[255].
Este doble aspecto está expresado sintéticamente en el Símbolo de la
Fe, que es la acción con la que la Iglesia responde a la llamada de Dios[256].


En el ministerio del presbítero hay dos exigencias. En primer lugar,
está el carácter misionero de la transmisión de la fe. El ministerio de
la Palabra no puede ser abstracto o estar apartado de la vida de la
gente; por el contrario, debe hacer referencia al sentido de la vida del
hombre, de cada hombre y, por tanto, deberá entrar en las cuestiones
más apremiantes, que están delante de la conciencia humana.


Por otro lado está la exigencia de autenticidad, de conformidad con
la fe de la Iglesia, custodia de la verdad acerca de Dios y de la
vocación del hombre. Esto se debe hacer con un gran sentido de
responsabilidad, consciente que se trata de una cuestión de suma
importancia en cuanto que pone en juego la vida del hombre y el sentido
de su existencia.


Para realizar un fructuoso ministerio de la Palabra, el sacerdote
también tendrá en cuenta que el testimonio de su vida permite descubrir
el poder del amor de Dios y hace persuasiva la palabra del predicador.
Además, no desatenderá la predicación explícita del misterio de Cristo a
los creyentes, a los no cristianos y a los no creyentes; la catequesis,
que es exposición ordenada y orgánica de la doctrina de la Iglesia; la
aplicación de la verdad revelada a la solución de casos concretos[257].


La conciencia de la absoluta necesidad de «permanecer» fiel y anclado
en la Palabra de Dios y en la Tradición para ser verdaderos discípulos
de Cristo y conocer la verdad (cfr. Jn 8, 31-32) siempre ha
acompañado la historia de la espiritualidad sacerdotal y ha estado
respaldada también con la autoridad del Concilio Ecuménico Vaticano II[258]. Por esto, resulta de gran utilidad «la antigua práctica de la lectio divina,
o “lectura espiritual” de la sagrada Escritura. Consiste en reflexionar
largo tiempo sobre un texto bíblico, leyéndolo y releyéndolo, casi
“rumiándolo”, como dicen los Padres, y exprimiendo, por decirlo así,
todo su “jugo”, para que alimente la meditación y la contemplación y
llegue a regar como linfa la vida concreta»[259].


Para la sociedad contemporánea, marcada en numerosos países por el
materialismo práctico y teórico, por el subjetivismo y el relativismo
cultural, es necesario que se presente el Evangelio como «fuerza de Dios
para la salvación de todo el que cree» (Rom 1, 16). Los
presbíteros, recodando que «la fe nace del mensaje que se escucha, y la
escucha viene a través de la palabra de Cristo» (Rom 10, 17),
empeñarán todas sus energías en corresponder a esta misión, que tiene
primacía en su ministerio. De hecho, ellos son no solamente los
testigos, sino los heraldos y mensajeros de la fe[260].


Este ministerio —realizado en la comunión jerárquica— los habilita a enseñar con autoridad la fe católica y a dar testimonio oficial
de la fe en nombre de la Iglesia. El Pueblo de Dios, en efecto, «es
congregado sobre todo por medio de la palabra de Dios viviente, que
todos tienen el derecho de buscar en los labios de los sacerdotes»[261].


Para que la Palabra sea auténtica se debe transmitir sin doblez y sin
ninguna falsificación, sino manifestando con franqueza la verdad
delante de Dios (2 Cor 4, 2). Con madurez responsable, el
sacerdote evitará reducir, distorsionar o diluir el contenido del
mensaje divino. Su tarea consiste en «no enseñar su propia sabiduría,
sino la palabra de Dios e invitar con insistencia a todos a la
conversión y la santidad »[262].
«Consiguientemente, sus palabras, sus decisiones y sus actitudes han de
ser cada vez más una trasparencia, un anuncio y un testimonio del
Evangelio; “solamente ‘permaneciendo’ en la Palabra, el sacerdote será
perfecto discípulo del Señor; conocerá la verdad y será verdaderamente
libre”»[263].


Por lo tanto, la predicación no se puede reducir a la comunicación de
pensamientos propios, experiencias personales, simples explicaciones de
carácter psicológico[264],
sociológico o filantrópico y tampoco puede usar excesivamente el
encanto de la retórica, tan presente en los medios de comunicación
social. Se trata de anunciar una Palabra de la que no se puede disponer
porque ha sido dada a la Iglesia a fin de que la custodie, examine y
transmita fielmente[265].
En cualquier caso, es necesario que el sacerdote prepare adecuadamente
su predicación mediante la oración, el estudio serio y actualizado y el
compromiso de aplicarla concretamente a las condiciones de los
destinatarios. De modo particular, como ha recordado Benedicto XVI, «es
conveniente que, partiendo del leccionario trienal, se prediquen a los
fieles homilías temáticas que, a lo largo del año litúrgico, traten los
grandes temas de la fe cristiana, según lo que el Magisterio propone en
los cuatro “pilares” del Catecismo de la Iglesia Católica y en su reciente Compendio: la profesión de la fe, la celebración del misterio cristiano, la vida en Cristo y la oración cristiana»[266].
Así, las homilías, las catequesis, etc., podrán ser verdaderamente una
ayuda para los fieles, para mejorar su vida de relación con Dios y con
los demás.


Palabra y vida


63. La conciencia de la misión propia como heraldo del Evangelio,
como instrumento de Cristo y del Espíritu Santo, se debe concretar cada
vez más en la pastoral, de manera que, a la luz de la Palabra de Dios,
pueda dar vida a las muchas situaciones y ambientes en que el sacerdote
desempeña su ministerio.


Para ser eficaz y creíble, es importante, por esto, que el presbítero
—en la perspectiva de la fe y de su ministerio— conozca, con
constructivo sentido crítico, las ideologías, el lenguaje, los
entramados culturales, las tipologías difundidas por los medios de
comunicación y que, en gran parte, condicionan las mentalidades.


Estimulado por el Apóstol, que exclamaba: «¡Ay de mí si no anuncio el Evangelio!» (1Cor 9, 16), sabrá utilizar todos los medios de transmisión, que le ofrecen la ciencia y la tecnología modernas.


Sin lugar a dudas, no depende todo solamente de estos medios o de la
capacidad humana, ya que la gracia divina puede alcanzar su efecto
independientemente del trabajo de los hombres. Sin embargo, en el plan
de Dios la predicación de la Palabra es normalmente el canal
privilegiado para la transmisión de la fe y para la misión de
evangelización.


La exigencia dada por la nueva evangelización constituye un desafío
para el sacerdote. Para los que hoy están fuera o lejos del anuncio de
Cristo, el presbítero sentirá particularmente urgente y actual la
dramática pregunta: «¿Cómo invocarán a Aquel en quien no han creído?;
¿cómo creerán en Aquel de quien no han oído hablar?; ¿cómo oirán hablar
de Él sin nadie que anuncie?» (Rom 10, 14).


Para responder a tales interrogantes, él se sentirá personalmente
comprometido a conocer particularmente la Sagrada Escritura por medio
del estudio de una sana exégesis, sobre todo patrística; la Palabra de
Dios será materia de su meditación —que practicará de acuerdo con los
diversos métodos probados por la tradición espiritual de la Iglesia—;
así logrará tener una comprensión de las Sagradas Escrituras animada por
el amor[267].
Es particularmente importante enseñar a cultivar esta relación personal
con la Palabra de Dios ya en los años de seminario, donde los
aspirantes al sacerdocio están llamados a estudiar las Escrituras para
ser más «conscientes del misterio de la revelación divina, alimentando
una actitud de respuesta orante a Dios que habla. Por otro lado, una
auténtica vida de oración hará también crecer necesariamente en el alma
del candidato el deseo de conocer cada vez más al Dios que se ha
revelado en su Palabra como amor infinito»[268].


