La espiritualidad del ser humano

Autor: Mariano Artigas

Publicado en:  Texto inédito. Seminario del CRYF

Fecha de publicación15 de noviembre de 2005



El hombre es un ser de la naturaleza pero, al mismo tiempo, la
trasciende. Comparte con los demás seres naturales todo lo que se
refiere a su ser material, pero se distingue de ellos porque posee unas
dimensiones espirituales que le hacen ser una persona.



De acuerdo con la experiencia, la doctrina cristiana afirma que en el
hombre existe una dualidad de dimensiones, las materiales y las
espirituales, en una unidad de ser, porque la persona humana es un único
ser compuesto de cuerpo y alma. Además, afirma que el alma espiritual
no muere y que está destinada a unirse de nuevo con su cuerpo al fin de
los tiempos.



Esta doctrina se encuentra en la base de toda la vida cristiana, que
quedaría completamente desfigurada si se negara la espiritualidad
humana.



La cumbre de la creación material



A veces se dice que no puede establecerse un orden entre los seres
naturales, como si unos fuesen más perfectos que otros, y se añade que,
en el fondo, una clasificación de este tipo incurriría en el defecto de
ser «antropocéntrica», porque pretendería colocar al hombre, de manera
egoísta, en el primer lugar de la naturaleza, justificando un uso
indiscriminado de los demás seres.



Sin embargo, prescindiendo de detalles que sólo interesan a las
ciencias y sin intentar justificar cualquier uso de la naturaleza, es
evidente que la Iglesia describe una realidad cuando afirma que entre
las criaturas existe una jerarquía que culmina en el hombre.
«Lajerarquía de las criaturas está expresada por el orden de los "seis
días", que va de lo menos perfecto a lo más perfecto. Dios ama todas sus
criaturas (cfr. Ps. CXLV, 9), cuida de cada una, incluso de los
pajarillos. Pero Jesús dice: Vosotros valéis más que muchos
pajarillos(Lc. XII, 6-7), o también: ¡Cuánto más vale un hombre que una
oveja! (Matth. XII, 12)» * (1).



La Iglesia enseña que la creación material llega a su punto culminante
en el hombre: «El hombre es la cumbre de la obra de la creación. El
relato inspirado lo expresa distinguiendo netamente la creación del
hombre y la de las otras criaturas (cfr. Gen. I, 26)»* (2).



La creación material encuentra su sentido en el hombre, única criatura
natural que es capaz de conocer y amar a Dios, y, de este modo,
conseguir ser feliz. El mundo material hace posible la vida humana, y
sirve de cauce para su desarrollo. Por eso, la Iglesia afirma que «Dios
creó todo para el hombre (cfr. Conc. Vaticano II, Const. Gaudium et
Spes, 12, 1; 24, 3; 39, 1), pero el hombre fue creado para servir y amar
a Dios y para ofrecerle toda la creación»* (3).



El hombre se encuentra por encima del resto de la naturaleza y puede
dominarla, aunque debe ejercer ese dominio de acuerdo con los planes de
Dios. El Papa Juan Pablo II afirma: «Es algo manifiesto para todos, sin
distinción de ideologías sobre la concepción del mundo, que el hombre,
aunque pertenece al mundo visible, a la naturaleza, se diferencia de
algún modo de esa misma naturaleza. En efecto, el mundo visible existe
"para él" y el hombre "ejerce el dominio" sobre el mundo; aun cuando
está "condicionado" de varios modos por la naturaleza, la "domina",
gracias a lo que él es, a sus capacidades y facultades de orden
espiritual, que lo diferencian del mundo natural. Son precisamente estas
facultades las que constituyen al hombre. Sobre este punto, el libro
del Génesis es extraordinariamente preciso: definiendo al hombre como
"imagen de Dios", pone en evidencia aquello por lo que el hombre es
hombre, aquello por lo que es un ser distinto de todas las demás
criaturas del mundo visible»* (4).



Imagen de Dios



Todas las criaturas reflejan, de algún modo, las perfecciones divinas.
Pero, entre los seres naturales, sólo el hombre participa del modo de
ser propio de Dios: es un ser personal, inteligente y libre, capaz de
amar. La Sagrada Escritura, al narrar la creación, lo pone de relieve
diciendo que el hombre está hecho a imagen de Dios: «Dios creó al hombre
a su imagen, a imagen de Dios lo creó, hombre y mujer los creó (Gen. I,
27). El hombre ocupa un lugar único en la creación: "está hecho a
imagen de Dios"»* (5).