64. El presbítero sentirá el deber de preparar, tanto remota como
próximamente, la homilía litúrgica con gran atención a sus contenidos,
haciendo referencia a los textos litúrgicos, sobre todo al Evangelio;
atento al equilibrio entre parte expositiva y práctica, así como a la
pedagogía y a la técnica del buen hablar, llegando incluso hasta la
buena dicción por respeto a la dignidad del acto y de los destinatarios[269].
En particular, «se han de evitar homilías genéricas y abstractas, que
oculten la sencillez de la Palabra de Dios, así como inútiles
divagaciones que corren el riesgo de atraer la atención más sobre el
predicador que sobre el corazón del mensaje evangélico. Debe quedar
claro a los fieles que lo que interesa al predicador es mostrar a
Cristo, que tiene que ser el centro de toda homilía»[270].


Palabra y catequesis


65. Hoy, cuando en muchos ambientes se difunde un analfabetismo
religioso en el que se conocen cada vez menos los elementos
fundamentales de la fe, la catequesis es parte fundamental de la misión
de evangelización de la Iglesia, porque es un instrumento privilegiado
de enseñanza y maduración de la fe [271].


El presbítero, en cuanto colaborador del Obispo y por mandato del
mismo, tiene la responsabilidad de animar, coordinar y dirigir la
actividad catequética de la comunidad que le ha sido encomendada. Es
importante que sepa integrar esta labor dentro de un proyecto orgánico
de evangelización, asegurando por encima de todo, la comunión de la
catequesis en la propia comunidad con la persona del Obispo, con la
Iglesia particular y con la Iglesia universal[272].


De manera particular, sabrá suscitar la justa y oportuna colaboración
y responsabilidad con lo referente a la catequesis, tanto de los
miembros de institutos de vida consagrada o sociedades de vida
apostólica, como de los fieles laicos[273], preparados adecuadamente y demostrándoles agradecimiento y estima por su labor catequética.


Pondrá especial solicitud en el cuidado de la formación inicial y
permanente de los catequistas. En la medida de lo posible, el sacerdote
debe ser el catequista de los catequistas, formando con ellos una
verdadera comunidad de discípulos del Señor, que sirva como punto de
referencia para los catequizados. Así, les enseñará que el servicio al
ministerio de la enseñanza debe ajustarse a la Palabra de Jesucristo y
no a teorías y opiniones privadas: es «la fe de la Iglesia, de la cual
somos servidores»[274].


Maestro[275] y educador en la fe[276],
el sacerdote procurará que la catequesis, especialmente la de los
sacramentos, sea una parte privilegiada en la educación cristiana de la
familia, en la enseñanza religiosa, en la formación de movimientos
apostólicos, etc.; y que se dirija a todas las categorías de fieles:
niños, jóvenes, adolescentes, adultos y ancianos. Sabrá transmitir la
enseñanza catequética haciendo uso de todas las ayudas, medios
didácticos e instrumentos de comunicación, que puedan ser eficaces a fin
de que los fieles —de un modo adecuado a su carácter, capacidad, edad y
condición de vida— estén en condiciones de aprender más plenamente la
doctrina cristiana y de ponerla en práctica de la manera más conveniente[277].


Con esta finalidad, el presbítero tendrá como principal punto de referencia el Catecismo de la Iglesia Católica y su Compendio. De hecho, estos textos constituyen una norma segura y auténtica de la enseñanza de la Iglesia[278]
y, por eso, es preciso alentar su lectura y estudio. Deben ser siempre
el punto de apoyo seguro e insustituible para la enseñanza de los
«contenidos fundamentales de la fe, sintetizados sistemática y
orgánicamente en el Catecismo de la Iglesia Católica»[279]. Como ha recordado el Santo Padre Benedicto XVI, en el Catecismo
«en efecto, se pone de manifiesto la riqueza de la enseñanza que la
Iglesia ha recibido, custodiado y ofrecido en sus dos mil años de
historia. Desde la Sagrada Escritura a los Padres de la Iglesia, de los
Maestros de teología a los Santos de todos los siglos, el Catecismo
ofrece una memoria permanente de los diferentes modos en que la Iglesia
ha meditado sobre la fe y ha progresado en la doctrina, para dar
certeza a los creyentes en su vida de fe»[280].


2.6. El sacramento de la Eucaristía


El Misterio eucarístico


66. Si bien el ministerio de la Palabra es un elemento fundamental en
la labor sacerdotal, el núcleo y centro vital es, sin duda, la
Eucaristía: presencia real en el tiempo del único y eterno sacrificio de
Cristo[281].


La Eucaristía —memorial sacramental de la muerte y resurrección de
Cristo, representación real y eficaz del único Sacrificio redentor,
fuente y culmen de la vida cristiana y de toda la evangelización[282]
es el medio y el fin del ministerio sacerdotal, ya que «todos los
ministerios eclesiásticos y obras de apostolado están íntimamente
trabados con la Eucaristía y a ella se ordenan»[283]. El presbítero, consagrado para perpetuar el Santo Sacrificio, manifiesta así, del modo más evidente, su identidad[284].


De hecho, existe una íntima unión entre la primacía de la Eucaristía, la caridad pastoral y la unidad de vida del presbítero[285]: en ella encuentra las señales decisivas para el itinerario de santidad al que está específicamente llamado.


Si el presbítero presta a Cristo —Sumo y Eterno Sacerdote— la
inteligencia, la voluntad, la voz y las manos para que mediante su
propio ministerio pueda ofrecer al Padre el sacrificio sacramental de la
redención, deberá hacer suyas las disposiciones del Maestro y como Él,
vivir como don para sus hermanos. Consecuentemente deberá
aprender a unirse íntimamente a la ofrenda, poniendo sobre el altar del
sacrificio la vida entera como un signo claro del amor gratuito y
providente de Dios.


Celebrar bien la Eucaristía


67. El sacerdote está llamado a celebrar el Santo Sacrificio
eucarístico, a meditar constantemente sobre lo que este significa y a
transformar su vida en una Eucaristía, lo cual se manifiesta en el amor
al sacrificio diario, sobre todo en el cumplimiento de sus deberes de
estado. El amor a la cruz lleva al sacerdote a convertirse en un
sacrifico agradable al Padre por medio de Cristo (cfr. Rom 12,
1). Amar la cruz en una sociedad hedonística es un escándalo, pero desde
una perspectiva de fe, es fuente de vida interior. El sacerdote debe
predicar el valor redentor de la cruz con su estilo de vida.


Es necesario recordar el valor incalculable que tiene para el
sacerdote la celebración diaria de la Santa Misa —“fuente y cumbre”[286] de la vida sacerdotal—, aún cuando no estuviera presente ningún fiel[287].
Al respecto, enseña Benedicto XVI: «Junto con los padres del Sínodo,
recomiendo a los sacerdotes “la celebración diaria de la santa misa, aun
cuando no hubiera participación de fieles”. Esta recomendación está en
consonancia ante todo con el valor objetivamente infinito de cada
celebración eucarística; y, además, está motivada por su singular
eficacia espiritual, porque si la santa Misa se vive con atención y con
fe, es formativa en el sentido más profundo de la palabra, pues promueve
la configuración con Cristo y consolida al sacerdote en su vocación»[288].


Él la vivirá como el momento central de cada día y del ministerio
cotidiano, como fruto de un deseo sincero y como ocasión de un encuentro
profundo y eficaz con Cristo. En la Eucaristía, el sacerdote aprende a
darse cada día, no sólo en los momentos de gran dificultad, sino también
en las pequeñas contrariedades cotidianas. Este aprendizaje se refleja
en el amor por prepararse a la celebración del Santo Sacrificio, para
vivirlo con piedad, sin prisas, respetando las normas litúrgicas y las
rúbricas, a fin de que los fieles perciban en este modo una auténtica
catequesis[289].


En una sociedad cada vez más sensible a la comunicación a través de
signos e imágenes, el sacerdote cuidará adecuadamente todo lo que puede
aumentar el decoro y el aspecto sagrado de la celebración. Es importante
que en la celebración eucarística haya un adecuado cuidado de la
limpieza del lugar, de la estructura del altar y del sagrario[290], de la nobleza de los vasos sagrados, de los paramentos[291], del canto[292], de la música[293], del silencio sagrado[294],
del uso del incienso en las celebraciones más solemnes, etc.,
repitiendo el gesto amoroso de María hacia el Señor cuando «tomó una
libra de perfume de nardo, auténtico y costoso, le urgió a Jesús los
pies y se los enjugó con su cabellera. Y la casa se llenó de la
fragancia del perfume» (Jn 12, 3). Todos estos elementos pueden
contribuir a una mejor participación en el Sacrificio eucarístico. De
hecho, la falta de atención a estos aspectos simbólicos de la liturgia
y, aun peor, el descuido, las prisas, la superficialidad y el desorden,
vacían de significado y debilitan la función de aumentar la fe[295].
El que celebra mal, manifiesta la debilidad de su fe y no educa a los
demás en la fe. Al contrario, celebrar bien constituye una primera e
importante catequesis sobre el Santo Sacrificio.


Especialmente en la celebración eucarística, las normas litúrgicas se
deben observar con generosa fidelidad. «Son una expresión concreta de
la auténtica eclesialidad de la Eucaristía; éste es su sentido más
profundo. La liturgia nunca es propiedad privada de alguien, ni del
celebrante ni de la comunidad en que se celebran los Misterios. […]
También en nuestros tiempos, la obediencia a las normas litúrgicas
debería ser redescubierta y valorada como reflejo y testimonio de la
Iglesia una y universal, que se hace presente en cada celebración de la
Eucaristía. El sacerdote que celebra fielmente la Misa según las normas
litúrgicas y la comunidad que se adecua a ellas, demuestran de manera
silenciosa pero elocuente su amor por la Iglesia»[296].


El sacerdote, entonces, al poner todos sus talentos al servicio de la
celebración eucarística para ayudar a que todos los fieles participen
vivamente en ella, debe atenerse al rito establecido en los libros
litúrgicos aprobados por la autoridad competente, sin añadir, quitar o
cambiar nada[297].
Así su celebración es realmente celebración de la Iglesia y con la
Iglesia: no hace “algo suyo”, sino que está con la Iglesia en diálogo
con Dios. Esto favorece asimismo una adecuada participación activa de
los fieles en la sagrada liturgia: «El ars celebrandi es la mejor premisa para la actuosa participatio. El ars celebrandi
proviene de la obediencia fiel a las normas litúrgicas en su plenitud,
pues es precisamente este modo de celebrar lo que asegura desde hace dos
mil años la vida de fe de todos los creyentes, los cuales están
llamados a vivir la celebración como pueblo de Dios, sacerdocio real,
nación santa (cfr. 1 Pe 2, 4-5.9)»[298].


Los Ordinarios, Superiores de los Institutos de vida consagrada, y
los Moderadores de las sociedades de vida apostólica, tienen el deber
grave no sólo de preceder con el ejemplo, sino de vigilar para que todos
cumplan siempre fielmente las normas litúrgicas referentes a la
celebración eucarística, en todos los lugares.


Los sacerdotes, que celebran o concelebran están obligados al uso de
los ornamentos sagrados prescritos por las normas litúrgicas[299].


Adoración eucarística


68. La centralidad de la Eucaristía se debe indicar no sólo por la
digna y piadosa celebración del Sacrificio, sino aún más por la
adoración habitual del sacramento. El presbítero debe mostrarse modelo
del rebaño también en el devoto cuidado del Señor en el sagrario y en la
meditación asidua que hace ante Jesús Sacramentado. Es conveniente que
los sacerdotes encargados de la dirección de una comunidad dediquen
espacios largos de tiempo para la adoración en comunidad —por ejemplo,
todos los jueves, los días de oración por las vocaciones, etc. —, y
tributen atenciones y honores, mayores que a cualquier otro rito, al
Santísimo Sacramento del altar, también fuera de la Santa Misa. «La fe y
el amor a la Eucaristía no pueden permitir que Cristo se quede solo en
el tabernáculo»[300].
Impulsados por el ejemplo de fe de sus pastores, los fieles buscarán
ocasiones a lo largo de la semana para ir a la iglesia a adorar a
nuestro Señor, presente en el tabernáculo.


La Liturgia de las Horas puede ser un momento privilegiado para la
adoración eucarística. Esta liturgia es una verdadera prolongación, a lo
largo de la jornada, del sacrificio de alabanza y acción de gracias,
que tiene en la Santa Misa el centro y la fuente sacramental. La
Liturgia de las Horas, en la cual el sacerdote unido a Cristo es la voz
de la Iglesia para el mundo entero, también se celebrará
comunitariamente, para que sea «intérprete y vehículo de la voz
universal, que canta la gloria de Dios y pide la salvación del hombre»[301].


Ejemplar solemnidad tendrá esta celebración en los Capítulos de canónigos.


Siempre se deberá tratar de que, tanto la celebración comunitaria
como la individual, se hagan con amor y deseo de reparación, sin caer en
el mero «deber» mecánico de una simple y rápida lectura que no preste
la necesaria atención al sentido del texto.


Intenciones de las Misas


69. «La Eucaristía es, pues, un sacrificio porque representa (hace presente) el sacrificio de la cruz, porque es su memorial y aplica su fruto»[302].
Toda celebración eucarística actualiza el sacrificio único, perfecto y
definitivo de Cristo que salvó al mundo en la Cruz de una vez para
siempre. La Eucaristía se celebra primero de todo para la gloria de Dios
y en acción de gracias por la salvación de la humanidad. Según una
antiquísima tradición, los fieles piden al sacerdote que celebre la
santa Misa a fin de que «se ofrezca también en reparación de los pecados
de los vivos y los difuntos, y para obtener de Dios beneficios
espirituales o temporales»[303]. «Se recomienda encarecidamente a los sacerdotes que celebren la Misa por las intenciones de los fieles»[304].


Con el fin de participar a su modo en el sacrificio del Señor, no
sólo con el don de sí mismos sino también de una parte de lo que poseen,
los fieles asocian una ofrenda, normalmente pecuniaria, a la intención
por la cual desean que se aplique una santa Misa. No se trata de ningún
modo de una remuneración, al ser el Sacrificio Eucarístico
absolutamente gratuito. «Impulsados por su sentido religioso y eclesial,
que los fieles unan, para una participación más activa en la
celebración eucarística, una aportación personal, contribuyendo así a
las necesidades de la Iglesia y, en particular, a la sustentación de sus
ministros»[305]. La ofrenda para la celebración de santas Misas se debe considerar «una forma excelente» de limosna[306].


Dicho uso «la Iglesia, no sólo lo aprueba, sino que lo alienta, pues
lo considera como una especie de signo de unión del bautizado con
Cristo, así como del fiel con el sacerdote, el cual desempeña su
ministerio precisamente en su favor»[307].
Por tanto, los sacerdotes deben alentarlo con una catequesis adecuada,
explicando a los fieles su sentido espiritual y su fecundidad. Ellos
mismos pondrán diligencia en celebrar la Eucaristía con la viva
conciencia de que, en Cristo y con Cristo, son intercesores delante de
Dios, no sólo para aplicar de modo general el Sacrificio de la Cruz a la
salvación de la humanidad, sino también para presentar a la
benevolencia divina la intención particular que se le confía. Constituye
para ellos un modo excelente para participar activamente en la
celebración del memorial del Señor.