La imagen de Dios se da en el hombre independientemente del sexo, tal
como se advierte en el relato inspirado donde se dice que la persona
humana fue creada por Dios como hombre y como mujer.



Que el hombre es imagen de Dios significa, ante todo, que es capaz de
relacionarse con Él, que puede conocerle y amarle, que es amado por Dios
como persona. «De todas las criaturas visibles sólo el hombre es "capaz
de conocer y amar a su Creador" (Conc. Vaticano II, Const. Gaudium et
Spes, 12, 3); es la "única criatura en la tierra a la que Dios ha amado
por sí misma" (ibid., 24, 3); sólo él está llamado a participar, por el
conocimiento y el amor, en la vida de Dios. Para este fin ha sido creado
y ésta es la razón fundamental de su dignidad»* (6). Cuando
se buscan los factores que distinguen al hombre de los demás seres
naturales, éste es el fundamental: el hombre es capaz de relacionarse
con Dios; sin duda, existen otras diferencias importantes, pero ninguna
es tan profunda como ésta.



El hombre es persona, no es simplemente una cosa. La persona tiene una
dignidad única: nadie puede sustituirla en lo que es capaz de hacer
como persona. Y sólo entre personas puede darse la amistad y el amor.
«Por haber sido hecho a imagen de Dios, el ser humano tiene la dignidad
de persona; no es solamente algo, sino alguien. Es capaz de conocerse,
de poseerse y de darse libremente y entrar en comunión con otras
personas; y es llamado, por la gracia, a una alianza con su Creador, a
ofrecerle una respuesta de fe y de amor que ningún otro ser puede dar en
su lugar»* (7).



No tendría sentido utilizar la ciencia natural para negar, en nombre
del progreso científico, la diferencia esencial que existe entre el
hombre y los demás seres de la naturaleza, alegando, por ejemplo, que el
hombre tiene una constitución material semejante a otros seres y que
las diferencias se deberían únicamente a la organización de los
componentes materiales. Por el contrario, la ciencia natural proporciona
una de las pruebas más convincentes acerca de las peculiaridades del
hombre; en efecto, pone de manifiesto que el hombre, a diferencia de
otros seres, posee unas capacidades creativas y argumentativas que
resultan indispensables para plantear los problemas científicos, buscar
soluciones, y poner a prueba su validez. El gran progreso científico y
técnico de la época moderna ilustra las capacidades únicas de la persona
humana, y no tendría sentido utilizarlo para negar lo que, en último
término, hace posible la existencia de la ciencia.



Unidad y dualidad



Cuando intentamos comprender nuestro ser, tropezamos con una realidad
innegable: que somos un sólo ser, pero poseemos dimensiones diferentes.
«El hombre es una unidad: es alguien que es uno consigo mismo. Pero en
esta unidad se contiene una dualidad. La Sagrada Escritura presenta
tanto la unidad (la persona) como la dualidad (el alma y el cuerpo)»* (8) .



La dualidad es real. No responde a una mentalidad dualista ya
superada, de la cual se podría prescindir en la actualidad. Sin duda, la
realidad se puede conceptualizar desde diferentes perspectivas, y puede
suceder que unas fórmulas representen mejor que otras algunos aspectos.
Pero nuestro ser posee a la vez dimensiones materiales y espirituales, y
esta realidad no depende de las ideas de una época.



En ocasiones, se afirma que el dualismo sería ajeno a la perspectiva
de la Sagrada Escritura, que subraya la unidad de la persona humana. No
puede olvidarse, sin embargo, que la misma Sagrada Escritura contiene
claras afirmaciones acerca de la dualidad constitutiva del hombre. El
Papa Juan Pablo II comenta al respecto: «Frecuentemente se subraya
que la tradición bíblica pone de relieve sobre todo la unidad personal
del hombre (...). La observación es exacta. Pero esto no impide que en
la tradición bíblica también esté presente, a veces de modo muy
claro, la dualidad del hombre. Esta tradición se refleja en las palabras
de Cristo: No tengáis miedo de los que matan el cuerpo, pero no pueden
matar el alma; temed más bien al que puede hacer perecer el alma y el
cuerpo en la Gehenna(Matth., X, 22). Las fuentes bíblicas autorizan a
ver al hombre como unidad personal y a la vez como dualidad de alma y
cuerpo: y este concepto ha sido expresado en la entera Tradición y en la
enseñanza de la Iglesia»* (9) .