Los sacerdotes también deben estar convencidos de que, «puesto que la
materia toca directamente el augusto sacramento, cualquier apariencia
de lucro o de simonía —aunque fuese mínima— causaría escándalo»[308]. Por esto la Iglesia ha promulgado reglas precisas al respecto[309] y castiga con una pena justa «quien obtiene ilegítimamente un lucro con la ofrenda de la Misa»[310].
Todo sacerdote que acepte el encargo de celebrar una Santa Misa según
las intenciones del oferente, debe hacerlo, por una obligación de
justicia, aplicando una Misa distinta por cada intención para la que ha
sido ofrecida[311].


No le es lícito al sacerdote pedir una cantidad mayor de la que haya
determinado con decreto la autoridad legítima; sí le es lícito recibir
por la aplicación de una Misa la ofrenda mayor que la fijada, si es
espontáneamente ofrecida, y también una menor[312].


«Todo sacerdote debe anotar cuidadosamente los encargos de Misas recibidos y los ya satisfechos»[313]. El párroco y el rector de una iglesia deben tomar nota en un libro especial[314].


Se aceptarán sólo las ofrendas para celebrar Misas personalmente que se puedan satisfacer en el plazo de un año[315].
«Los sacerdotes que reciben ofrendas para intenciones particulares de
santas Misas en gran número […], en lugar de rechazarlas, frustrando la
santa voluntad de los oferentes y disuadiéndolos de su buen propósito,
deben entregarlas a otros sacerdotes (cfr. C.I.C. can. 955) o bien al propio Ordinario (cfr. C.I.C. can. 956)»[316].


«En el caso de que los oferentes, previa y explícitamente avisados,
acepten libremente que sus ofrendas se acumulen con otras en una única
ofrenda, se pueden satisfacer con una sola santa Misa, celebrada según
una única intención “colectiva”. En este caso, es necesario que se
indique públicamente el día, el lugar y el horario en que se celebrará
dicha santa Misa, no más de dos veces por semana»[317]. Tal excepción a la ley canónica vigente, si se ampliara excesivamente, constituiría un abuso reprobable[318].


El sacerdote que celebre más de una Misa el mismo día, quédese sólo
con la ofrenda de una Misa y destine las demás a los fines determinados
por el Ordinario[319].


Todo párroco «está obligado a aplicar la Misa por el pueblo a él confiado todos los domingos y fiestas que sean de precepto»[320].


2.7. El Sacramento de la Penitencia


Ministro de la Reconciliación


70. El Espíritu Santo para la remisión de los pecados es un don de la
resurrección, que se da a los Apóstoles: «Recibid el Espíritu Santo; a
quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los
retengáis, les quedan retenidos» (Jn 20, 22-23). Cristo confió la
obra sacramental de reconciliación del hombre con Dios exclusivamente a
sus Apóstoles y a aquellos que les suceden en la misma misión. Los
sacerdotes son, por voluntad de Cristo, los únicos ministros del
sacramento de la reconciliación[321]. Como Cristo, son enviados a convertir a los pecadores y a llevarlos otra vez al Padre, mediante el juicio de misericordia.


La reconciliación sacramental restablece la amistad con Dios Padre y
con todos sus hijos en su familia, que es la Iglesia. Por lo tanto, esta
se rejuvenece y se construye en todas sus dimensiones: universal,
diocesana y parroquial[322].


A pesar de la triste realidad de la pérdida del sentido del pecado,
muy extendida en la cultura de nuestro tiempo, el sacerdote debe
practicar con gozo y dedicación el ministerio de la formación de la
conciencia, del perdón y de la paz.


Es preciso que él, por tanto, sepa identificarse en cierto sentido
con este sacramento y —asumiendo la actitud de Cristo— se incline con
misericordia, como buen samaritano, sobre la humanidad herida y muestre
la novedad cristiana de la dimensión medicinal de la Penitencia, que
está dirigida a sanar y perdonar[323].


Dedicación al ministerio de la Reconciliación


71. El presbítero deberá dedicar tiempo —incluso con días, horas
establecidas— y energías a escuchar las confesiones de los fieles[324], tanto por su oficio[325]
como por la ordenación sacramental, pues los cristianos —como demuestra
la experiencia— acuden con gusto a recibir este sacramento, allí donde
saben y ven que hay sacerdotes disponibles. Asimismo, que no se descuide
la posibilidad de facilitar a cada fiel la participación en el
sacramento de la Reconciliación y la Penitencia también durante la
celebración de la Santa Misa[326].
Esto se aplica a todas partes, pero especialmente, a las zonas con las
iglesias más frecuentadas y a los santuarios, donde es posible una
colaboración fraterna y responsable con los sacerdotes religiosos y los
ancianos[327].


No podemos olvidar que «la fiel y generosa disponibilidad de los
sacerdotes a escuchar las confesiones, a ejemplo de los grandes santos
de la historia, como san Juan María Vianney, san Juan Bosco, san José
María Escrivá, san Pío de Pietrelcina, san José Cafasso y san Leopoldo
Mandić, nos indica a todos que el confesonario puede ser un “lugar” real
de santificación»[328].


Cada sacerdote seguirá la normativa eclesial que defiende y promueve
el valor de la confesión individual e íntegra de los pecados en el
coloquio directo con el confesor[329].
«La confesión individual e íntegra y la absolución constituyen el único
modo ordinario con el que un fiel consciente de que está en pecado
grave se reconcilia con Dios y con la Iglesia» y, por tanto, «todos los
que, por su oficio, tienen encomendada la cura de almas, están obligados
a proveer que se oiga en confesión a los fieles que les están
encomendados»[330].
Sin duda, las absoluciones sacramentales impartidas de forma colectiva,
sin que se observen las normas establecidas, hay que considerarlas
abusos graves[331].


Por lo que se refiere a la sede para oír las confesiones, las normas
las establece la Conferencia Episcopal, «asegurando en todo caso que
existan siempre en lugar patente confesionarios provistos de rejillas
entre el penitente y el confesor que puedan utilizar libremente los
fieles que así lo deseen»[332].
El confesor tendrá oportunidad de iluminar la conciencia del penitente
con unas palabras que, aunque breves, serán apropiadas para su situación
concreta. Estas ayudarán a la renovada orientación personal hacia la
conversión e influirán profundamente en su camino espiritual, también a
través de una satisfacción oportuna[333]. Así se podrá vivir la confesión también como momento de dirección espiritual.


En cada caso, el presbítero sabrá mantener la celebración de la
Reconciliación a nivel sacramental, estimulando el dolor por los
pecados, la confianza en la gracia, etc. y, al mismo tiempo, superando
el peligro de reducirla a una actividad puramente psicológica o de
simple formalidad.


Entre otras cosas, esto se manifestará en el cumplimiento fiel de la
disciplina vigente acerca del lugar y la sede para las confesiones, que
no se deben recibir «fuera del confesionario, a no ser por causa justa» [334].


Necesidad de confesarse


72. Como todo buen fiel, el sacerdote también tiene necesidad de
confesar sus propios pecados y debilidades. Él es el primero en saber
que la práctica de este sacramento lo fortalece en la fe y en la caridad
hacia Dios y los hermanos.


Para hallarse en las mejores condiciones de mostrar con eficacia la
belleza de la Penitencia, es esencial que el ministro del sacramento
ofrezca un testimonio personal precediendo a los demás fieles en esta
experiencia del perdón. Además, esto constituye la primera condición
para la revalorización pastoral del sacramento de la Reconciliación: en
la confesión frecuente, el presbítero aprende a comprender a los demás
y, siguiendo el ejemplo de los Santos, se ve impulsado a «ponerlo en el
centro de sus preocupaciones pastorales»[335]. En este sentido, es una cosa buena que los fieles sepan y vean que también sus sacerdotes se confiesan con regularidad[336].
«Toda la existencia sacerdotal sufre un inexorable decaimiento si le
falta por negligencia o cualquier otro motivo el recurso periódico,
inspirado por auténtica fe y devoción, al sacramento de la Penitencia.
En un sacerdote que no se confesase o se confesase mal, su ser como
sacerdote y su ministerio se resentirían muy pronto, y se daría cuenta
también la comunidad de la que es pastor»[337].


Dirección espiritual para sí mismo y para los demás


73. De manera paralela al sacramento de la Reconciliación, el presbítero no dejará de ejercer el ministerio de la dirección espiritual[338].
El descubrimiento y la difusión de esta práctica, también en momentos
distintos de la administración de la Penitencia, es un beneficio grande
para la Iglesia en el tiempo presente[339].
La actitud generosa y activa de los presbíteros al practicarla
constituye también una ocasión importante para reconocer y sostener las
vocaciones al sacerdocio y a las distintas formas de vida consagrada.


Para contribuir a mejorar su propia vida espiritual, es necesario que
los mismos presbíteros practiquen la dirección espiritual, porque «con
la ayuda de la dirección o el consejo espiritual […] es más fácil
discernir la acción del Espíritu Santo en la vida de cada uno»[340].
Al poner la formación de sus almas en las manos de un hermano sabio
—instrumento del Espíritu Santo—, madurarán desde los primeros pasos de
su ministerio la conciencia de la importancia de no caminar solos por el
camino de la vida espiritual y del empeño pastoral. Para el uso de este
eficaz medio de formación tan experimentado en la Iglesia, los
presbíteros tendrán plena libertad en la elección de la persona que los
pueda guiar.


2.8. Liturgia de las Horas


74. Para el sacerdote un modo fundamental de estar delante del Señor
es la Liturgia de las Horas: en ella rezamos como hombres que necesitan
el diálogo con Dios, dando voz y supliendo también a todos aquellos que
quizás no saben, no quieren o no encuentran tiempo para orar.


El Concilio Ecuménico Vaticano II recuerda que los fieles «que
ejercen esta función no sólo cumplen el oficio de la Iglesia, sino que
también participan del sumo honor de la Esposa de Cristo, porque, al
alabar a Dios, están ante su trono en nombre de la Madre Iglesia»[341]. Esta oración es «la voz de la Esposa que habla al Esposo; más aún, es la oración de Cristo, con su mismo Cuerpo, al Padre»[342]. En este sentido, el sacerdote prolonga y actualiza la oración de Cristo Sacerdote.


75. La obligación diaria de rezar el Breviario (la Liturgia de las
Horas), es asimismo uno de los compromisos solemnes que se toman
públicamente en la ordenación diaconal, que no se puede descuidar salvo
causa grave. Es una obligación de amor, que es preciso cuidar en toda
circunstancia, incluso en tiempo de vacaciones. El sacerdote tiene «la
obligación de recitar cada día todas las Horas»[343],
es decir, Laudes y Vísperas, al igual que el Oficio de las Lecturas, al
menos una de las partes de Hora intermedia, y Completas.


76. A fin de que los sacerdotes puedan profundizar el significado de
la Liturgia de las Horas, se «exige no solamente armonizar la voz con el
corazón que ora, sino también “adquirir una instrucción litúrgica y
bíblica más rica especialmente sobre los salmos”»[344].
Es preciso, pues, interiorizar la Palabra divina, estar atentos a lo
que el Señor “me” dice con esta Palabra, escuchar también el comentario
de los Padres de la Iglesia o del Concilio Ecuménico Vaticano II,
profundizar en la vida de los Santos y en los discursos de los Papas, en
la segunda Lectura del Oficio de las Lecturas, y rezar con esta gran
invocación que son los Salmos, que nos introducen en la oración de la
Iglesia. «En la medida en que interioricemos esta estructura, en que
comprendamos esta estructura, en que asimilemos las palabras de la
Liturgia, podremos entrar en consonancia interior, de forma que no sólo
hablemos con Dios como personas individuales, sino que entremos en el
“nosotros” de la Iglesia que ora; que transformemos nuestro “yo”
entrando en el “nosotros” de la Iglesia, enriqueciendo, ensanchando este
“yo”, orando con la Iglesia, con las palabras de la Iglesia, entablando
realmente un coloquio con Dios»[345]. Más que rezar el Breviario, se trata de favorecer una actitud de escucha, y también de vivir la «experiencia del silencio»[346].
De hecho, la Palabra se puede pronunciar y oír solamente en el
silencio. Sin embargo, al mismo tiempo, el sacerdote sabe que nuestro
tiempo no favorece el recogimiento. Muchas veces tenemos la impresión de
que hay casi temor de alejarse de los instrumentos de comunicación de
masa, aunque solo sea por un momento[347].
Por esto, el sacerdote debe redescubrir el sentido del recogimiento y
de la serenidad interior «para acoger en el corazón la plena resonancia
de la voz del Espíritu Santo, y para unir más estrechamente la oración
personal con la Palabra de Dios y con la voz pública de la Iglesia»[348]; debe interiorizar cada vez más su naturaleza de intercesor[349].
Con la Eucaristía, a la cual es “ordenado”, el sacerdote se convierte
en el intercesor calificado para tratar con Dios con gran sencillez de
corazón (simpliciter) las cuestiones de sus hermanos, los
hombres. El Papa Juan Pablo II lo recordaba en su discurso con ocasión
del 30° aniversario de Presbyterorum Ordinis:
«La identidad sacerdotal es una cuestión de fidelidad a Cristo y al
pueblo de Dios al que nos ha enviado. La conciencia sacerdotal no es
sólo algo únicamente personal. Es una realidad que los hombres
continuamente examinan y verifican, ya que el sacerdote es “elegido”
entre los hombres y establecido para intervenir en sus relaciones con
Dios. […] Puesto que el sacerdote es mediador entre Dios y los hombres,
muchos hombres se dirigen a él para pedirle oraciones. Por tanto, la
oración, en cierto sentido, “crea” al sacerdote, especialmente como
pastor. Y, al mismo tiempo, cada sacerdote se crea a sí mismo
constantemente gracias a la oración. Pienso en la estupenda oración del
breviario, Officium divinum, en la cual toda la Iglesia con los labios de sus ministros ora junto a Cristo»[350].


2.9. Guía de la comunidad


Sacerdote para la comunidad


77. El sacerdote está llamado a ocuparse de otro aspecto de su
ministerio, además de aquellos ya analizados. Se trata de la solicitud
por la vida de la comunidad, que le ha sido confiada, y que se
manifiesta sobre todo en el testimonio de la caridad.


Pastor de la comunidad —a imagen de Cristo, Buen Pastor, que ofrece
toda su vida por la Iglesia—, el sacerdote existe y vive para ella; por
ella reza, estudia, trabaja y se sacrifica. Estará dispuesto a dar la
vida por ella, la amará como ama a Cristo, volcando sobre ella todo su
amor y su afecto[351],
dedicándose —con todas sus fuerzas y sin límite de tiempo— a
configurarla, a imagen de la Iglesia Esposa de Cristo, siempre más
hermosa y digna de la complacencia del Padre y del amor del Espíritu
Santo.


Esta dimensión esponsal de la vida del presbítero como pastor,
actuará de manera que guíe su comunidad sirviendo con abnegación a todos
y cada uno de sus miembros, iluminando sus conciencias con la luz de la
verdad revelada, custodiando con autoridad la autenticidad evangélica
de la vida cristiana, corrigiendo los errores, perdonando, curando las
heridas, consolando las aflicciones, promoviendo la fraternidad[352].


Este conjunto de atenciones, además de garantizar un testimonio de
caridad cada vez más transparente y eficaz, manifestará también la
profunda comunión, que debe existir entre el presbítero y su comunidad,
que es casi la continuación y la actualización de la comunión con Dios,
con Cristo y con la Iglesia[353]. A imitación de Jesús, el sacerdote no está llamado a ser servido, sino a servir (cfr. Mt
20, 28). Debe estar constantemente en guardia contra la tentación de
abusar, a beneficio personal, del gran respeto y deferencia que los
fieles muestran hacia el sacerdocio y la Iglesia.