Cualquier explicación fidedigna debe respetar los datos seguros de la
experiencia humana, que se refieren tanto a la unidad de la persona como
a la dualidad de sus dimensiones básicas. Las dificultades para
conceptualizar ambos aspectos a la vez, indican que el hombre es un ser
complejo, y nada se ganaría simplificando arbitrariamente el problema.



Alma y cuerpo



Para expresar la dualidad constitutiva del ser humano, durante siglos
se ha utilizado una terminología ya clásica, según la cual el hombre
está compuesto de alma y cuerpo. La Iglesia ha utilizado esta
terminología en sus formulaciones, introduciendo a la vez las
aclaraciones necesarias: por ejemplo, que alma y cuerpo no son
substancias completas, y que el alma es forma substancial del cuerpo.
Cuando la Iglesia habla de alma y cuerpo, se refiere a las dimensiones
espirituales y materiales de la persona humana, que es un ser único;
pero también subraya que el alma espiritual trasciende las dimensiones
materiales y, por tanto, subsiste después de la muerte, cuando las
condiciones materiales hacen imposible la permanencia de la persona en
el estado que le corresponde en su vida terrena.



Frente a los dualismos exagerados que minusvaloran la dignidad de lo
material, la Iglesia siempre ha enseñado que «El cuerpo del hombre
participa de la dignidad de la "imagen de Dios": es cuerpo humano
precisamente porque está animado por el alma espiritual, y es toda la
persona humana la que está destinada a ser, en el Cuerpo de Cristo, el
Templo del Espíritu (cfr. I Cor. VI, 19-20; XV, 44-45)»* (10).



En la Sagrada Escritura, el término alma se utiliza con diferentes
significados; a veces designa la vida humana, o toda la persona. «Pero
designa también lo que hay de más íntimo en el hombre (cfr. Matth. XXVI,
38; Iohan. XII, 27) y de más valor en él (cfr. Matth. X, 28; II Mac.
VI, 30), aquello por lo que es particularmente imagen de Dios: "alma"
significa el principio espiritual en el hombre»* (11). Éste es el sentido en que se habla del alma cuando se afirma que la persona humana se compone de alma y cuerpo.



Sin duda, lo más importante es el contenido de la doctrina; las
palabras con que se expresa pueden variar, siempre que se respete el
contenido auténtico de la doctrina. Con respecto al alma humana, entre
«lo que, en nombre de Cristo, enseña la Iglesia», se encuentra lo
siguiente: «La Iglesia afirma la supervivencia y la subsistencia,
después de la muerte, de un elemento espiritual que está dotado de
conciencia y de voluntad, de manera que subsiste el mismo "yo" humano.
Para designar este elemento, la Iglesia emplea la palabra "alma",
consagrada por el uso de la Sagrada Escritura y de la Tradición. Aunque
ella no ignora que este término tiene en la Biblia diversas acepciones,
opina, sin embargo, que no se da razón alguna válida para rechazarlo, y
considera al mismo tiempo que un término verbal es absolutamente
indispensable para sostener la fe de los cristianos»* (12).



Unidad de alma y cuerpo



El Concilio Vaticano II expresa la simultánea unidad y dualidad de la
persona humana con una fórmula breve y lapidaria: corpore et anima unus:
«Uno en cuerpo y alma, el hombre, por su misma condición corporal,
reúne en sí los elementos del mundo material, de tal modo que, por medio
de él, éstos alcanzan su cima y elevan la voz para la libre alabanza
del Creador»* (13).



La unidad de la persona humana siempre ha sido enunciada por la
Iglesia, frente a los dualismos exagerados. En uno de los Concilios
ecuménicos, se utilizó la terminología aristotélica para subrayar
precisamente que alma y cuerpo forman una única realidad: «La unidad del
alma y del cuerpo es tan profunda que se debe considerar al alma como
la "forma" del cuerpo (cfr. Conc. de Vienne, año 1312: DS 902); es
decir, gracias al alma espiritual, la materia que integra el cuerpo es
un cuerpo humano y viviente; en el hombre, el espíritu y la materia no
son dos naturalezas unidas, sino que su unión constituye una única
naturaleza»* (14).