Sentir con la Iglesia


78. Para ser un buen guía de su Pueblo, el presbítero estará también
atento para conocer los signos de los tiempos: los que se refieren a la
Iglesia universal y a su camino en la historia de los hombres, y los más
próximos a la situación concreta de cada comunidad.


Esta capacidad de discernimiento requiere la constante y adecuada
puesta al día en el estudio de las Ciencias Sagradas con referencia a
los diversos problemas teológicos y pastorales, y en el ejercicio de una
sabia reflexión sobre los datos sociales, culturales y científicos, que
caracterizan nuestro tiempo.


Al desempeñar su ministerio, los presbíteros sabrán traducir esta exigencia en una constante y sincera actitud para sentir con la Iglesia,
de tal manera que trabajarán siempre en el vínculo de la comunión con
el Papa, con los Obispos, con los demás hermanos en el sacerdocio, así
como con los diáconos, los demás fieles consagrados por medio de la
profesión de los votos evangélicos y con todos los fieles.


Los presbíteros deben mostrar un amor fervoroso por la Iglesia, que
es la madre de nuestra existencia cristiana, y vivir la alegría de su
pertenencia eclesial como un testimonio precioso para todo el pueblo de
Dios.


Estos mismos, por otro lado, podrán requerir —en la forma adecuada y
teniendo en cuenta la capacidad de cada uno— la cooperación de los
fieles consagrados y de los fieles laicos, en el ejercicio de su
actividad.


2.10. El celibato sacerdotal


Firme voluntad de la Iglesia


79. La Iglesia, convencida de las profundas motivaciones teológicas y
pastorales, que sostienen la relación entre celibato y sacerdocio, e
iluminada por el testimonio, que confirma también hoy la validez
espiritual y evangélica en tantas existencias sacerdotales, ha
confirmado, en el Concilio Vaticano II y repetidamente en el sucesivo
Magisterio Pontificio, la «firme voluntad de mantener la ley, que exige
el celibato libremente escogido y perpetuo para los candidatos a la
ordenación sacerdotal en el rito latino»[354].


El celibato, en efecto, es un don gozoso que la Iglesia ha recibido y
quiere custodiar, convencida de que es un bien para sí misma y para el
mundo.


Motivación teológico-espiritual del celibato


80. Como todo valor evangélico, también el celibato se debe vivir
como don de la misericordia divina, como una novedad liberadora, como
testimonio especial de radicalidad en el seguimiento de Cristo y como
signo de la realidad escatológica: «el celibato es una anticipación que
hace posible la gracia del Señor que nos “atrae” a sí hacia el mundo de
la resurrección; nos invita siempre de nuevo a trascender nuestra
persona, este presente, hacia el verdadero presente del futuro, que se
convierte en presente hoy»[355].


«No todos entienden esto, sólo los que han recibido ese don. Hay
eunucos que salieron así del vientre de su madre; a otros les hicieron
los hombres, y hay quienes se hacen eunucos ellos mismos por el Reino de
los cielos. El que pueda entender, que entienda» (Mt 19, 10-12)[356].
El celibato se revela como una correspondencia en el amor de una
persona que «dejando padre y madre, sigue a Jesús, buen pastor, en una
comunión apostólica, al servicio del Pueblo de Dios»[357].


Para vivir con amor y con generosidad el don recibido, es
particularmente importante que el sacerdote entienda desde la formación
del seminario la dimensión teológica y la motivación espiritual de la
disciplina sobre el celibato[358].
Este, como don y carisma particular de Dios, requiere la observancia de
la castidad y, por tanto, de la perfecta y perpetua continencia por el
Reino de los cielos, para que los ministros sagrados puedan unirse más
fácilmente a Cristo con un corazón indiviso, y dedicarse más libremente
al servicio de Dios y de los hombres[359]: «el celibato, elevando integralmente al hombre, contribuye efectivamente a su perfección»[360].
La disciplina eclesiástica manifiesta, antes que la voluntad del sujeto
expresada por medio de su disponibilidad, la voluntad de la Iglesia, la
cual encuentra su razón última en el estrecho vínculo que el celibato
tiene con la sagrada ordenación, que configura al sacerdote con
Jesucristo, Cabeza y Esposo de la Iglesia[361].


La Carta a los Efesios (cfr. 5, 25-27) pone en estrecha
relación la oblación sacerdotal de Cristo (cfr. 5, 25) con la
santificación de la Iglesia (cfr. 5, 26), amada con amor esponsal.
Insertado sacramentalmente en este sacerdocio de amor exclusivo de
Cristo por la Iglesia, su Esposa fiel, el presbítero expresa con su
compromiso de celibato dicho amor, que se convierte en caudalosa fuente
de eficacia pastoral.


El celibato, por tanto, no es un influjo, que cae desde fuera sobre
el ministerio sacerdotal, ni puede ser considerado simplemente como una
institución impuesta por ley, porque el que recibe el sacramento del
Orden se compromete a ello con plena conciencia y libertad[362],
después de una preparación que dura varios años, de una profunda
reflexión y oración asidua. Una vez que ha llegado a la firme convicción
de que Cristo le concede este don por el bien de la Iglesia y
para el servicio a los demás, el sacerdote lo asume para toda la vida,
reforzando esta voluntad suya con la promesa que ya hizo durante el rito
de la ordenación diaconal[363].


Por estas razones, la ley eclesiástica sanciona, por un lado, el
carisma del celibato, mostrando cómo este está en íntima conexión con el
ministerio sagrado —en su doble dimensión de relación con Cristo y con
la Iglesia— y, por otro, la libertad de aquel que lo asume[364]. El presbítero, pues, consagrado a Cristo por un nuevo y excelso título[365],
debe ser bien consciente de que ha recibido un don de Dios que, a su
vez, sancionado por un preciso vínculo jurídico, genera la obligación
moral de la observancia. Este vínculo, asumido libremente, tiene
carácter teologal y moral, antes que jurídico, y es signo de aquella
realidad esponsal que se realiza en la ordenación sacramental.


A través del don del celibato, el presbítero adquiere también esta
paternidad espiritual, pero real, que tiene dimensión universal y que,
de modo particular, se concreta con respecto a la comunidad, que le ha
sido confiada[366].
«Ellos son hijos de su espíritu, hombres encomendados por el Buen
Pastor a su solicitud. Estos hombres son muchos, más numerosos de
cuantos pueden abrazar una simple familia humana […] El corazón del
sacerdote, para estar disponible a este servicio, a esta solicitud y
amor, debe estar libre. El celibato es signo de una libertad que es para
el servicio. En virtud de este signo, el sacerdocio jerárquico, o sea
“ministerial”, según la tradición de nuestra Iglesia, está más
estrechamente “ordenado” al sacerdocio común de los fieles»[367].


Ejemplo de Jesús


81. El celibato, entendido de este modo, es entrega de sí mismo “en” y
“con” Cristo a su Iglesia, y expresa el servicio del sacerdote a la
Iglesia “en” y “con” el Señor[368].


El ejemplo es el Señor mismo, el cual, yendo contra la que se puede
considerar la cultura dominante de su tiempo, eligió libremente vivir
célibe. Al seguirlo los discípulos lo dejaron «todo» para cumplir con la
misión que les encomendó (Lc 18, 28-30).


Por ese motivo la Iglesia, desde los tiempos apostólicos, ha querido
conservar el don de la continencia perpetua de los clérigos, y ha
tendido a escoger a los candidatos al Orden sagrado entre los célibes
(Cfr. 2 Tes 2, 15; 1 Cor 7, 5; 9, 5; 1 Tim 3, 2.12; 5, 9; Tit 1, 6.8)[369].


El celibato es un don que se recibe de la misericordia divina[370],
como elección de libertad y grata acogida de una particular vocación de
amor por Dios y por los hombres. No se debe concebir y vivir como si
fuese simplemente un efecto colateral del presbiterado.