En definitiva, «el hombre creado a imagen de Dios es un ser a la vez
corporal y espiritual, o sea, un ser que por una parte está unido al
mundo exterior y por otra lo trasciende: en cuanto espíritu, además de
cuerpo es persona. Esta verdad sobre el hombre es objeto de nuestra fe,
como también lo es la verdad bíblica sobre su constitución a "imagen y
semejanza" de Dios; y es una verdad constantemente presentada, a lo
largo de los siglos, por el Magisterio de la Iglesia»* (15) .



La persona humana es una síntesis de lo material y lo espiritual: «en
su propia naturaleza une el mundo espiritual y el mundo material»* (16). Una
importante consecuencia de esta doctrina es que las dimensiones
materiales son buenas y queridas por Dios: «La persona humana, creada a
imagen de Dios, es un ser a la vez corporal y espiritual. El relato
bíblico expresa esta realidad con un lenguaje simbólico cuando afirma
que Dios formó al hombre con polvo del suelo e insufló en sus narices
aliento de vida y resultó el hombre un ser viviente (Gen. II, 7). Por
tanto, el hombre en su totalidad es querido por Dios»* (17).
El cuerpo es algo bueno, querido por Dios, y destinado a la vida
eterna: «Por consiguiente, no es lícito al hombre despreciar la vida
corporal, sino que, por el contrario, tiene que considerar su cuerpo
bueno y digno de honra, ya que ha sido creado por Dios y que ha de
resucitar en el último día»* (18).



La espiritualidad del alma humana



En algunas épocas, la Iglesia ha debido subrayar la bondad del cuerpo,
frente a quienes proponían un espiritualismo que condenaba como malo
todo lo relacionado con lo material. En la actualidad, con frecuencia se
debe hacer frente al extremo opuesto: un materialismo que desconoce las
dimensiones espirituales y pretende reducir al hombre a las dimensiones
materiales que pueden ser estudiadas mediante los métodos de las
ciencias empíricas.



En este contexto, el Papa Juan Pablo II ha subrayado que el hombre se
parece más a Dios que a la naturaleza: «Son conocidas las numerosas
tentativas que la ciencia ha hecho y continúa haciendo en varios ámbitos
para demostrar los lazos del hombre con el mundo natural y su
dependencia de él, a fin de insertarlo en la historia de la evolución de
las diversas especies. Respetando tales investigaciones, no podemos
limitarnos a ellas. Si analizamos al hombre en lo más profundo de su
ser, vemos que se diferencia del mundo de la naturaleza más de cuanto se
asemeja a ese mundo. En este sentido proceden también la antropología y
la filosofía cuando intentan analizar y comprender la inteligencia, la
libertad, la conciencia y la espiritualidad del hombre. El libro del
Génesis parece salir al encuentro de todas estas experiencias de la
ciencia y, hablando del hombre como "imagen de Dios", permite comprender
que la respuesta al misterio de su humanidad no se encuentra en el
camino de la semejanza con el mundo de la naturaleza. El hombre se
parece más a Dios que a la naturaleza. En este sentido dice el salmo 82,
6: "Sois dioses", palabras que más tarde citará Jesús»* (19).



El Concilio Vaticano II enseña: «No se equivoca el hombre al afirmar
su superioridad sobre el universo material y al considerarse algo más
que una simple partícula de la naturaleza (...). En efecto, por su
interioridad es superior al universo entero»* (20).
Citando este pasaje del Concilio, Juan Pablo II comenta: «He aquí cómo
la misma verdad sobre la unidad y la dualidad (la complejidad) de la
naturaleza humana puede ser expresada en un lenguaje más próximo a la
mentalidad contemporánea»* (21).



La espiritualidad humana se encuentra ampliamente testimoniada por
muchos e importantes aspectos de nuestra experiencia, a través de
capacidades humanas que trascienden el nivel de la naturaleza material.
En el nivel de la inteligencia, las capacidades de abstraer, de razonar,
de argumentar, de reconocer la verdad y de enunciarla en un lenguaje.
En el nivel de la voluntad, las capacidades de querer, de
autodeterminarse libremente, de actuar en vistas a un fin conocido
intelectualmente. Y en ambos niveles, la capacidad de auto-reflexión, de
modo que podemos conocer nuestros propios conocimientos (conocer que
conocemos) y querer nuestros propios actos de querer (querer querer).
Como consecuencia de estas capacidades, nuestro conocimiento se
encuentra abierto hacia toda la realidad, sin límite (aunque los
conocimientos particulares sean siempre limitados); nuestro querer
tiende hacia el bien absoluto, y no se conforma con ningún bien
limitado; y podemos descubrir el sentido de nuestra vida, e incluso
darle libremente un sentido, proyectando el futuro.



En nuestra época, el materialismo se presenta frecuentemente con un
ropaje científico. Suele argumentar que todo lo humano se relaciona con
lo material, y que el hombre es tan material como los demás seres
naturales; sus características especiales se explicarían mediante la
peculiar organización de los componentes materiales. Añade que la
ciencia ya ha explicado muchos aspectos de la persona humana, y promete
que, en el futuro, cada vez explicará mejor los restantes. Sin embargo,
el materialismo es un reduccionismo ilegítimo; intenta explicar toda la
realidad recurriendo sólo a los componentes materiales y a su
funcionamiento, renunciando a cualquier pregunta de otro tipo: este
reduccionismo carece de base e incluso va contra el rigor científico,
porque no distingue los diferentes niveles de la realidad y las
diferentes perspectivas que deben adoptarse para conocerlos.



En otras ocasiones, las críticas a la espiritualidad humana se basan
en la posibilidad de construir máquinas que igualen, e incluso superen,
las capacidades humanas. Sin duda, las máquinas nos pueden igualar y
superar en muchos aspectos, pero carecen de la interioridad
característica de la persona y de las capacidades relacionadas con esa
interioridad (capacidad intelectual y argumentativa, conciencia personal
y moral, capacidad de amar y ser amado, por ejemplo). Los intentos de
equiparar las máquinas con las personas suelen incurrir en una falacia
básica: exigen que se defina la persona humana en función de unas
operaciones concretas que pueden ser imitadas por las máquinas.



La inmortalidad del alma humana



La Iglesia afirma, junto con la espiritualidad del alma humana, su
inmortalidad: cuando el hombre muere, el alma espiritual continúa su
existencia. La inmortalidad del alma humana ha sido afirmada en
diferentes ocasiones por el Magisterio de la Iglesia* (22) ,
y el Concilio Vaticano II enseña: «Al afirmar, por tanto, en sí mismo
la espiritualidad y la inmortalidad de su alma, no es el hombre juguete
de un espejismo ilusorio provocado solamente por las condiciones físicas
y sociales exteriores, sino que toca, por el contrario, la verdad más
profunda de la realidad»* (23).



Sin duda, es imposible imaginar el estado del alma humana separada del
cuerpo, porque nuestra imaginación necesita datos sensibles que, en ese
caso, no poseemos. Pero, por el mismo motivo, tampoco podemos imaginar a
Dios, y esto no afecta en absoluto a su realidad: tenemos la capacidad
de conocer las realidades espirituales, remontándonos por encima de las
condiciones materiales.



Aunque la fe cristiana da especial certeza a esta afirmación, podemos
conocer la inmortalidad del alma a través de nuestra razón. Por una
parte, porque si el alma es espiritual, trasciende las condiciones
naturales y seguirá existiendo incluso cuando esas condiciones hagan
imposible la vida humana en su estadio terrestre. Por otra parte, porque
en esta vida la trayectoria moral de las personas no siempre encuentra
la recompensa adecuada. Además, porque no es lógico que Dios ponga en el
hombre unas ansias de felicidad e infinitud que luego no se puedan
satisfacer. Y todo ello cobra especial fuerza cuando se advierte que el
alma humana debe ser creada por Dios y que, por consiguiente, sólo
podría dejar de existir si Dios la aniquilase, lo cual parece
incoherente con el plan divino.