Dificultades y objeciones


82. En el actual clima cultural, condicionado a menudo por una visión
del hombre carente de valores y, sobre todo, incapaz de dar un sentido
pleno, positivo y liberador a la sexualidad humana, aparece con
frecuencia el interrogante sobre la importancia y el valor del celibato
sacerdotal o, por lo menos, sobre la oportunidad de afirmar su estrecho
vínculo y su profunda sintonía con el sacerdocio ministerial.


«En cierto sentido, esta crítica permanente contra el celibato puede
sorprender, en un tiempo en el que está cada vez más de moda no casarse.
Pero el no casarse es algo fundamentalmente muy distinto del celibato,
porque el no casarse se basa en la voluntad de vivir sólo para uno
mismo, de no aceptar ningún vínculo definitivo, de mantener la vida en
una plena autonomía en todo momento, decidir en todo momento qué hacer,
qué tomar de la vida; y, por tanto, un “no” al vínculo, un “no” a lo
definitivo, un guardarse la vida sólo para sí mismos. Mientras que el
celibato es precisamente lo contrario: es un “sí” definitivo, es un
dejar que Dios nos tome de la mano, abandonarse en las manos del Señor,
en su “yo”, y, por tanto, es un acto de fidelidad y de confianza, un
acto que supone también la fidelidad del matrimonio; es precisamente lo
contrario de este “no”, de esta autonomía que no quiere crearse
obligaciones, que no quiere aceptar un vínculo»[371].


El presbítero no se anuncia a sí mismo, «dentro y a través de su
propia humanidad, todo sacerdote debe ser muy consciente de que lleva a
Otro, a Dios mismo, al mundo. Dios es la única riqueza que, en
definitiva, los hombres desean encontrar en un sacerdote»[372].
El modelo sacerdotal es el de ser testigos del Absoluto: el hecho de
que hoy en numerosos ambientes el celibato se comprenda o se aprecie
poco no debe llevar a hipótesis de escenarios distintos, sino que
requiere redescubrir de modo nuevo este don del amor de Dios por los
hombres. En efecto, el celibato sacerdotal lo admiran y lo aman también
muchas personas que no son cristianas.


No podemos olvidar que el celibato se vivifica con la práctica de la
virtud de la castidad, que sólo se puede vivir cultivando la pureza con
madurez sobrenatural y humana[373],
en cuanto esencial a fin de desarrollar el talento de la vocación. No
es posible amar a Cristo y a los demás con un corazón impuro. La virtud
de la pureza nos hace capaces de vivir la indicación del Apóstol:
«¡Glorificad a Dios con vuestro cuerpo!» (1 Cor 6, 20). Por otro
lado, cuando falta esta virtud, todas las demás dimensiones se ven
perjudicadas. Es verdad que en el contexto actual las dificultades para
vivir la santa pureza son múltiples, pero también es verdad que el Señor
concede su gracia en abundancia y ofrece los medios necesarios para
practicar, con gozo y alegría, esta virtud.


Está claro que, para garantizar y custodiar este don en un clima de
sereno equilibrio y de progreso espiritual, se deben poner en práctica
todas aquellas medidas que alejan al sacerdote de toda posible
dificultad[374].


Es necesario, por tanto, que los presbíteros se comporten con la
debida prudencia en las relaciones con las personas cuya familiaridad
puede poner en peligro la fidelidad al don o bien ser causa de escándalo
para los fieles[375].
En los casos particulares se debe someter al juicio del Obispo, que
tiene la obligación de impartir normas precisas sobre esta materia[376].
Como es lógico, el sacerdote debe abstenerse de toda conducta ambigua y
no olvidar que tiene el deber prioritario de testimoniar el amor
redentor de Cristo. Desafortunadamente, por lo que se refiere a esta
materia, algunas situaciones que lamentablemente han tenido lugar han
producido un daño grande a la Iglesia y a su credibilidad, aunque en el
mundo haya habido muchas más situaciones de este tipo. El contexto
actual requiere también de parte de los presbíteros una sensibilidad y
prudencia todavía mayores respecto a las relaciones con niños y
protegidos[377].
En particular, es preciso evitar situaciones que puedan dar lugar a
murmuraciones (p. ej., dejar entrar a niños solos en la casa parroquial o
llevar en coche a menores de edad). En cuanto a la confesión, sería
oportuno que por lo general los menores se confesasen en el
confesionario durante los tiempos en los cuales la Iglesia está abierta
al público o que, de lo contrario, si por cualquier razón fuese
necesario actuar de otro modo, se respetasen las correspondientes normas
de prudencia.


Los sacerdotes, pues, no descuiden aquellas normas ascéticas que han
sido garantizadas por la experiencia de la Iglesia y que son ahora más
necesarias debido a las circunstancias actuales. Por tanto, que eviten
prudentemente frecuentar lugares, asistir a espectáculos, realizar
lecturas o frecuentar páginas Web en Internet que puedan poner en
peligro la observancia de la castidad en el celibato[378]
o incluso ser ocasión y causa de graves pecados contra la moral
cristiana. Al hacer uso de los medios de comunicación social, como
agentes o como usuarios, observen la necesaria discreción y eviten todo
lo que pueda dañar la vocación.


Para custodiar con amor el don recibido, en un clima de exasperado
permisivismo sexual, los sacerdotes deben recurrir a todos los medios
naturales y sobrenaturales que encuentran en la rica tradición de la
Iglesia. Por una parte, la amistad sacerdotal, cuidar las relaciones
buenas con las personas, la ascesis y el dominio de sí, la
mortificación; asimismo, es útil incentivar una cultura de la belleza,
en los distintos campos de la vida, que ayude a la lucha contra todo lo
que es degradante y nocivo, alimentar una cierta pasión por el propio
ministerio apostólico, aceptar serenamente una cierta soledad, una sabia
y provechosa organización del tiempo libre para que no sea un tiempo
vacío. Análogamente, son esenciales la comunión con Cristo, una fuerte
piedad eucarística, la confesión frecuente, la dirección espiritual, los
ejercicios y retiros espirituales, un espíritu de aceptación de las
cruces de la vida cotidiana, la confianza y el amor a la Iglesia, la
devoción filial a la Santísima Virgen María y la consideración del
ejemplo de los sacerdotes santos de todos los tiempos[379].


Las dificultades y las objeciones han acompañado siempre, a lo largo
de los siglos, la decisión de la Iglesia Latina y de algunas Iglesias
Orientales de conferir el sacerdocio ministerial sólo a aquellos hombres
que han recibido de Dios el don de la castidad en el celibato. La
disciplina de otras Iglesias Orientales, que admiten al sacerdocio a
hombres casados, no se contrapone a la de la Iglesia Latina: de hecho,
las mismas Iglesias Orientales exigen el celibato de los Obispos;
tampoco admiten el matrimonio de los sacerdotes y no permiten sucesivas
nupcias a los ministros que enviudaron. Se trata, siempre y solamente,
de la ordenación de hombres que ya estaban casados.


Las objeciones que algunos presentan hoy contra el celibato
sacerdotal a menudo se fundan en argumentos que son un pretexto, como
por ejemplo, las acusaciones de que refleja un espiritualismo
desencarnado o de que comporta recelo o desprecio respecto a la
sexualidad; otras veces parten de la consideración de casos tristes y
dolorosos, pero que son siempre particulares, que se tiende a
generalizar. Se olvida, en cambio, el testimonio ofrecido por la inmensa
mayoría de los sacerdotes, que viven el propio celibato con libertad
interior, con ricas motivaciones evangélicas, con fecundidad espiritual,
en un horizonte de convencida y gozosa fidelidad a la propia vocación y
misión, por no hablar de tantos laicos que asumen felizmente un fecundo
celibato apostólico.