El alma humana, creada directamente por Dios



La Iglesia afirma también que el alma humana es creada inmediatamente
por Dios. El Papa Pío XII, a propósito de la aplicación de las teorías
evolucionistas al hombre, advirtió que el cuerpo podía proceder de otros
organismos, y señaló que, en cambio, «la fe católica nos obliga a
mantener que las almas son creadas inmediatamente por Dios»* (24). En
el Credo del Pueblo de Dios, formulado por el Papa Pablo VI, se lee:
"Creemos en un solo Dios (...) y también creador, en cada hombre, del
alma espiritual e inmortal"* (25) .



Con esta doctrina, el Magisterio de la Iglesia, a lo largo de los
siglos, ha salido al paso de diferentes errores, como el priscilianismo,
el traducianismo y el emanacionismo. Los priscilianos, siguiendo a
Orígenes, afirmaban que las almas tenían una existencia previa y que,
como consecuencia de algún pecado, habían sido arrojadas a la existencia
terrenal* (26). Los
traducianistas, queriendo explicar la transmisión del pecado original,
afirmaban que el alma humana es engendrada por los padres* (27). Según los emanacionistas, el alma humana es una parte de Dios* (28).



En nuestra época, a veces se habla de una emergencia de las
características humanas, que provendrían, en definitiva, de la materia.
Pero las dimensiones espirituales no se pueden reducir a un resultado de
fuerzas y procesos materiales, porque se encuentran en un nivel
superior al material. En esta línea, el Papa Juan Pablo II, recordando
la enseñanza de Pío XII a propósito de la evolución, afirma: «La
doctrina de la fe afirma invariablemente, en cambio, que el alma
espiritual del hombre es creada directamente por Dios (...). El alma
humana, de la cual depende en definitiva la humanidad del hombre, siendo
espiritual, no puede emerger de la materia»* (29).



El Catecismo de la Iglesia Católica enseña: «Con su apertura a la
verdad y a la belleza, con su sentido del bien moral, con su libertad y
la voz de su conciencia, con su aspiración al infinito y a la dicha, el
hombre se interroga sobre la existencia de Dios. En estas aperturas,
percibe signos de su alma espiritual. La "semilla de eternidad que lleva
en sí, al ser irreductible a la sola materia" (Conc. Vaticano II,
const. Gaudium et Spes, 18, 1; cfr. 14, 2), su alma, no puede tener
origen más que en Dios»* (30).
Y , remitiendo a las enseñanzas del Concilio Lateranense V, de Pío XII y
de Pablo VI, añade: «La Iglesia enseña que cada alma espiritual es
directamente creada por Dios (Cfr. Pío XII, enc. Humani generis, 1950:
DS 3896; Pablo VI, Credo del Pueblo de Dios, 8) -no es "producida" por
los padres-, y que es inmortal (cfr. Conc. V de Letrán, año 1513: DS
1440): no perece cuando se separa del cuerpo en la muerte, y se unirá de
nuevo al cuerpo en la resurrección final»* (31) .



La creación inmediata del alma humana no significa que otras
realidades estén sustraidas a la acción divina, y tampoco significa un
cambio por parte de Dios, que es inmutable. La acción divina se extiende
a todo lo creado, pero en el caso del alma humana, el efecto de la
acción divina posee un modo de ser que trasciende el ámbito de la
naturaleza material. Y ese modo de ser, la espiritualidad, es lo más
característico del hombre: lo que le hace persona, capaz de amar y de
ser feliz, partícipe de la naturaleza divina, sujeto irrepetible e
insustituible que es objeto directo del amor divino.



La espiritualidad humana y la vida cristiana



La doctrina de la Iglesia sobre el alma humana no es algo meramente
teórico; tiene importantes repercusiones en muchos aspectos de la vida
cristiana.



Por ejemplo, la vida moral no tendría sentido si no se admitiera la
libertad, que supone la espiritualidad. De hecho, algunas confusiones
doctrinales y prácticas arrancan de esa base: se niega la
espiritualidad, se reduce la persona a los condicionamientos materiales
(características genéticas, impulsos instintivos, condiciones físicas de
vida), y se niega que exista auténtica libertad; en consecuencia, el
cristianismo se reduciría a la lucha por unas metas que pueden ser
legítimas, pero que se refieren sólo a la vida terrena. La lucha por
alcanzar la virtud y evitar el pecado no tendría sentido, o en el mejor
caso, las nociones de virtud y pecado deberían reinterpretarse,
alterando toda la enseñanza moral de la Iglesia.



Si no se admitiese la inmortalidad del alma, tampoco tendría sentido
la escatología intermedia, o sea, el estado de las almas después de la
muerte y antes de la resurrección final. Sin embargo, la Iglesia ha
definido solemnemente que el destino del alma queda decidido
inmediatamente después de la muerte, yendo al cielo o al infierno, o en
su caso, yendo al cielo después de la necesaria purificación. Tampoco
tendrían sentido las oraciones de la liturgia de la Iglesia que se
refieren a esa escatología intermedia, ni la intercesión de los santos
(ni, por tanto, las beatificaciones y canonizaciones).



Si se altera la doctrina sobre el alma, también se alteraría la
doctrina sobre Jesucristo, que tomó cuerpo y alma, bajó a los infiernos
después de su muerte, resucitó al tercer día, y está realmente presente
en la Sagrada Eucaristía también con su alma humana.



El materialismo, teórico y práctico, es una de las principales fuentes
de confusión en nuestra época. Por este motivo, tiene una especial
importancia profundizar en la doctrina de la Iglesia sobre la
espiritualidad humana.



Notas



  1. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 342.

  2. Ibid., n. 343.

  3. Ibid., n. 358.

  4. Juan Pablo II, Audiencia general, L'uomo immagine di Dio, 6.XII.1978: Insegnamenti, I (1978), p. 286.

  5. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 355.

  6.  Ibid., n. 356.

  7. Ibid., n. 357.

  8.  Juan Pablo II, audiencia general, L'uomo, immagine
    di Dio, è un essere spirituale e corporale, 16.IV.1986: Insegnamenti,
    IX, 1 (1986), p. 1039.

  9.  Ibid., pp. 1039-1040.

  10. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 364.

  11. Ibid., n. 363.

  12. Congregación para la Doctrina de la Fe,
    Carta Recentiores Episcoporum Synodi, sobre algunas cuestiones
    referentes a la escatología, 17.V.1979: AAS 71 (1979), pp. 939-943.

  13. Conc. Vaticano II, Const. Gaudium et spes, n. 14.

  14. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 365.

  15. Juan Pablo II, audiencia general, 16.IV.1986: Insegnamenti, IX, 1 (1986), p. 1038.

  16. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 355.

  17. Ibid., n. 362.

  18. Conc. Vaticano II, Const. Gaudium et Spes, n. 14.

  19. Juan Pablo II, Audiencia general, L'uomo immagine di Dio, 6.XII.1978: Insegnamenti, I (1978), p. 286.

  20. Conc. Vaticano II, Const. Gaudium et Spes, n. 14.

  21. Juan Pablo II, audiencia general, L'uomo, immagine
    di Dio, è un essere spirituale e corporale, 16.IV.1986: Insegnamenti,
    IX, 1 (1986), p. 1041.

  22. Cfr. por ejemplo: Conc. Lateranense V,
    Bula Apostolici Regiminis, 19.XII.1513: DS 1440; Pio XII, Litt,
    enc. Humani generis, 12 agosto 1950, n. 29: DS 3896; AAS, 42 (1950), p.
    575.

  23. Conc. Vaticano II, Const. Gaudium et Spes, n. 14.

  24. Pio XII, Litt. enc. Humani generis, 12 agosto 1950, n. 29: DS 3896; AAS, 42 (1950), p. 575.

  25. Pablo VI, Solemne profesión de fe, 30.VI.1968, n. 8.
    Este texto, después de «inmortal», remite al Concilio ecuménico
    Lateranense V y a la encíclica Humani generis.

  26. Cfr. Conc. Bracarense I, año 561: DS 455-456.

  27. Cfr. S. Anastasio II, Epist. Bonum atque iucundum ad episcopos Galliae, año 498: DS 360-361.

  28. Conc. de Toledo, año 400: Dz 31; S. León IX, epist. Congratulamur vehementer a Pedro, obispo de Antioquía, 13.IV.1053: DS 685.

  29. Juan Pablo II, audiencia general, L'uomo, immagine
    di Dio, è un essere spirituale e corporale, 16.IV.1986: Insegnamenti,
    IX, 1 (1986), p. 1041.

  30. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 33.

  31.  Ibid., n. 366.