2.11. Espíritu sacerdotal de pobreza


Pobreza como disponibilidad


83. La pobreza de Jesús tiene una finalidad salvífica. Cristo, siendo
rico, se hizo pobre por nosotros, para enriquecernos por medio de su
pobreza (cfr. 2 Cor 8, 9).


La Carta a los Filipenses nos enseña la relación entre el
despojarse de sí mismo y el espíritu de servicio, que debe animar el
ministerio pastoral. Dice San Pablo que Jesús no «retuvo ávidamente el
ser igual a Dios; al contrario, se despojó de Sí mismo tomando la
condición de esclavo» (Flp 2, 6-7). En verdad, difícilmente el
sacerdote podrá ser verdadero servidor y ministro de sus hermanos si
está excesivamente preocupado por su comodidad y por un bienestar
excesivo.


A través de la condición de pobre, Cristo manifiesta que ha recibido
todo del Padre desde la eternidad, y todo lo devuelve al Padre hasta la
ofrenda total de su vida.


El ejemplo de Cristo pobre debe llevar al presbítero a conformarse
con Él en la libertad interior ante todos los bienes y riquezas del
mundo[380].
El Señor nos enseña que Dios es el verdadero bien y que la verdadera
riqueza es conseguir la vida eterna: «¿De qué le sirve a un hombre ganar
el mundo entero y perder su alma? ¿O qué podrá dar uno para
recobrarla?» (Mc 8, 36-37). Todo sacerdote está llamado a vivir
la virtud de la pobreza, que consiste esencialmente en el entregar su
corazón a Cristo, como verdadero tesoro, y no a los recursos materiales.


El sacerdote, cuya parte de la herencia es el Señor (cfr. Núm 18, 20)[381],
sabe que su misión —como la de la Iglesia— se desarrolla en medio del
mundo, y es consciente de que los bienes creados son necesarios para el
desarrollo personal del hombre. Sin embargo, el sacerdote ha de usar
estos bienes con sentido de responsabilidad, moderación, recta intención
y desprendimiento: todo esto porque sabe que tiene su tesoro en los
Cielos; es consciente, en fin, de que todo se debe usar para la
edificación del Reino de Dios (Lc 10, 7; Mt 10, 9-10; 1 Cor 9, 14; Gál 6, 6)[382] y, por ello, se abstendrá de actividades lucrativas impropias de su ministerio[383].
Asimismo, el presbítero debe evitar dar motivo incluso a la menor
insinuación respecto al hecho de concebir su ministerio como una
oportunidad para obtener también beneficios, favorecer a los suyos o
buscar posiciones privilegiadas. Más bien, debe estar en medio de los
hombres para servir a los demás sin límite, siguiendo el ejemplo de
Cristo, el Buen Pastor (cfr. Jn 10, 10). Recordando, además, que el don que ha recibido es gratuito, ha de estar dispuesto a dar gratuitamente (Mt 10, 8; Hch 8, 18-25)[384]
y a emplear para el bien de la Iglesia y para obras de caridad todo lo
que recibe por ejercer su oficio, después de haber satisfecho su honesto
sustento y de haber cumplido los deberes del propio estado[385].


El presbítero, por último, si bien no asume la pobreza con una
promesa pública, está obligado a llevar una vida sencilla y a abstenerse
de todo lo que huela a vanidad[386]; abrazará, pues, la pobreza voluntaria, con el fin de seguir a Jesucristo más de cerca[387]. En todo (habitación, medios de transporte, vacaciones, etc.), el presbítero elimine todo tipo de afectación y de lujo[388].
En este sentido, el sacerdote debe luchar cada día por no caer en el
consumismo y en las comodidades de la vida, que hoy se han apoderado de
la sociedad en numerosas partes del mundo. Un examen de conciencia serio
lo ayudará a verificar cuál es su nivel de vida, su disponibilidad a
ocuparse de los fieles y a cumplir con sus propios deberes; a
preguntarse si los medios de los cuales se sirve responden a una
verdadera necesidad o si, en cambio, busca la comodidad rehuyendo el
sacrificio. Precisamente en la coherencia entre lo que dice y lo que
hace, especialmente en relación a la pobreza, se juega en buena parte la
credibilidad y la eficacia apostólica del sacerdote.


Amigo de los más pobres, les reservará las más delicadas atenciones
de su caridad pastoral, con una opción preferencial por todas las formas
de pobreza —viejas y nuevas—, que están trágicamente presentes en
nuestro mundo; recordará siempre que la primera miseria de la que debe
ser liberado el hombre es el pecado, raíz última de todos los males.


2.12. Devoción a María


Imitar las virtudes de la Madre


84. Existe una «relación esencial entre la Madre de Jesús y el
sacerdocio de los ministros del Hijo», que deriva de la relación que hay
entre la divina maternidad de María y el sacerdocio de Cristo[389].


En dicha relación radica la espiritualidad mariana de todo
presbítero. La espiritualidad sacerdotal no puede considerarse completa
si no toma seriamente en consideración el testamento de Cristo
crucificado, que quiso confiar a Su Madre al discípulo predilecto y, a
través de él, a todos los sacerdotes, que han sido llamados a continuar
Su obra de redención.


Como a Juan al pie de la Cruz, a cada presbítero se le encomienda de modo especial a María como Madre (cfr. Jn 19, 26-27).


Los sacerdotes, que se cuentan entre los discípulos más amados por
Jesús crucificado y resucitado, deben acoger en su vida a María como a
su Madre: será Ella, por tanto, objeto de sus continuas atenciones y de
sus oraciones. La Siempre Virgen es para los sacerdotes la Madre, que
los conduce a Cristo, a la vez que los hace amar auténticamente a la
Iglesia y los guía al Reino de los Cielos.


85. Todo presbítero sabe que María, por ser Madre, es la formadora
eminente de su sacerdocio, ya que Ella es quien sabe modelar el corazón
sacerdotal, protegerlo de los peligros, cansancios y desánimos. Ella
vela, con solicitud materna, para que el presbítero pueda crecer en
sabiduría, edad y gracia delante de Dios y de los hombres (cfr. Lc 2, 40).


No serán hijos devotos, quienes no sepan imitar las virtudes de la
Madre. El presbítero, por tanto, ha de mirar a María si quiere ser un
ministro humilde, obediente y casto, que pueda dar testimonio de caridad
a través de la donación total al Señor y a la Iglesia[390].


La Eucaristía y María


86. En toda celebración eucarística, escuchamos de nuevo las palabras
«Ahí tienes a tu hijo» que Jesús dijo a su Madre, mientras que Él mismo
nos repite a nosotros: «Ahí tienes a tu Madre» (Jn 19, 26-27).
Vivir la Eucaristía implica también recibir continuamente este don:
«María es mujer “eucarística” con toda su vida. La Iglesia, tomando a
María como modelo, ha de imitarla también en su relación con este
santísimo Misterio. […] María está presente con la Iglesia, y como Madre
de la Iglesia, en todas nuestras celebraciones eucarísticas. Así como
Iglesia y Eucaristía son un binomio inseparable, lo mismo se puede decir
del binomio María y Eucaristía»[391].
De este modo, el encuentro con Jesús en el Sacrificio del Altar
conlleva inevitablemente el encuentro con María, su Madre. En realidad,
«por su identificación y conformación sacramental a Jesús, Hijo de Dios e
Hijo de María, todo sacerdote puede y debe sentirse verdaderamente hijo
predilecto de esta altísima y humildísima Madre»[392].


Obra maestra del Sacrificio sacerdotal de Cristo, la siempre Virgen
Madre de Dios representa a la Iglesia del modo más puro, «sin mancha ni
arruga», totalmente «santa e inmaculada» (Ef 5, 27). La
contemplación de la Santísima Virgen pone siempre ante la mirada del
presbítero el ideal al que ha de tender en el ministerio en favor de la
propia comunidad, para que también esta última sea «Iglesia totalmente
gloriosa» (ibid.) mediante el don sacerdotal de la propia vida.


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